Críticas

La autoridad del sentimiento

Banda aparte

Bande apart. Jean-Luc Godard. Francia, 1964.

La empresa puesta en marcha por los representantes de la Nouvelle Vague consistía, fundamentalmente, en hacer un cine personal, lejos del mercantilismo que dominaba el panorama americano. Para ello, era preciso dotar a la obras de un espíritu y un estilismo propios. Dentro de estos cineastas, Jean-Luc Godard fue uno de los más contestatarios, al aplicar a su cine una experimentalidad extrema, pero revolucionaria, muy imitada a posteriori.

Atraído por la estética del cine negro clásico de directores como John Huston o Fritz Lang, entre otros, Godard quiso reformular esta categoría en su ópera prima, la estimulante Al final de la escapada (A bout de souffle, 1960). Trasladó la acción a París, acción que muda de género, o mejor dicho, se nutre de otros, fusionando el tradicional thriller con el melodrama social. Godard retomaría esta novedosa noción subjetiva del suspense noir (que surgiera en Francia con anterioridad a la Nouvelle Vague, a raíz del primer cine negro americano) en Banda aparte (Bande à part, 1964; basada en la novela pulp homónima de Dolores Hitchens), esta vez salpimentándola con una desenfadada y paródica comedia.

Frantz (Sami Frey) y Arthur (Claude Brasseur) son dos jóvenes que planean un robo tras conocer en unas clases de inglés a Odile (Anna Karina), la atractiva sirvienta de un matrimonio millonario. Entre los tres muchachos surge un triángulo emocional complejo, cuyos resultados derivarán de sus muy diferentes personalidades. Frantz es un chico correcto, comedido y prudente. Arthur, por el contrario, es un descarado gamberro muy seguro de sí mismo. Y Odile es una enamoradiza e ingenua soñadora. Con tal psicología, sólo cabe un tipo de relación al intentar formar cada pareja posible: los chicos están juntos por el plan; la chica deseará al primero que la seduzca; Frantz ama a Odile, mientras que Arthur sólo la chuleará por el interés.

Una vez que define con detalle a su trío protagonista, Godard establece su sello de autor a través de un estrafalario e insólito juego de comunicaciones. Los personajes se salen por la tangente constantemente, con sorprendentes reacciones disparatadas y absurdas, cuyo objetivo es el escabullimiento del valor del atraco. La exagerada cotidianeidad de la historia, presenta la intriga que implica un plan de robo desde la intrascendentalidad de las relaciones humanas ordinarias -máxime las juveniles-, mediante el día a día de una gente vulgar y corriente. Para comprender mejor este batiburrillo de movimientos repentinos, un narrador omnisciente contribuye completando los huecos del puzzle -pensamientos de los jóvenes- para los que el espectador no tiene piezas. Aquél, en un primer momento se somete a los personajes, dejando que las imágenes expliquen los sentimientos, permitiendo que el público fije la atención en las miradas y los gestos de los intérpretes (en la clase de inglés); más tarde, el cronista de la historia se limitará a ofrecer un descriptivo recital lírico, tomando ahora el mando y poniendo a los personajes a su servicio para esclarecer y demostrar las sensaciones que emanan de cada acción (como en el baile del bar).

El impacto que ocasiona en el público la recreación de la vida diaria, tal cual es, junto a la humanización de los gángsteres -la caricaturesca representación de la figura del outsider personificada en dos intrépidos chavalillos que aparentan lo que no son, con su atuendo y complementos de mafioso y conduciendo un Simca descapotable- en la pantalla, sirvió entonces de alegoría reivindicativa de la política de autor: el cine comercial estaba deshumanizado, lleno de repetitivos clichés y estereotipos trillados que volvían artificial cualquier gesto por inusual que fuera, llegando a ser comúnmente aceptado como un símbolo o acto convencional.

Banda aparte pretende ser un espejo de la realidad, a través de sus abundantes y banales conversaciones que destilan una esencia de autenticidad vital, diálogos de poca profundidad, a veces metafóricos, en los que no es imprescindible -ni tan siquiera importante- todo lo que se dice para el avance de la narración, pero sí para una historia que procura antojarse cercana y posible. La trivialidad de algunas conversaciones es tal, que incluso el director juega con el silencio, en ese minuto recortado en que los personajes deciden callar, apagando toda fuente generadora de ruido en el ambiente. La canción que entona Odile al regreso de su cita con Arthur resume este estilo de legitimidad fidedigna que busca el film: la sociedad es un conjunto de individuos que se conforman con poco; la existencia, en sí misma, es frívola y liviana. Así son Frantz y Arthur, que toman la vida como un juego. Nada les importa. Sus continuas bromas dan una idea de su pasotismo y dejan entrever una actitud mezquina ante todo aquello que desmerezca su interés. De pronto, esta estrecha unión se ve amenazada por la llegada de Odile que, ejerciendo de disolvente, divide y enfrenta las posturas de los dos amigos: Frantz comienza a amar; Arthur se vuelve codicioso. Pero al mismo tiempo, el encuentro entre Odile y los chicos supone el abandono de la infancia por parte de ésta, que pasa del temor a las regañinas de su ama, a intentar robarla; de montar en bicicleta, a viajar en un deportivo.

