Series de TV
True Blood
El lema It’s Not TV. It’s HBO define de manera clara la política de esta cadena de televisión por cable norteamericana, que basa su programación en producciones propias, primando la calidad a la popularidad. Pese a ello, la mayoría de estos shows han gozado incluso de un gran reconocimiento posterior tanto por parte de la crítica como del público. Sirvan de modelo series como The Sopranos, Band of Brothers, Carnivàle o Six Feet Under.
Tomando como garantía el sello del oscarizado guionista Alan Ball (American Beauty), Home Box Office estrenó en septiembre del pasado 2008 su último producto. Tras su éxito con la serie de culto Six Feet Under, Ball presentó True Blood (mal traducido al español como Sangre fresca), un intrigante drama de vampiros que trata de huir del género de terror.
Una inquietante cabecera, que monta secuencias de gran impacto visual al compás del tema country Bad Things de Jace Everett, sirve de prólogo a una historia ambientada en un presente ficticio, en el que la raza humana convive con una incipiente comunidad vampírica. Gracias a la sofisticada elaboración de un tipo de sangre artificial por parte de científicos japoneses, que se comercializa como bebida para vampiros, los cuellos de los humanos no se encuentran tan amenazados. En este universo paralelo al real, en un pequeño pueblo de Luisiana, vive Sookie Stackhouse (Anna Paquin, ganadora del Globo de Oro a la mejor actriz protagonista de serie drámatica en 2009), una joven camarera que quedará prendada del primer vampiro que llega a la localidad.
Partiendo de esta premisa inicial, se intuye un relato de chupasangres poco convencional, que está basado en la colección de novelas Sookie Stackhouse de la escritora Charlaine Harris. No se trata de la típica fábula de terror banal y simplista (del tipo de Buffy the Vampire Slayer), sino, al modo de Six Feet Under –aunque ésta sea más reflexivo-interactiva para el espectador–, de una emotiva historia cuyos puntos fuertes son la acción/reacción de las relaciones sociales y la evolución psicológica de unos personajes que acusan esa forzosa coexistencia de mortales y muertos. Este conjunto relacional y sus efectos ponen de manifiesto la intolerancia y la malicia de una sociedad que no necesita a los vampiros para corromperse; de manera innata, los humanos pueden ser mucho peores que ellos.
Para justificar este enunciado, Alan Ball nos presenta una renovada versión del clásico cuento infantil de El patito feo, aquí encarnado en las figuras de la virginal e ingenua Sookie y de su nuevo amigo, el siniestro vampiro Bill Compton (Stephen Moyer). Ambos son rechazados por los suyos por juntarse con los otros. Si el actual mundo globalizado presume –desde una sutil hipocresía– de haber superado el problema del racismo, la serie se encarga de remitirnos a la triste realidad con la metáfora de los vampiros. Personajes como Tara o Lafayette cubren la cuota representativa de las minorías –raza negra, marginalidad/conflictividad, homosexualidad–, satisfaciendo de algún modo, en lo que se refiere a corrección política, a esas familias televidentes ordenadas y decorosas que podrían atisbar la serie como un producto excesivamente transgresor, y que no colaborarían al incremento de la audiencia semanal.
True Blood retrata, pues, con gran fidelidad, esa sociedad rancia de la América profunda y pueblerina anclada en el pasado, de esos bares de carretera regentados por un pseudocowboy paleto donde sólo atienden mujeres sexis, para goce y disfrute del parroquiano asiduo, un gañán macarra y maleducado. En oposición a este cuadro social obsoleto, y buscando la mayor verosimilitud posible, encontramos unos nuevos congéneres sobrenaturales –y no hablo sólo de vampiros– que emulan con sus habilidades la única gracia que Tim Kring plasmó en Héroes: unos superpoderes que, por sí mismos, se valdrán para construir la acción.
Como era de esperar, los recurrentes –y casi obligatorios– tópicos vampíricos (la sensibilidad a la plata y al sol o la imposibilidad de entrar donde no hayan sido invitados, por ejemplo) no han sido eludidos, más por ocupar un lugar estable y asentado dentro del ideario comúnmente aceptado sobre mitología de terror, que por falta de imaginación de Ball, quien, sin embargo, sabe darle un nuevo aire al entorno vampiresco con la inclusión de una escala jerárquica y de un «código normativo» de la especie.
La delgada línea que separa el romance entre Sookie y Bill del burdo culebrón al uso del reciente film Crepúsculo (comentado en la sección de Críticas) está meticulosamente estudiada. La tensión sexual entre el paliducho galán y la bobalicona camarera (que parece alcanzar un éxtasis místico con sólo verlo) va creciendo en cada capítulo, hasta el momento en que nos asaltará la duda de si tan intenso amor culminará con sexo salvaje o, por el contrario, con la marca de un impetuoso y sangriento mordisco.
True Blood también escapa del patrón establecido por las actuales series estadounidenses en cuanto al tratamiento y la concepción de los personajes. En lugar de una coralidad protagonista –y un reparto multirracial–, tan sobada hoy en día, se ha optado, más a la antigua usanza, por una participación casi exclusiva de una pareja principal, relegando a los secundarios a un plano más exiguo, si cabe. Esta ausencia de tramas alternativas podría ocasionar un empobrecimiento de la acción global, que quedaría limitada a las vicisitudes de los amantes, exponiéndose al peligro de volverse empalagosa. No se puede negar que, en ocasiones, la serie roza la sobredosis de caramelo, pero goza de una panacea infalible que siempre le permite remontar el vuelo: una narración capaz de contagiar incomodidad, que se torna angustia vital en cada plano poblado por vampiros, entretejiendo una acertada y concienzuda selección, limitada pero fecunda, de tramas secundarias de interés, como son los múltiples asesinatos, el exorcismo de la madre de Tara o la adicción de Jason a la sangre de vampiro –riámonos de las drogas sintéticas–, que impiden el abandono de la pantalla por aburrimiento.
Una primera temporada, en 12 episodios, combinó el drama social y romántico con el mejor thriller, obteniendo un brillante y compensado cóctel. Entre el inminente estreno sexual de la protagonista y el hecho de que puedan existir vampiros de confianza –aunque sólo sepamos de uno o de dos–, Ball introdujo una emocionante investigación policial en torno a una serie de homicidios en cadena, acaecidos en extrañas circunstancias –dejando un enigmático cliffhanger de cara a la segunda temporada, que en EE.UU. se estrenará en el próximo mes de junio–. Si se estudia este último aspecto, junto al hecho de que los vampiros son criaturas difuntas, y se toman como muestras comparativas el ambiente en que se desarrollaba la serie protagonizada por los Fisher y el final de American Beauty, es evidente que, para Alan Ball, la muerte es un tema obsesivo que nunca abandona su mente.
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