En el Investigamos del número anterior, a propósito de un recorrido del sexo homosexual en el cine, ya tuve la oportunidad de dar unas breves pinceladas de la obra de Brillante Mendoza. El estreno de su última película en España me permite de nuevo volver a él, ocasión que no he querido desaprovechar para dar a conocer a un realizador que merece una consideración crítica. El festival de Cannes decidió erigirlo en uno de los adalides de la nueva ola filipina cuando nos lo trajo a costas occidentales, seleccionando a concurso Serbis, en el 2008. De esta manera, el certamen le concedía el honor de ser el segundo realizador filipino convocado en su historia, tras un ya lejano Lino Brocka. Un año después, el mismo festival decidió materializar el reconocimiento otorgándole el premio al mejor director por Kinatay. El festival de Venecia, envidioso, decidió quedarse para él la película que nos ocupa. Pero en este caso, no vamos a hablar de sexo, y posiblemente Lola sea una de sus películas más accesibles, aspecto que seguramente justifica que ésta sí haya interesado a la exhibición española (en este caso, Golem), a diferencia de Kinatay que continua inédita. La historia cruzada de dos ancianas, cuyo nexo involuntario será su vinculación a un crimen (una, la abuela del criminal; la otra, de la víctima), más que un retrato de personajes, se erige sobre todo en un satinado e impresionista retrato de Manila, auténtico carácter al cual el film está tributado. Pero en este caso, se nos muestra desprovisto de alegorías vehiculadas en ecosistemas cerrados, que funcionaban como metáforas oblicuas sobre la capital de Filipinas, eje absoluto de su universo fílmico. A través de cámaras digitales de gran movilidad, Brillante Mendoza, como ya hiciese en la parte diurna de Kinatay, decide expandirse y dejarse contagiar por el permanente trasiego de una urbe ruidosa, atosigada, diezmada y saturada.
La excusa de seguir el itinerario de ambas señoras mayores, auténticas matriarcas de unos núcleos familiares deshilachados (líneas genealógicas discontinuas donde el hombre ha perdido su hegemonía patriarcal), le permite a Mendoza dejarse seducir por los estímulos en carne viva que la jungla de asfalto le ofrece, a través de un recorrido por las áreas más paupérrimas de la zona urbana. Como si fuese un turista con ojos expectantes al aterrizar en una ciudad nueva.
Como ya manifestó el surrealista André Breton, el ojo existe en estado salvaje. La afinidad vanguardista de Mendoza pasa por recoger la pulsión del Neorrealismo, en términos indomesticables, para desenterrar el primitivismo de una sociedad anegada en un crisol de lenguas: el tagalo es el idioma ancestral, y como tal el de su pueblo; el español son los restos de un pasado traumático que se resiste a enterrarse, y el inglés como el discurso institucional del presente que permite entrar en el mundo globalizado. Son señales de la esquizofrénica identidad de una organización social que conjuga progreso y retraso.
El director filipino, para enfatizar el carácter de resistencia y bravura de las gentes más humildes, decide ubicar Lola en época de lluvias torrenciales como elemento atmosférico que no solo dota de un determinado clímax emocional a la historia y a sus personajes principales, sino que además sirve de metáfora de las numerosas inclemencias que sufren en su vida diaria, enunciadas de forma tangible mediante la tiranía del dinero (la justicia es una transacción monetaria de mutuo acuerdo). Las hazañas en que ambas lolas (abuela en tagalo) deben enfrascarse para conseguir dinero (una para enterrar al nieto, la otra para tratar de sacarlo de la cárcel, actuando así ambos caracteres como un espejo bifrontal con la misma cara) son la superficie material, y por tanto de registro documental, que actúa en feliz convivencia con la simbólica, como un palimpsesto cautivador, coherente y compacto pero que trasluce sus sustancias opuestas, las cuales convergen en la misma dirección. ¿Realismo estilizado? En absoluto. Sigue siendo igual de implacable en su feroz hiperrealismo. Si Lola tiene una tremenda fuerza atractiva es porque consigue transmitirte una sensación de veracidad, porque apunta al factor emocional. No solo se trata de mostrar, sino de sentir el pálpito de unos seres que el registro documental por sí solo sería ineficaz, dada su finalidad más cerebral. No hay nada más conmovedor que hacer protagonistas a un anciano (o a un niño), refugio y auténtico símbolo de la humanidad que el ser adulto ha perdido en su trasiego existencial. Un primer plano a contraluz del rostro de una de las abuelas, donde las bolsas de los ojos y los surcos de la cara sea la extensión de la pantalla, tiene más fuerza que mil y un subterfugios melodramáticos para tratar de ganarse la adhesión del espectador. La ficción en Brillante Mendoza no es un canto de sirena, no es una trampa fácil para ganarse al espectador. Es una herramienta de persuasión sensorial, pero siempre como un barniz, porque lo que importa es lo real.
En esa sinestesia localiza la vivienda de una de las abuelas en la zona anegada de la ciudad. El agua que todo lo inunda, tal como lo manifiesta el director en el dossier de prensa, es un símbolo de vida y muerte, ya que el agua estancada es un foco de enfermedades. La muerte sigue siendo parte obsesiva del realizador a través de los cortejos funerarios de la víctima, que no por casualidad, se establecen en la misma área. Hábil metáfora de la fragilidad en la que se sustenta el equilibrio de los personajes principales, una auténtica oda a la supervivencia, a pesar de que nunca sople el viento a su favor.
Festival de Venecia 2009. Sección Oficial.
Ficha técnica:
Lola, Filipinas, 2009
Dirección: Brillante Mendoza
Producción: Ferdinand Lapuz
Guión: Linda Casimiro
Fotografía: Odyssey Flores
Montaje: Kats Serraon
Música: Teresa Barrozo
Interpretación: Anita Linda, Rustica Carpio, Tanya Gomez, Jhong Hilario, Ketchup Eusebio, Benjie Filomeno, Bobby Jerome Go
Trailer:
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