La tercera película de Mark Romanek -compañero de generación de directores como Anton Corbijn, Spike Jonze o Michel Gondry, en cuanto una carrera prestigiosa en el campo de los videoclips le ha permitido el salto al cine-, se basa en la espléndida novela homónima de Kazuo Ishiguro, publicada en 2005. Reconozco que estoy fuertemente mediatizado por la experiencia de su lectura meses atrás. Lo que haré a continuación, y no estoy seguro de que lo consiga, es de tratar de darle una entidad autónoma al film, valorarlo en sus propios términos.
La película aunque plenamente norteamericana se disfraza de distinguido aire británico, formalmente frugal, con una cuidada y elegante fotografía mortuoria en tonos fríos, decantándose por la gama del verde, donde el amarillo pierde su luminosidad en complementariedad con las escalas cetrinas, acorde con la modulación lánguida de la letra de Ishiguro y de la indolente aceptación del destino fijado para los protagonistas principales. Un sobrio clasicismo que borra las huellas de su lugar de procedencia y que simula a esas producciones británicas que siempre son seleccionadas por la Academia de los Oscars (ahí tenemos este año El discurso del rey, por ejemplo). Su estilística se ajusta así a los parajes recreados en la obra original, con esa evocación de la serena campiña inglesa, sus pequeñas villas rurales y como centro de gravitación de la memoria, Hailsham, un centro educativo en régimen de internado, cerco de piedra monumental gobernando el paisaje, lugar habitual de la literatura juvenil de Enid Blyton. Si bien, mientras que el Hailsham del film nos hará acordarnos del enclave donde acontecía la acción de El club de los poetas muertos (Dead Poets Society, Peter Weir, 1989), el que construí mientras leía la novela se me asemejaba a la escuela singular de Summerhill, principalmente por su detallada orientación pedagógica (aunque acotada la dirección libertaria), mero apunte en el largometraje de Romanek.
Never let me go opta por narrar una trama clara y precisa para traernos a la pantalla la evocación memorística de Kathy (Carey Mulligan), mujer que a sus veintiocho años decide repasar su existencia, donde juegan un papel importante Tommy (Andrew Garfield) y Ruth (Keira Knightley). Por desgracia, la narración en primera persona que se lleva a cabo fílmicamente responde a su deuda literaria, y menos como recurso para dotar de mayor intensidad e inmediatez a la historia que se nos explica. En ella, el ya mencionado Hailsham será el catalizador para invocar la infancia de este inevitable triángulo amoroso, como así se alza The Cottages para la adolescencia. Unos textos extradiegéticos, donde nos indican los avances de la medicina en los años cincuenta, abren el film para remontarnos a un 1978 alternativo y situarnos en un contexto hipotético. La fábula sentimental está tapizada por leves tonos distópicos de ciencia ficción, adscribiéndose de igual forma a tal como está utilizada en la fuente literaria. El aspecto de indagación prospectiva, enmarcado en un pasado ilusorio, solo es servido para que sirva de alegoría del determinismo que conduce nuestras vidas y cómo nos resignamos a él con escasa capacidad de resistencia (solo muy al final Tommy y Kathy parecen reaccionar, pero en apariencia, ya que lo único que piden es un aplazamiento, nunca la negación de su destino). La condición especulativa solo se fija para constituir a unos personajes que son humanos pero marcados con un fin utilitarista. Ese ámbito existencial que se aplica a la clonación es planteado en similares términos a los que ha indagado el anime japonés, con Mamoru Oshii a la cabeza. Pero lo que en Oshii es la principal sustancia del relato (el clon con plena conciencia de lo que es), en Never let me go, película, solo parece ser un condimento para trazar un aire fatalista a una historia de amor condenada.
Tenemos que decirlo, Romanek naufraga, a pesar de que opte por una gélida aproximación, y como tal, algo inquietante, ya que hablamos de una historia de desarrollo afectivo y psicológico. No consigue embargarte en el sentimiento de desolación profundo que la prosa sinuosa, detallista y a la vez desvaída de Ishiguro lograba instalarte. Siempre había algo extraño que planeaba sobre la superficie, mediante alusiones, fantasías y creencias que no acababan de concretarse hacia una dirección determinada, pero que a la vez nos conformaba una imagen mental de la condición diferencial de los personajes.
Los artífices de la película, frente a la restricción de conocimiento, optan por cerrar el relato, acotarlo y clarificarlo. Se opta por una economía devastadora que reduce a meros apuntes los temas connotativos de la historia, solo justificados en el desenlace, donde el film opta por recrear con mayor fidelidad el pasaje final de la novela. Los tramos de Hailsham y The Cottages no tienen valor por sí mismos, aparte de que se alteran situaciones que pueden irritar al lector del escritor japonés, sino que van engarzados como meros bocetos que justifiquen el final del camino. Pero la esencia de la novela creo que ya se encuentra en Hailsham, y reducir dicho fragmento a unos escasos veinte minutos (servidumbres del cine que obligan a que los actores adultos salgan pronto a escena) ya hiere mortalmente la historia de Kathy. Unos personajes que no acaban de encontrar su entidad (se nos dicta cómo son, nunca se nos permite que los definamos por nuestra cuenta) y donde se desvirtúan fatalmente las pulsiones de un triángulo amoroso, en cuanto Ruth aparece totalmente desdibujada. Su ofrenda final pierde la fuerza e intensidad, porque no se le ha permitido otorgarle el mismo espacio que se le da a Kathy y a Tommy (éste también, todo hay que decirlo, escasamente perfilado, pero su retrato es lo suficientemente concentrado para que pueda ajustarse al descrito en la fuente original).
Soy consciente de que la emoción que se me arranca en el desenlace del film se debe a las reminiscencias inconscientes dejadas por la novela (fracasa pues, ya que jamás olvidamos el referente del que parte); ese pozo de profunda tristeza en la que me sucumbió su lectura, porque soy poseedor de un bagaje de conocimiento adicional, no porque el film lo haya logrado por sus propios medios. Asumo que estamos ante formatos diferentes, que cada una tiene sus propios mecanismos y estrategias, que no se pueden comparar en cuanto la inherencia de cada medio tiene sus propias leyes, no extrapolables de un lugar a otro. Pero como los artífices han optado por la fidelidad y han tratado de transmitir fílmicamente el profundo angst existencial del libro, ellos mismos se ponen en la tesitura de que se pueda enjuiciar en relación a la obra de la que parte. Las intenciones y el espíritu están presentes, pero eso ha supuesto un elevado coste. Cuando se piensa en llegar a todos los públicos se acaba por no llegar a ninguno. Los lectores de la novela van a quedarse defraudados. Los no conocedores de Ishiguro, pero que transitan por obras no descaradamente comerciales, no van a conseguir amarrarse al film, y los que hayan sido atraídos por el cast principal y no son habituales consumidores de este tipo de obras, van a aburrirse mortalmente.
Ficha técnica:
Nunca me abandones (Never let me go), EUA, 2010
Dirección: Mark Romanek
Producción: Alex Garland, Andrew Macdonald, Allon Reich
Guión: Alex Garland (basado en el libro de Kazuo Ishiguro)
Fotografía: Adam Kimmel
Montaje: Barney Pilling
Música: Rachel Portman
Interpretación: Carey Mulligan, Keira Knightley, Andrew Garfield, Sally Hawkins, Charlotte Rampling, Domhnall Gleeson, Andrea Riseborough, Charlie Rowe, Ella Purnell, Nathalie Richard, Izzy Meikle-Small
Trailer:
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