Investigamos
Talla grande. Sobre el cine de Russ Meyer
¡Damas y Caballeros… bienvenidos a la violencia! De palabra y de acción… porque la violencia puede manifestarse de muchas maneras, aunque su preferida sea a través del sexo. La violencia devora todo lo que toca. Su apetito casi nunca está satisfecho, sin importar lo que destruya (…). Examinemos esta nueva y maligna creación con el aspecto de un cuerpo femenino. La dulzura y el perfume de la femineidad son, por fuera, brillantes y lustrosos. El cuerpo dócil y flexible. ¡Pero atención, no bajen la guardia! Esta especie causa estragos, sola o en grupos, sin importar el lugar ni el momento, ni en quién. ¿Quiénes son ellas? ¿Secretarias? ¿Recepcionistas? ¿O bailarinas de un night-club?
Extraído del prólogo de Faster, Pussycat! Kill! Kill! (1965), de Russ Meyer
“No entiende de súplicas, menos de llanto”
¡Viva Satana!, canción de la agrupación argentina Babasónicos con alusión a la legendaria actriz protagónica de Faster, Pussycat! Kill! Kill!
Lo que sigue a continuación de este prólogo narrado por una voz en off masculina (la del mismo Russ Meyer) y con mucho de declaración de principios de su director, es un montaje frenético compuesto de imágenes de tres explosivas go-go dancers bailando arriba del escenario de un night club ante la mirada exultante de los clientes del lugar. Una sucesión veloz de planos de un jukebox, fragmentos de cuerpos femeninos deslumbrantes que los encuadres apenas pueden contener entre sus márgenes, primeros planos de rostros masculinos ostensiblemente excitados, humo de cigarros y el tema que da nombre a la película sonando de fondo. Las tres protagonistas de Faster, Pussycat! Kill! Kill!(1965) –el clásico de culto en blanco y negro filmado por Russ Meyer– una vez fuera del escenario, se lanzan en sus descapotables hacia un violento recorrido por las rutas norteamericanas, desafiando la hegemonía masculina con total y absoluta amoralidad, sin discursos feministas ni ansias de revoluciones de clase. Simplemente se entregan a una andanada criminal, cuyo objetivo es indiferente a cualquier cuestión de lucha de sexos. Esta película emblemática de Meyer resulta atípica, en tanto contiene bastantes excepciones formales a lo que luego sería frecuente de ver en sus otras realizaciones. Acá son las mujeres quienes generan la violencia sin ningún remordimiento, con total brutalidad y sin forzar en el espectador el más mínimo deseo de empatía con la causa –si es que defendieran alguna. Desde las formas tampoco se trasciende el escote ni la ropa interior de sus voluptuosas protagonistas, aun cuando sus cuerpos pedían a gritos el procedimiento contrario. Estos no reproches hacia la película, que se tiene bien ganada su reputación de objeto de culto y su estatus de tratado feminista, sino más bien una observación que permite advertir otros aspectos que luego el director se dedicaría a explorar (y explotar) con bastante más desenfreno: una mirada hacia el sexo femenino desprovista de cualquier rastro de misoginia, pero no por ello menos irritante para las más recalcitrantes visiones del machismo y del feminismo mal entendido (quizás este último, el más dañino y misógino de los fundamentalismos, todavía mucho más que el machismo, paradójicamente). Recursos formales que revelan una erudición visual insólita en un cineasta de la carne, con una riqueza plástica para mostrar el cuerpo femenino en todo su esplendor, a través de encuadres de gran composición (observen cualquier plano de una mujer de Meyer recostada en una cama, ni que hablar en pleno acto sexual). Un ritmo de edición vertiginoso, con algunos recursos dignos del antiguo montaje de atracciones soviético (sí, un realizador sexploitation mirando hacia el cine de Eisenstein) que por momentos dificulta en mucho la comprensión de la trama de sus películas (sí, señores, las películas de Russ Meyer tienen argumentos también, a menudo ininteligibles no solo por las decisiones de montaje sino por las vueltas insólitas y absurdas de sus guiones). Prodigios extraordinarios de forma y de contenido que hacen de Meyer un cineasta absolutamente solitario, radical y fascinante, probablemente el único en su especie, solo comparable al realizador argentino Armando Bo, con cuyas películas se han entablado asociaciones en nada inadecuadas, aunque quizás el cine del californiano resulte mucho más corrosivo y profundo en su visión de los aspectos más rancios y absurdos de su cultura de origen que la que el apasionado fotógrafo de la Coca Sarli demostró tener a través de sus películas.
