Libros:
Conquista de lo inútil (Eroberung des Nutzlosen)
Título: Conquista de lo inútil (Eroberung des Nutzlosen)
Autor/es: Werner Herzog
Editorial: Blackie Books.
Año: 2010
La mejor definición de Conquista de lo inútil, la da el propio autor, el cineasta Werner Herzog: Por motivos que desconozco, durante largo tiempo no me fue posible siquiera leer el diario que había escrito durante el rodaje de Fitzcarraldo. Hoy, veinticuatro años más tarde, me resulta fácil, aun cuando técnicamente no ha sido sencillo descifrar mi propia letra, que entonces tenía un tamaño microscópico. Estos textos no son un informe de rodaje -éste apenas se menciona-, y son un diario sólo en el sentido más amplio. Se trata de otra cosa: más bien paisajes interiores, nacidos del delirio de la jungla. Pero tampoco de eso estoy seguro.
La edición preparada por Blackie Books reproduce, entre sus páginas, los delirios y las certezas que rodearon al autor durante ese internamiento en el Amazonas, donde debía llevarse a cabo el titánico recorrido de un barco desde el río hasta el medio de la selva.
Si existe un cineasta del exceso, de la furia, del peligro -tan parecido a la apabullante presencia de la naturaleza salvaje de la jungla-, ése es Herzog. Nada tan semejante al delirio y a la aventura, a la quimera y a la hazaña.
Saber qué pensamientos rondaban al director de Fitzcarraldo en el trajín del rodaje, en sus horas de descanso, en el interior de la selva, se vuelve un ejercicio voyeurístico cuando se lee Conquista de lo inútil, como sucede con cualquier diario personal. Pero aquí hay algo más que los pensamientos íntimos volcados en el papel para que no perturben el sueño. Hay un ejercicio narrativo que, por momentos se convierte en crónica y, en otros, en poesía. Estos escritos dejan palpar el cerebro afiebrado de un hombre que sueña con ser el dueño de los destinos de sus personajes y locaciones para lograr plasmar en la gran pantalla la odisea de otro loco que sueña con la grandeza.
Herzog dixit:
Iquitos, 19-7-80
En Belén, lugar que me atrae una y otra vez sin razón, una mujer vendía sopa que servía de un gran caparazón de tortuga. Un viejo chino, sentado en un portal allí cerca, movía la mano enérgicamente, como si tirara de un hilo que saliera del interior de su ojo. Estaba loco, por lo tanto muy alejado de las costumbres humanas, y tan absorto en aquella exclusividad extrema que no sólo atrajo mi atención, sino la de todos los que tomaban la sopa de la mujer. Como forzados a ello, todos lo mirábamos con disimulo, avergonzados de que alguien pudiera sorprendernos mientras lo observábamos. Nunca he visto nada que se acerque a la intensidad con la que se sacaba aquel hilo imaginario del ojo, y cuando luego he pasado delante de él con la moto, ha levantado los ojos lentamente y me ha mirado de modo tan penetrante y con la cara tan llena de locura que he sentido miedo. Perseguido por su mirada, en el camino he perdido la canasta de mimbre que llevaba amarrada a la parte trasera de la moto y no me he dado cuenta. Pero tampoco he querido regresar a buscarla. El cielo se ha puesto negro y rutilaba, mudo, por los rayos lejanos. Al llegar a casa he metido todo lo que estaba tirado fuera. El cielo incuba una batalla colérica, el cielo trama algo oscuro.
Han pasado veinticinco años desde que el diario fue escrito. Hoy se lee desde la perspectiva, con la mirada puesta en el resultado de Fitzcarraldo, como obra fílmica inolvidable, y el asomo a su autor, que se desnuda frente a la inconmensurable selva que ha elegido como locación.