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Banquetes grotescos: La gran comilona, de Marco Ferreri
“En mi relación de amor con la cocina no tengo mediaciones ni prescripciones: soy el creador de la escena y su ejecutor, el demiurgo que transforma las inertes palabras de una receta en una sabrosa y colorida realidad (…).
La mía es una cocina de arte. La sufro como pocos. Por eso también atribuyo una fundamental importancia a la escenografía que la acompaña, a la atmósfera que la rodea, a todo ese flujo de sensaciones agradables que llegan de la memoria o del ambiente y que asaltan con prepotencia el plato que uno tiene delante, enriqueciéndolo con antiguos y novísimos significados“.
Ugo Tognazzi. Prólogo de El glotón.
“—¿Por qué el público va a al cine?
Antes es preciso considerar: ¿qué es el público? ¿Qué es lo que se pretende cuando se dice «el público» en general, las masas? Su composición es muy heterogénea. Hay quien va al cine a ver el espectáculo, el circo; hay minorías que acuden por una cuestión de moda o de interés por un elemento determinado; hay quien va en busca de una evasión personal… En cualquier caso, se trata de devoradores de sombras.
—¿Cree que la televisión acabará sustituyendo al cine?
No. El interés por el cine sigue vivo, porque ir al cine no es solo una forma de ver películas… Hay todo un ritual: salir de casa, ir al bar para tomar un café antes de sumergirse en la oscuridad para ver las sombras de hombres y mujeres moviéndose en la pantalla. El cine es la aventura… Y la televisión, no. La televisión es la estática del hogar. A mí no me gusta estar encerrado, tengo que salir, y el cine está afuera, afuera…”.
Marco Ferreri. Entrevista realizada por Maruja Torres. Barcelona, 1974.
1. Antipasto
Aparte de una inimputable pasión por los alimentos, a los que admitía contemplar con delectación religiosa por las cuatro ventanillas de la enorme heladera de su casa, en las palabras de Ugo Tognazzi resulta posible apreciar el pleno hedonismo con el que su autor asume su relación con la comida, detalle que también se hace presente en la película que el actor italiano evoca en el tercer capítulo de su libro El Glotón: La gran comilona (La Grande bouffe, Marco Ferreri, 1973), donde describe no solo los pormenores que rodearon al particular rodaje de este film (en orden cronológico y con ausencia de guion, solo puntuado por las recetas de cada comida que conforma el gran menú desplegado a lo largo del relato), sino también las impresiones que aquella barroca y deslumbrante creación del cineasta Marco Ferreri dejó indelebles en su memoria.
Las lacónicas y sentenciosas declaraciones ofrecidas por el cineasta italiano Marco Ferreri en la entrevista comparten con las de Tognazzi no solo el aspecto hedonista propio de toda práctica ligada a la exacerbación del placer –en su caso, vinculado al hábito de consumir cine, sino también el carácter ritual de toda creación basada en el vicio, todo aquello que se pone en juego en lo emocional, sensorial y hasta político, a través de la puesta en escena de nuestro objeto de culto y devoción (un plato de comida, en el caso de Tognazzi, la realización de una película, en el de Ferreri, aunque la visión del cine de este último parezca tan desencantada y escéptica en cada una de sus declaraciones públicas).
Es probable que Marco Ferreri haya concebido La gran comilona con el mismo fervor sensorial con el que el gourmet Tognazzi agasajaba a sus comensales con cada plato. Tognazzi anhelaba la posibilidad de utilizar un buen tuco, a modo de loción para después de afeitar, y estuvo dispuesto a preparar una gran tallarinada para más de trescientas personas en un hotel de Nueva York con motivo de la presentación oficial de una de sus películas. En La gran comilona, la comida adquiere un matiz semejante en su carácter festivo y liberador, pero emana un aroma a muerte cuya fetidez fermenta en el organismo, evidenciando su poder de destrucción a través de cada eructo, de cada vómito, de cada pedo, manifestaciones fisiológicas que prefiguran la fecha de caducidad pautada de antemano y en común acuerdo por cuatro burgueses que han decidido romper con el tedio a fuerza de ingerir la mayor cantidad de manjares posible en una mansión durante el último fin de semana de sus vidas.