El seguimiento exhaustivo de su filmografía, así como también los detalles apasionantes que adornaron la vida de este extraordinario realizador constituyen un emprendimiento demasiado voluminoso como para cubrir en esta sola parte de la investigación (nada en Meyer parece poder ser pensado en términos pequeños, trátese de cuerpos, genitales o aspectos biográficos), por lo cual hago la promesa de poder extenderme sobre los mismos en otra oportunidad.
La asociación más pertinente que puedo hacer entre la obra de Meyer y la de Bo recae de lleno en su representación de las mujeres, a las cuales se reivindica y glorifica sin demasiada vergüenza a través de su capacidad de disfrutar del sexo con una libertad y satisfacción completamente ajenas a la del universo masculino. Además de la voluptuosidad que se desprende a simple vista de los cuerpos femeninos y de la explosiva carga sexual que los invade, es notable cómo, en comparación, la figura masculina se ve totalmente desplazada a un plano de inferioridad física, intelectual y, desde luego, sexual en sus frustrados intentos por satisfacer la voracidad libidinosa de las mujeres. Ante estas incapacidades, los hombres del cine de Meyer (y también los del cine de Bo, aquellos que asediaban incansablemente a la sufrida y exuberante Coca Sarli) solo saben responder de dos maneras: por medio de la brutalidad y la torpeza. Los ejemplos de estas dos tendencias en las películas de Meyer sobran: desde el oficial de policía psicópata de Supervixens! (1975) quien, ante la imposibilidad de satisfacer sexualmente a Super Angel, procede a matarla a golpes después de que esta lo hubiera humillado verbalmente hasta el extremo por su impotencia, así como otros tantos violadores de ocasión (camioneros, leñadores, estereotipos casi siempre extirpados de las entrañas de lo más bajo de la cultura white trash, a la que Meyer retrata despiadadamente) que solo poseen como única respuesta instintiva para contrarrestar su total ineficiencia sexual el puñetazo limpio contra aquellos cuerpos descomunales a los que no encuentran manera de proporcionarles goce alguno. También hay otros casos más ligados a la torpeza, quizás menos malintencionados que los anteriores, tal como el de Lamar, el protagonista de Beneath The Valley of the Ultravixens (1979), un estúpido que se dedica a sacar cuentas con una calculadora mientras su mujer, Lavonia, agota todas las variantes posibles de autosatisfacción al alcance de la mano tras aguardarlo impacientemente en el dormitorio, o el de Clint Ramsey, protagonista de la ya mencionada Supervixens!, el cual rechaza indiscriminadamente todo intento de abordaje sexual por parte de una tropa de mujeres de ensueño con las que se va cruzando en su camino. El solo hecho de que un policía rudo no logre tener una erección frente a la más fogosa de las civiles habla claramente de la falta de respeto absoluta que Meyer sentía hacia toda figura de autoridad, algo que también se vislumbra con contundencia en la recurrente alusión al nazismo que el director realiza en cada una de sus películas y sobre las que volveré en los próximos párrafos.
Otro de los aspectos sorprendentes del universo de Meyer es la relación que su poética entabla con una enorme variedad de referentes culturales con los que comparte vocación masiva y afinidad popular, tales como el comic, el cartoon, los géneros clásicos (western, melodrama) e, incluso también, con otros más sofisticados como la tragedia griega. Este diálogo plural, multifacético y fecundo del cine de Meyer con otras formas narrativas habla a las claras de un cineasta de vocación popular interesado en incorporar a su obra todos los elementos disponibles de la alta y la baja cultura para enriquecer al máximo sus relatos, rasgo prácticamente inhallable en la obra de cualquier otro colega del cine sexploitation.
