Críticas
El año que mis padres se fueron de vacaciones
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Cuando uno es introducido, pongamos por caso, en el núcleo familiar de su pareja, para no levantar resquemores que puedan manchar la primera impresión, es aconsejable no hablar de fútbol, religión o política.
Cao Hamburger se olvida de este consejo y habla de todo ello pero en voz baja. Lo vehicula a través de un drama intimista y sentimental en São Paulo, en 1970, fecha en la que la selección de Brasil ganó la copa mundial. Para ello, con un atisbo de añoranza pero con un sentimiento agridulce, nos cuenta la historia de Mauro, un niño de doce años que debe pasar todo ese año lejos de sus padres y en compañía de su abuelo. La situación política y dictatorial obliga a sus padres a apartar a su hijo de ellos temporalmente, mientras que el azar funesto, provocará que nunca llegue a encontrarse con su abuelo. Ello deja a Mauro en manos de la comunidad judía a la que pertenece el abuelo, donde será cuidado principalmente por el vecino, un señor de avanzada edad, reticente a ello, pero inducido por el rabino de la comunidad, ya que ven en la situación en la que se encuentra Mauro, paralelismos con la azarosa biografía de Moisés.
Si el fútbol está omnipresente a través de la afición de Mauro y la religión se nos muestra con un costumbrismo que se convierte en el pincel que nos pinta el lienzo paisajístico, la política es ese fuera de campo que es imaginable y evocado ante ciertos comportamientos extraños de los adultos o de fugaces situaciones de represión que son presenciadas por Mauro. La dictadura que sufría Brasil desde 1964 empuja los bordes de la representación ficcional y agrieta dichos muros para establecer a través de la alusión, de índices y de metáforas su presencia en el relato.
La postura adoptada es la de bajar unos centímetros el punto de vista, y establecerlo desde la mirada cognitiva y perceptual de Mauro, un niño de doce años. Si unos títulos introductorios nos sitúan al principio del film en la situación que a continuación se nos va a presentar, el espectador estará destinado a ver las cosas como si fuese Mauro. Una opción que puede recordarnos la serie Aquellos maravillosos años. Podemos pensar que cae en una nostalgia sentimental semejante, aunque aquí, el duro contexto social y personal que vive nuestro protagonista minimiza los efectos de los mecanismos de la morriña que hacen creer que cualquier tiempo pasado fue siempre mejor. El fútbol y la victoria de Brasil en la Copa actúan de catalizador dulcificador de un año clave y decisivamente doloroso para Mauro. No obstante, esta pátina entrañable sí que guarda estrechas conexiones con el film Kamchatka (2002) donde Marcelo Piñeyro nos mostró la dictadura argentina de forma indirecta y desde el punto de vista de Harry, un niño de diez años.
Esta opción no esquiva caer en los territorios comunes de películas de la infancia: el primer amor (Hanna), el despertar al sexo aunque sin el onirismo un tanto bizarro del Federico Fellini de Amarcord (1973) o Léolo (Jean Claude Lauzon, 1992). Todo en este film es suave, de líneas amables. Y como si quisiese establecer una sinécdoque al centrase en un barrio judío de São Paulo acostumbra a utilizar abundantes primeros planos y planos detalle entendiendo que la visualización de cada parte contribuye a la percepción global. De la misma manera, el retrato de una comunidad determinada le permite alcanzar la estampa general de toda una ciudad o un país.
También hay un esfuerzo por realizar un trabajo compositivo en el que las figuras aparecen visualizadas desde ángulos inesperados, ya sea desde el reflejo de un armario, o desde el mismo auricular del teléfono, estableciendo la presencia de la otra persona en el espacio en una esforzada labor de puesta en escena. Precisamente con la intención de simbolizar esos fantasmas de la dictadura, esa figura que atenaza de forma espectral.
Y aunque el deporte y el cine no acostumbran a ser buenos amigos, aquí el fútbol nos aparece como signo identitario cultural de un país. Son reiterativas las escenas alternadas que celebran la victoria de Brasil: el rabino y sus allegados, las mujeres o la gente en el bar para enfatizar cómo el deporte rey en aquel año era un signo de cohesión y a la vez una válvula de escape donde la gente alcanzaba momentos de felicidad en un entorno áspero provocado por la represión y la falta de libertad de expresión de un gobierno dictatorial.
Mauro en su infancia está como en una burbuja y aunque siente sensación de abandono y denota comportamientos extraños no es capaz de conceptualizar con exactitud lo que está pasando. No es capaz de discernir la magnitud de la gravedad de la situación. Se siente desamparado, pero a pesar de ello, vive soñando con el fútbol y se aferra a su entorno más inmediato, las familias que le cuidan, Hanna, los amigos de ella, etc. Es, en cierta manera, lo que sucedía en La vida es bella (Roberto Begnini, 1998), en la que el padre trata de hacer creer al niño, mientras están en el campo de concentración, que aquello es un juego, para así, preservar la inocencia de la infancia. Precisamente esa ingenuidad es lo que salvaguarda a Mauro de ser consciente del grave peligro que corren sus padres.
Mauro recordará lo que comentaba su padre de la figura del portero en la alineación y será con dicha figura con la que se identificará. Ni con Pelé ni con Tostao, las estrellas de la selección. Y es que el portero es un jugador diferente, porque mientras que los demás pueden cometer fallos, el portero no. Está allí solo en la portería esperando lo peor. Y si su padre siempre llegaba tarde a todos los sitios, entenderá cual es la figura del exiliado, aquel que de tardar tanto, nunca llegó.
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