El emprendimiento suicida del cuarteto ha logrado posicionarse como parte de un síntoma (estomacal y cinematográfico) de su tiempo, al que muchos críticos no dudaron en emparentar con otras dolencias físicas como El último tango en París (Ultimo tango a Parigi, 1972), de Bertolucci, y La mamá y la puta (La Maman et la Putain, 1973), de Jean Eustache, anticipando futuros escándalos en festivales internacionales que culminarían, apenas un año después, con Saló ó Los 120 días de Sodoma (Salò o le 120 giornate di Sodoma, 1974), de otro gourmet del caos como lo fue Pier Paolo Pasolini. La anécdota es por muchos conocida, y si bien puede sonar trivial resaltarla, es sintomática de lo poco preparada que podía estar la sociedad de su tiempo para la irrupción en pantalla de películas como la de Ferreri. Se cuenta que, en ocasión de su presentación en el Festival de Cannes, La gran comilona llegó a provocar que Ingrid Bergman, la presidenta del jurado de aquella edición, sufriera una descompostura luego de su visionado. También se comenta que Catherine Deneuve, pareja de Marcelo Mastroianni en aquel entonces, decidió mantenerse alejada del actor por un tiempo, luego de haber “apreciado” su participación en aquel film. Otro de los actores involucrados en la película, el francés Philippe Noiret, atinó a decir que la película había funcionado a modo de espejo y que muchos espectadores escandalizados no habían quedado del todo satisfechos con la imagen que les ofreció su reflejo.
Decidido a llevar a cabo un cine que él mismo definió como un “acto fisiológico” que transgrede la mera ilustración de emociones, el furibundo Ferreri juntó a cuatro de los más prestigiosos actores europeos de su tiempo (Mastroianni, Noiret, Tognazzi y Michel Piccoli) para encerrarlos en el interior de una lujosa casona del centro de París y rodearlos de los más intensos placeres subversivos en pos de evidenciar y desintegrar los absurdos físicos y morales que rigen la vida en sociedad. En una notable entrevista ofrecida a Cahiers du Cinéma, Rafael Azcona, el cáustico guionista ibérico y secuaz creativo de Berlanga, Saura y Ferreri, sostuvo que al cineasta italiano Ferreri le importaba mucho más el individuo que la sociedad. En la que suele mencionarse como su obra maestra
–rótulo molesto de esos de los que Ferreri renegaba en vida–, Dillinger è morto (1969), el director milanés tomaba a un diseñador de máscaras de gas y lo alejaba de su entorno industrial para recluirlo durante una noche en su hogar, donde lograría sintetizar, con notable capacidad de síntesis plástica, una economía absoluta de movimientos de cámara y un guion prácticamente privado de situaciones dramáticas, una curva discursiva contra la alienación y en pos de algo cercano a la idea de libertad individual –una mera utopía en palabras de Azcona–, que culminaba con el sujeto protagónico asesinando a su esposa, una joven y atractiva mujer postrada en la cama bajo el efecto de las pastillas para dormir, en un acto que quizás sería equivocado juzgar como una apología misógina, sino más bien como un atentado puramente anarquista contra las convenciones institucionales y el conformismo burgués. No sería tan inadecuado, entonces, pensar que el carácter colectivo del emprendimiento de La gran comilona tenga mucho más que ver con la suma de sus partes y no amerite ser leído en su condición grupal.
En esa misma línea, es probable que el oficio de cada uno de los cuatro personajes principales de La gran comilona pueda facilitarle a algún critico la tarea de encontrar un target social en particular hacia el cual el dúo Azcona-Ferreri estuviera apuntando con ferocidad, como ocurre, por ejemplo, en la mucho mas alegórica El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante (The Cook, the Thief, His Wife and Her Lover, 1989), de Peter Greenaway, deudora estética de la película de Ferreri, pero tengo la impresión de que la elección de cada profesión (el encargado de un restaurante, un productor televisivo, un piloto de avión y un magistrado) resulta más bien arbitraria y su peso simbólico no llega a clausurar el sentido discursivo ni a otorgar una lectura definitiva sobre el film. El motivo del suicidio no necesita ser explicitado, y su puesta en marcha solo será cuestionada en un tramo intermedio de la película por Marcello, el que menos interés parece demostrar por la causa y, no por nada, el primero que intentará desistir del plan –y morir en el intento por razones ajenas a los efectos digestivos del gran banquete mortal–.
2. Primo piatto
“Y, cuando llegábamos al set, en lugar de ver con los ojos las escenas que filmaríamos, las veíamos con la nariz. Olíamos los olores que provenían de las cocinas y sabíamos qué nos aguardaba.
Nuestro ingreso en el set estaba puntuado por olores. Según el perfume que impregnaba el aire, sabíamos el destino que cumpliríamos en la escena a interpretar”.