En el comienzo de Up! (1976), la gran musa meyeriana Francesca Kitten Natividad nos interpela en primera persona, presentándose ante nosotros como el Coro Griego, sentada sobre las ramas de un árbol como Dios la trajo al mundo, portando solo sus botas de cuero –un fetiche visual reiterativo en las películas de Meyer, seguramente ligado a alguna fantasía sexual del director, quien no tenía el mas mínimo dilema en transparentar sus placeres sobre la pantalla. Lo que sigue a continuación es una escena de sodomización que involucra, ni más ni menos, que a Adolph Hitler siendo aporreado en los testículos por una bellísima morocha etíope y posteriormente asfixiado por las nalgas de una asiática, mientras lo azotan por el culo a puro golpe de fusta. Un viejo himno nazi suena de fondo, mientras el Führer balbucea unas incomprensibles expresiones de algarabía y éxtasis en su lengua germana natal. Estas referencias al nazismo ya mencionadas son muy frecuentes en las películas de Meyer, secuelas probables de su experiencia como camarógrafo en la Segunda Guerra Mundial, época donde, según él mismo afirmaría en su autobiografía en tres tomos, titulada A Clean Breast, debutara sexualmente de la mano de Ernest Hemingway en un burdel francés, pero también representan muestras de su total displicencia hacia toda figura de autoridad, trátese de policías, políticos o exiliados nazis. Luego de gozar de lo lindo, el fiestero Führer termina siendo brutalmente asesinado por una piraña que le arroja un anónimo asesino a su bañera, devorándole los genitales (las bañeras, fuentes de placer y de muerte en la filmografía de Meyer, como se ve en Supervixens! –en la escena del asesinato anteriormente mencionado de Super Angel– y en Beneath The Valley… –en la escena del “bautismo sexual” de Lamar por parte de una sexy predicadora radial–). Increíblemente y casi sin que nos demos cuenta, terminamos asistiendo a una trama insólitamente complicada para una película de estas características, donde el asesinato del Tercer Reich terminó formando parte de un complejo complot que involucraba a su celosa hija bastarda, Eva Braun Jr., resolución de tintes surrealistas que se enuncia en medio de una secuencia de persecución entre las dos mujeres protagonistas corriendo desnudas por un lago.
La cantidad de elementos visuales y sonoros que dan cuerpo a la poética del director son de lo más variados. Sus formas, como sus personajes y situaciones, son violentas y pasionales. Una escena de sexo en sus películas puede verse invadida de reiterados inserts, interrumpiendo el flujo de la acción aunque no por eso contrarrestando la enorme carga de erotismo presente en ellas. Quizás los inserts de más vuelo que recuerde son todos aquellos que involucran la aparición de la actriz de origen sueco Uschi Digard (una habitué del cine de Meyer) en varios tramos de Cherry, Harry & Raquel! (1970), donde la intermitente irrupción en pantalla de la bomba escandinava nadando desnuda en una pileta se alternaba con las de varias escenas eróticas de la película.
La galería de criaturas de Meyer es amplia y ubican al director en la línea de realizadores que lograron consolidar un grupo de colaboradores de activa participación en cada una de sus películas: Stuart Lancaster y Charles Napier como habituales villanos, varias de sus ninfas de talla extra natural, Francesa Kitten Natividad, Uschi Digard, Haji, Lorna Maitland, todas ellas parte del cofre de tesoros del director, probables hallazgos de su experiencia pasada como fotógrafo de Playboy.
La banda de sonido de sus películas es un cocktail maravilloso que alterna el jazz y el funky, mayormente en las escenas de sexo más festivas (probablemente se trató del único director que supo utilizar adecuadamente el sonido de un saxófon en este campo), el bluegrass y el country (en las escenas más graciosas y paródicas), así como también la música clásica (habíamos hablado antes de la alegre convivencia entre recursos de la alta y baja cultura en sus películas, algo que se extiende también a su uso de la música), la mayor parte de las veces utilizada en un sentido irónico, dotando de un sospechoso aire naif algunas escenas de erotismo lésbico. Vale mencionar que los consoladores ocupan un lugar muy importante –dicho esto sin doble intención– para las mujeres en el cine de Meyer, a menudo supliendo la inutilidad del músculo masculino en el universo del realizador. Los recursos sonoros tienden a ser muy imaginativos, con notorias reminiscencias al cartoon, como puede ser el hecho de utilizar el ruido de un resorte o de un trampolín para aludir a una erección, o la analogía presente entre la música y los movimientos del cuerpo.
Quedan pendientes muchas otras cuestiones: la única incursión de Meyer en el mainstream con Beyond The Valley of the Dolls (1970), producción de la 20th Century Fox con guion del crítico norteamericano Roger Ebert, su fascinante recorrido por la noche de San Francisco, a través del retrato de sus mejores go-go dancers en su documental Mondo Topless (1966), su breve cameo en un episodio de la película Mujeres Amazonas en la Luna, sus incursiones en el western y el melodrama, algún intento de homenaje algo superficial por parte de Quentin Tarantino en Death Proof (2007). Todos ellos, aspectos que sabrán ocupar lugar en otros futuros escotes. Espero que de momento con esto les alcance para introducirse en el explosivo mundo de Russ Meyer.