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Boxeo y cine
El hombre miró a Nick y sonrió. A la luz del fuego Nick vio que tenía la cara desfigurada. La nariz estaba hundida, los ojos eran muy finos, los labios tenían una forma rara. Nick no se dio cuenta enseguida, solo vio que la cara del hombre tenía una forma extraña y que estaba mutilada. Era de un color como de macilla. A la luz del fuego tenía el aspecto de un muerto.
“El belicoso”, de Ernest Hemingway
Una vez leí que el boxeador no oye nada cuando está peleando, qué macana, pibe. Claro que oye, vos te creés que yo no oía distinto entre los gringos, menos mal que lo tenía al trompa en el rincón, áperca, pibe, dale áperca. Y en el hotel, y los cafés, que cosa tan rara, che, no te hallabas ahí. Después el gimnasio, con esos tipos que te hablaban y no les pescabas ni medio.
Torito”, de Julio Cortázar
Se sabe que los boxeadores suelen recibir los peores golpes fuera del ring. Que los logros alcanzados dentro del cuadrilátero obtienen una triste contrapartida fuera de los márgenes impuestos por las cuerdas. El boxeo es la disciplina que condensa con mayor poesía y brutalidad varias de las penas que acompañan a los deportistas en sus vidas. La sangre y el sudor son bienes de intercambio, puñados de dólares arrollados en las manos de los desaforados apostadores, párrafos destructores publicados en algún periódico por parte de los cronistas deportivos. El cine supo darse muy bien de la mano con este juego brutal, delineando la sufrida figura del boxeador con una mística particular que se adaptó con total justeza a las más variadas estéticas (con un vértice artístico notorio alcanzado en ese afluente “agenérico” llamado film noir).
La iconografía que el cine adosó al boxeo nos brindó una galería de postales de fácil retención para nuestra memoria. Un simple repaso mental incluirá la figura de un hombre de traje y sombrero que camina en la oscuridad por los pasillos de un estadio, portando en su rostro las vendas y gasas que apenas logran ocultar cortes y heridas todavía frescas, a resguardo de las miradas que se regocijaron por su aparición apenas unos minutos atrás. Esa compañera inseparable de los boxeadores que es la oscuridad solo los abandonará sobre el cuadrilátero, donde las luces de los reflectores, que verán una y otra vez ante cada caída en la lona, inciden sobre cuerpos apenas cubiertos por un par de guantes, unos shorts y el calzado reglamentario. En la esquina aguardan el balde de agua y algunas arengas aguerridas que se pretenden sabias en boca de sus entrenadores. Por fuera del ring, los gritos del público, el fluido de expectativas que corroe el alma de cada apostador. Por dentro del cuadrilátero, árbitros que realizan advertencias, contendientes arrogantes que no aceptan chocar los puños en el inicio del combate, presentadores que anuncian fallos injustos, una chica que sostiene un cartel con el número de asalto. Los diez segundos de la cuenta regresiva, la campana que repica, los relatores observando hacia arriba durante el desarrollo del combate, el humo de los cigarrillos por sobre la cabeza de todos los allí presentes. Los exultantes rostros de un público que emula cada golpe con el cuerpo frente a un adversario invisible. A diferencia de otros deportes como el béisbol y el fútbol americano, la épica propia del boxeo no siempre se reveló como su principal factor de atracción cinematográfico. Son muchas las películas que decidieron enfocar las lentes en otros elementos intrínsecos del ambiente: mafias, peleas arregladas, palizas en un callejón como represalia ante una caída que no se produjo en el round estipulado. También suelen hacerse presentes el deseo del regreso, la evocación de glorias pasadas e irrecuperables, la soledad del vestuario, los golpes a los casilleros, la expectativa depositada en alguna joven promesa, un espejo que devuelve la imagen herida del cuerpo y del rostro. Un entorno hostil, un barrio violento, familias que asumen el rol de managers, parejas femeninas que sufren entre el fervor del público por la suerte de sus esposos arriba del ring.
El gran Robert Ryan puso el cuerpo para encarnar a uno de los grandes mártires del box, el maduro Stoker Thompson, protagonista de El luchador (The Set-Up, 1949), de Robert Wise. Su desprestigiado nombre queda marcado en un cartel publicitario cuando su propio manager frota sobre el afiche la cerilla al encender uno de sus cigarros, marca predestinataria de la suerte que correrá el pugilista durante el desarrollo del relato. Conducido al matadero de los derrotados, bajo los designios de un mafioso apodado Little Boy, Stoker opone su malogrado cuerpo a una derrota arreglada de antemano sin su conocimiento. Cargando con sus treinta y cinco años a cuestas, Stoker opone su propia dignidad a cualquier voluntad ajena y derrota al joven y arrogante Tiger Nelson en el asalto final, desafiando lo previamente convenido por sus matarifes. La economía gestual del enorme Ryan expresa mucho más que cualquier golpe de puño arrojado contra el cuerpo de su contrincante, como cuando su mirada absorbe, en medio del ruidoso vestuario, el destino que le toca en suerte a cada compañero que salió a lidiar con los cuatro asaltos de rigor. Algunos volverán repitiendo el nombre del boxeador que tanto admiran, aturdidos por la paliza recibida segundos atrás. Otros, exultantes, apenas podrán contener su emoción por el triunfo recién obtenido. Stoker aguarda, observa y se ilusiona ante la idea de que su mujer Julie desista de su negativa inicial a presenciar nuevamente su desintegración física en el combate. Traicionado por su manager, Stoker Thompson exhibirá toda su dignidad sobre el ring, pero no logrará preservarla de regreso al hotel donde aguarda la sufrida Julie, al verse atacado brutalmente por aquellos a quienes su victoria perjudicó económicamente. Su lamento final es tapado cruelmente por el jazz de una frenética jam session proyectada en sombra sobre las paredes del callejón. Con su mano para siempre destruida y sostenido por los brazos de Julie, de su boca saldrá una serie de promesas sobre un futuro mejor bajo las luces de neón de un cartel que evoca una tierra de los sueños esquiva e ilusoria.
