Series de TV
Glee. Un mundooo i-deaaaaaal
Las creaciones televisivas de Ryan Murphy se han sustentado firmemente sobre unos sujetos de personalidad divergente que deben enfrentarse a diario con los conflictos morales que les atormentan. En la políticamente incorrecta y rebosante de cinismo Nip/Tuck, la lucha ética residía en el contraste entre la frivolidad del consumo de la cirugía plástica, frente a la dimensión subjetiva de los sinsabores derivados del oficio. En la serie de culto Popular, el choque se producía entre dos universos personales incompatibles que, un buen día, se veían obligados a convivir. Y finalmente, en la flamante Glee, la antítesis se halla entre los roles sociales convencionales previstos y la trayectoria «desviada» de insurrección que plantean los sueños íntimos.
El visionado de esta última sitcom musical implica aceptar una invitación a fantasear acerca de todo aquello que alguna vez quisimos ser o hacer y, ya fuera por desgana, por una baja autoestima o por demasiado apego al racionalismo, terminamos desechando. Dentro del ya clásico contexto estudiantil norteamericano -cuesta creer que, para tratarse del primer país desarrollado, su jerarquía obsoleta no haya sufrido cambios en más de cuarenta años-, Glee explota la historia de los diferentes: un conjunto de individuos que se salen de lo común. No manejemos el término «perdedor» (imagen recurrente con la que la comunidad retrógrada donde se mueven justifica sus comportamientos durante los primeros capítulos), sino el de outsider, para aquellos que nadan contracorriente desafiando los pactos que la sociedad ha marcado. Saben que incumplirlos conlleva un pago muy caro (para empezar, con granizados de uva derramados en sus jetas), cobrado mediante perpetuas persecuciones en una edad donde la filosofía íntima aún es frágil y penetrable. Mas, desde los guapos a los feos, pasando por los raros y los macarras, el coro de la escuela es aquel lugar donde todos se transforman y la barrera social entre los chicos populares y los pringaos se disipa, hermanándose y hasta enamorándose entre ellos. Como cantaban Los Inhumanos: no hay problema, ponte a reír…
Que la premisa de partida plantee un escenario tan caprichosamente inverosímil provoca que la serie enseguida adolezca de un surrealismo muy especial; los acontecimientos experimentan giros bruscos que suponen una escueta limadura de imprevisibilidad dentro de una lógica muy recta -o que, por lo menos, debiera serlo-. Precisamente, una de las grandes virtudes de Glee reside en su humilde plano argumental. Se gusta, aún proponiendo una historia insustancial que, en frecuentes descuidos, abuse de la noñería, y el guión incluye unos bien repartidos golpes de efecto y precisos artefactos varios (p.e., el club del celibato o la entrenadora de las animadoras, una despiadad némesis del coro) que operarían como factores sine quanum en el probable éxito del título. Es una lástima que ese inmenso potencial sinvergüenza latente, que bien serviría para desmarcarla de la línea impuesta por engendros de consumo adolescente como High School Musical, no haya terminado de arrancar; démosle tiempo.
No obstante, también en el modelo narrativo se halla su principal defecto. Los conflictos de cada episodio se perciben gemelos. Suelen rondar en torno a la viabilidad del, a menudo, malogrado coro y su inminente destrucción (por las idas y venidas de unos chavales que nunca tienen las ideas claras) o, por otro lado, recalcan la marginación que sufren sus integrantes, casi todos anexos a minorías sociales. Esta todavía embrionaria reiteración podría llegar a reventar, mermando el share de una serie, cuyos guionistas sudarán sangre en próximas temporadas, para indagar sobre los escasos vericuetos sin plasmar en la trama diaria de una actividad extraescolar que no alcanzará a dar mucho más de sí.
En una maniobra de sincero optimismo, hemos dejado para el cierre del artículo el análisis del componente fundamental y grandioso de Glee, el mismo por el que incluimos su reseña es este número, que es, evidentemente, la música. El propio Murphy es el encargado de seleccionar el amplio directorio de temas de ayer y de hoy de estilismo heterogéneo, que entonará un revelador elenco de soberbias voces, exhibidos en deslumbrantes performances coreografiadas -resulta muy complicado toparse con alguna mediocre-. Incluso, las cortinillas vocales de transición contribuyen a malear un género que se redescubre accesible para todo tipo de públicos. Es importante la cuestión del fenómeno creciente que ya se está generando en torno al serial, materializándose, por lo pronto, en la confirmación de una futura gira de conciertos a cargo de los actores protagonistas. Ojalá, realities de la talla de Fama u OT dedicaran ese ímpetu sacrificial de base falsaria, pretendido como medio para obtener el (¿inesperado?) éxito (de realidad gris), a cultivar una cantera destinada a la perpetración de productos tan atrevidos y estimables como éste.