Los sueños pueden ser un material fértil como génesis de un largometraje. Así lo fue en Ingmar Bergman para El silencio (Tystnaden, 1963), que nació de uno que tuvo el cineasta. Pero en el caso de Francis Ford Coppola rogamos encarecidamente que se olvide de los suyos, visto el resultado.

El día que vayamos a Sitges y no nos encontremos una película de este corte nos preocuparemos. Porque uno de los rasgos distintivos de este festival especializado es encontrarse con un tipo de películas que nunca rebasarían los criterios de selección de otros certámenes.

En la rica cosmogonía sobre el mito del vampiro, la aportación de Shunji Iwai pretende distanciarse de las coordenadas del arquetipo ficticio, para insertarlo como una fantasía cultural que emulsiona la disfunción de su personaje principal, Simon, un profesor solitario y retraído, con una doble vida.

El apocalipsis en clave intimista y circunscrito a una pareja de la mano de un sosegado Abel Ferrara, recién venido del Festival de Venecia.

Nos situamos en una villa siniestra entre frondosos bosques, llena de cierto oscurantismo, supersticiones y secretos. Un paraje marcado por un misterioso crimen que tuvo lugar en la retirada granja de los Danner, donde fueron asesinados todos los miembros de la familia junto con la criada.