Otro sufrido pugilista en blanco y negro es Ole Andreson, el “sueco” que interpretó el gran Burt Lancaster pre-viscontiniano en la formidable Los asesinos (The Killers, 1946), de Robert Siodmak. Otrora triunfador, Ole se convierte en criminal luego de autoflagelarse destruyendo para siempre su implacable diestra a puro golpe en la pared, volcando sobre el puño toda la frustración por su desengaño hacia Kitty Collins, la mujer que lo lleva a la perdición para terminar sus días oculto bajo un seudónimo como empleado en una estación de servicio y sucumbir bajo las balas de sus antiguos colegas, en un acto de venganza consumado por la voluntad de su jefe. Sin ser una película estrictamente centrada en el boxeo y partiendo de un breve cuento de Ernest Hemingway, Los asesinos es un todo estilístico, una de las cumbres formales del film noir de todos los tiempos, un relato cargado de fatalismo, con el virtuoso plano secuencia del robo a la caja de la constructora, con el comienzo nocturno en la cafetería, con Edmond O’Brien reconstruyendo el relato de apogeo y caída de Ole a través del testimonio de sus allegados (un agregado del guión ausente en el relato original y que posibilitó su extensión hacia el largometraje), con un brillante tiroteo donde se funden el jazz intradiegético del bar con la modélica música de Miklós Rósza, con la tristeza infinita que se desprende del rostro del debutante Lancaster, con el avistamiento hipnótico de una impresionante Ava Gardner con vestido negro cantando junto al piano, la mejor femme fatale de todos los tiempos.
Las desgracias también alcanzarán al gran Jake La Motta, campeón de los pesos medianos, personificado por Robert De Niro, en la que quizás sea la mejor película de la historia sobre el boxeo: Toro Salvaje (Raging Bull, 1980), de Martin Scorsese. A pesar del brío que apenas puede contener dentro de su cuerpo, La Motta padecerá las autoinmolaciones propias del universo scorsesiano. No faltarán los brazos extendidos hacia las cuerdas en pose de vía crucis, con el halo de luz recubriendo la cabeza mojada del toro del Bronx, quien caerá patéticamente tanto adentro como afuera del ring, convertido en un mediocre, deforme y obeso comediante de stand-up. Envuelto en un blanco y negro de tintes neorrealistas, a través de la formidable fotografía de Michael Chapman, que le brinda espesor dramático hasta al agua que corre por el cuerpo del boxeador, con las luces intermitentes de los flashes fotográficos fuera del ring, con un tratamiento de cámara vertiginoso que transforma cada secuencia de combate en una coreografía plena de virtuosismo y poesía, Scorsese encuentra en La Motta al más emblemático de sus antihéroes y alcanza, a través de la atmosfera del mundo del boxeo, el más potente y emotivo de sus relatos de apogeo y caída deportiva y humana, brindándonos los mejores combates cinematográficos alguna vez filmados. La cadencia de la Barcarola de la ópera Silvano, de Pietro Mascagni, marca el melancólico ritmo del que quizás sea el mejor intermezzo narrativo en una película, un sumario del recorrido profesional y personal del toro del Bronx hecho con fotogramas de cada una de sus victorias que se alternan con imágenes en Súper 8 de su vida familiar junto a su esposa Vickie y su hermano Joey, en una de las cumbres del montaje cinematográfico con la rúbrica de Thelma Schoonmaker, colaboradora de toda la vida del realizador. Y también está la relación entre hermanos más sentida y conflictiva de la que se tenga recuerdo, la de Jake y Joey, signada por la violencia física y verbal, en la más autodestructiva faceta del más autodestructivo personaje del cine de Scorsese.