Como dije antes, la película trata de aunar dos géneros para armar uno nuevo. Las transiciones entre ellos son reconocibles por bruscas permutas de tono. Cuando la pareja de camaradas ocupa la pantalla el tono es cómico, abandonando la complicidad y las risas al tornarse dramático/romántico en cuanto la chica asoma la cabeza. Es paradójico que la aparición del personaje más alegre introduzca la seriedad y la cordura en las escenas, pero responde al incremento de la tensión en el triángulo. Esta incertidumbre se sabe aparentar casual por un extraordinario trabajo actoral, cuyas espontáneas interpretaciones generan desconfianza y duda acerca de un eventual empleo de la que, sin ninguna duda, sería una acertadísima improvisación. El thriller sólo se atisba en el último tercio del film, cuando por fin se lleva a cabo -o, al menos se intenta- un robo que parecía olvidado, pero, debido a la falta de pericia de los asaltantes, la cinta vuelve a caer en la comedia fortuita.

Godard filmó, con una impecable fotografía en blanco y negro (de Raoul Coutard), grandilocuentes planos parisinos que saben descubrir la belleza de las calles más decadentes, haciéndolas pasar por un escenario preparado al efecto del rodaje de un film noir. Imágenes del noble y apacible cauce del Sena o de la majestuosa fachada del Louvre (que se publicita gratuitamente en la escena de la visita exprés al museo, rescatada por Bertolucci en The Dreamers, 2003) se encadenan en un atípico montaje poético que respondía a la incipiente tendencia de la teoría de autor, alternando panorámicas ilustrativas con travellings de seguimiento de la acción; combinando los primeros planos de las expresivas miradas, con planos secuencia del malogrado hurto. Los interiores también denotan magnificencia, pero desde una cierta austeridad minimalista. Las estancias de la casa objeto del saqueo -que más que una mansión, es un caserío campestre- son amplias y diáfanas, apenas ornamentadas, pero de una luminosidad y blancura indicadora de que, al igual que la pureza de Odile, van a ser corrompidas.

La gallardía y la elegancia que se desprenden de la banda sonora jazzística -de poderosa influencia en la Nouvelle Vague– de Michel Legrand, contribuyen a la creación de una atmósfera delicadamente oscura y de aroma culto, que Godard riega con referencias literarias a Shakespeare o Jack London, por citar algunas. Esta particular práctica formal -y la del movimiento, en general- ha sido emulada en infinidad de ocasiones. Viene a cuento destacar la innegable devoción que demuestra Quentin Tarantino hacia Banda Aparte (título con el que, además, nombró a su productora), al brindarle su particular homenaje en Pulp Fiction (1994), donde se pueden enumerar los elementos exprimidos, junto a una clara referencia a las novelas pulp: la cafetería trasladada a la América de los 90, una chica objeto de deseo, un matón aficionado y, por supuesto, la uniforme coreografía que se desfigura en un twist ochentero. Hal Hartley también realizaría su interpretación personal de esta danza en la delirante Simple Men (1992).

Para justificar un final evidente y anticipable desde casi el comienzo, Godard fingió una burla de los happy ends hollywoodianos, volviendo a dejar claro el paradigma revolucionario que postulaba la Nueva Ola francesa. Ésta, como tantas otras películas del grupo de Truffaut, Resnais, Chabrol, Rivette o Rohmer, fue considerada un atrevimiento pretencioso de un grupo de bohemios pedantes. La influencia que estas filmografías han generado hasta la actualidad han enmudecido esas bocas, demostrando que se podían contar buenas historias desde la sencillez que comportaba el desprendimiento de los grandes estudios y, lo que es más importante, al mismo tiempo, servir como modelo de originalidad artística.

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Ficha técnica:

Banda aparte (Bande apart),  Francia, 1964.

Dirección: Jean-Luc Godard
Guion: Jean-Luc Godard (de la novela Fool's Gold de Dolores Hitchens)
Producción: Anouks Films, Orsay Films
Fotografía: Raoul Coutard
Música: Michel Legrand
Reparto: Anna Karina, Claude Brasseur, Sami Frey

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