Si de hermanos y boxeo se trata no podemos obviar a los recientes Micky Ward (Mark Wahlberg) y Dicky Ecklund (Christian Bale) de El ganador (The Fighter, 2010), de David O. Russell, un sólido relato donde un arruinado Dicky es seguido por un grupo de documentalistas de HBO, que están filmando un trabajo sobre su adicción al crack. El proceso de deterioro humano de Dicky se contrapone a los esfuerzos del irlandés Micky (el boxeo e Irlanda parecen inseparables) por consolidarse profesionalmente en el mundo del boxeo en la categoría de peso welter, independizándose de la nefasta influencia de su familia white trash, la cual guarda notorias semejanzas con los desalmados parientes de la malograda Maggie de Million Dollar Baby (2004), otro oscuro relato sobre boxeo marcado por el más triste uso del color verde jamás utilizado en alguna película, donde se conjugaban el fatalismo forzado del guión de Paul Haggis, el lirismo susurrado de Clint Eastwood, la poesía de W.B. Yeats y hasta el sabor del más triste lemon pie. Con un destino menos trágico que el de su predecesora Maggie, el esforzado Micky de El ganador se ve jalonado por los intereses de su familia, que controla cada uno de sus pasos en el ámbito del boxeo profesional. Revelándose como un brillante estratega capaz de asestar un certero golpe a los riñones de sus contrincantes luego de resistir varios asaltos abrumado a golpes por su rival, Micky tendrá que hacerse lo suficientemente fuerte fuera del ring para sufrir los embates de enemigos mucho más cercanos y dañinos que los que suele enfrentar sobre el cuadrilátero. El peor de esos adversarios se verá traslucido en el permanente descuido de Dicky, tutor deportivo de Micky, un hombre que supo caminar por encima de un derribado Sugar Ray Leonard y que ahora pasa sus días arrojándose a un container desde la ventana de un edificio para evitar ser descubierto por su madre cada vez que consume crack.
Stacy Keach, ese actor extraordinario que nunca lo terminó siendo, y un Jeff Bridges cargado de futuro, de rostro limpio, apenas afeado por algunos moretones, se encuentran tomando un nocturno café en un bar de Stockton, Caifornia. Tully (Keach) y Ernie (Bridges) se interrogan sobre la juventud incomprobable del viejo sin dientes que sirve el café. “Quizas sea feliz”, dice Ernie. «Quizás todos seamos felices» sostiene Tully, observando el fondo negro de la taza, para pocos segundos después advertir que todo en aquel mugriento bar se ha quedado estático, detenido en el tiempo ante su mirada perpleja. Tully viene de un triunfo postergado frente a un mexicano que orinó sangre minutos antes de la pelea. Su regreso sin gloria le valió apenas unos míseros dólares. Sin rastros de regreso con gloria alguno en su horizonte, Tully necesita extender lo más que pueda ese diálogo intermitente con Ernie, un joven y prometedor boxeador que descubrió entrenando en solitario y por puro hobby en un gimnasio de Caifornia, y al que ayudó a promover una promisoria carrera. Ernie es alguien que aún está a tiempo de no arruinarlo todo como lo hiciera Tully. Ciudad Dorada (Fat City, 1972) es probablemente una de las películas más melancólicas de la historia del cine, hermosamente setentosa y blusera, y no por nada el mundillo del box es el que liga a cada uno de los abandonados personajes de esta grandiosa película de John Huston (entre ellos, la alcohólica interpretada por Susan Tyrrell).
La habitual esterilidad narrativa de Ron Howard y la tendencia señalizadora del muy mediocre guionista Akiva Goldsman (El código Da Vinci, Una mente brillante) le restan fuerza y emotividad al periplo del irlandés James Braddock, apodado el hombre Cenicienta, a quien convierten en una burda metáfora de la reconstrucción de la Norteamérica posterior al crack financiero de 1929 en El Luchador (Cinderella Man, 2005). Con una zurda forjada a pura faena portuaria, Braddock se convierte en campeón del mundo y en el elegido de la gente sin tener el dinero para pagar la calefacción de su hogar, adquiriendo cierta conciencia social tras su labor en los muelles bajo el crudo invierno, donde se familiariza con los esfuerzos sindicales de una empobrecida clase media librada a los vaivenes económicos de la que se convertiría en la principal potencia del mundo pocos años después. Son la elegancia interpretativa y el porte clásico de Russell Crowe, sumadas a la redondeada expresividad de Paul Giamatti las que contribuyen a delinear con el suficiente espesor dramático la emocionante remontada deportiva y humana de Braddock en su regreso con gloria al ring, como si la historia de un gran peleador pudiera reponerse aún a los embates de la impericia de los realizadores.
Podría seguir trazando un arco cromático de boxeadores bastante extenso y cuyos gradientes incluirían tonalidades como las de Buster Keaton, el conejo Bugs Bunny, el tigre puntano, el Mono Gatica (gran relectura en clave mitológica, peronista y popular firmada por Leonardo Favio en la argentina Gatica El Mono) y hasta las del hip-hopero y chatarrero Atom, el feliz robot emulador de movimientos comandado por Hugh Jackman y su hijo en la muy emocionante Gigantes de acero (Real Steel, 2011), de Shawn Levy.
El matrimonio entre el boxeo y el cine se muestra vigente y saludable, y en la medida en que reafirmen sus lazos, sus puños seguirán chocando una y otra vez, otorgándonos muchos más combates plagados de derrotas y sufrimientos, pero por sobre todas las cosas, brindándonos los más grandes triunfos cinematográficos.
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