A diferencia de los comensales postergados de El discreto encanto de la burguesía (Le Charme discret de la bourgeoisie, 1972) de Luis Buñuel, que veían fracasar continuamente sus intentos por cumplir con el más civilizado y burgués de los actos, el de sentarse a la mesa a comer, los cuatro glotones de La gran comilona no encuentran ningún obstáculo a la hora de devorar alguno de los platos que en la ficción prepara con absoluta dedicación y empeño el especialista Ugo y que en la realidad fueron diseñados y elaborados por la frívola y prestigiosa épicerie Fauchon de Paris. Como parte de los preparativos iniciales, los cerdos salvajes, los ciervos, las perdices y los gallos son descargados de un camión en el jardín de la pequeña mansión mientras un emisario del frigorífico enuncia con total pompa protocolar las bondades de la carne, su procedencia, los aromas que todavía la impregnan (“bueyes de los verdes prados de Charolais, corderos curados del Monte de Saint Michel”). Mientras tanto, cada comensal emprende un camino de regresión hacia la infancia, un elemento clave y de particular relevancia en el rito suicida del colectivo masculino: Marcello se entretiene reparando un antiguo Bugatti de carreras guardado en el garaje y Michel, portando su afeminado pulóver rosa y sus guantes de hule, lleva a cabo la práctica de unos pasos de ballet o ejecuta con cierta imprecisión el leitmotiv musical de la película, compuesto por Philippe Sarde, en el piano del living. Mientras tanto, Ugo y Philippe ultiman los detalles de los preparativos de los sofisticados platos (cuyas recetas Ugo Tognazzi revela con gracia y devoción en esa celebración de la vida que es su libro). Una vez retirado el viejo casero de la mansión, los cuatro comensales se sentarán a la mesa decididos a dar comienzo a la última bacanal. Los testigos silenciosos de este suicidio serán el paté de Canard (pato), el paté de jabalí, el caviar de berenjenas, la lasaña “Andréa”, el lechón al horno con relleno de castañas, la gallina de Guinea al horno, el osobuco, la pierna de cordero al spiedo, el cocktail de camarones y uno de los postres del que se tenga más recuerdo en una película: la torta en forma de dos enormes tetas azucaradas.
Marcello y Ugo compiten por ver quién devora la mayor cantidad de ostras, mientras el grupo contempla, a la luz de las velas, una proyección de imágenes eróticas. Luego de deliberar sobre la posibilidad de traer prostitutas a la casa, los hombres reciben la inesperada visita de un grupo escolar, guiado por una maestra (Andréa Férreol), que describe a sus alumnos la historia del árbol de tilo presente en el jardín de la casa, en donde el poeta francés Nicolas Boileau solía encontrar la inspiración varios siglos atrás, pero bajo el cual Philippe, el último de los integrantes del banquete en perder la vida, encontrará la muerte al final de la película. Esta alusión al pasado ilustre del árbol de la casa y su conversión como escenario grotesco para la escena final cristalizan una cierta idea de irreverencia hacia las formas culturales hegemónicas por parte del film, algo que también se manifiesta en el sonoro pedo que Ugo simula con su boca cuando Michel recita burlonamente el célebre monólogo de Hamlet, portando una cabeza de ternera en lugar de una calavera, o en la caracterización de Vito Corleone llevada a cabo también por Tognazzi, en una escena cuya inclusión tuvo origen en el enorme margen de improvisación que los actores obtuvieron por parte de Marco Ferreri, a quien el cuarteto actoral, consciente de la inutilidad del guion que el cineasta les había acercado, decidieron arrojárselo por la cabeza, convertido en miles de papelitos. La institutriz Andréa no demorará en sumarse al séquito suicida, como si hubiera comprendido desde un principio el ansia de liberación y la indigestión de inconformismo implícitas en el emprendimiento del grupo. A diferencia de las prostitutas, quienes huirán espantadas ante el pantagruélico escenario de destrucción que los hombres han decidido consumar, será una figura institucional, una maestra de escuela, la única persona dispuesta a seguir hasta al final, colaborando con la mejor predisposición en la cruzada autodestructiva de los cuatro hombres, supliendo las demandas sexuales y simbólicas de cada uno. Andréa es una suerte de ángel exterminador cuya fisonomía algo exuberante, pero de ningún modo compatible con los cánones de belleza femenina contemporáneos, es resaltada a través de los groseros planos de Ferreri –esta no es una película para andar exigiéndole buenos modales cinematográficos–, dejando traslucir a través de sus ojos azules el aura de una posible bacante dispuesta a orientar a estos feligreses hedonistas hacia el rito de descontrol y autodestrucción.
3. Secondo (e l’ultimo) piatto
“Sabíamos que debíamos morir todos. A medida que la filmación proseguía, cuando alguna comida ya era preludio de muerte para uno de nosotros, un puré ya no tenía sabor de puré, ni siquiera para los demás, a pesar de que estuviera perfectamente cocinado, como siempre, por el chef de Fauchon: tenía ya sabor a descomposición”.
Las muertes van sucediéndose de a una, y cada uno de los comensales encontrará el final de sus días dentro de la cámara frigorífica de la mansión, petrificados como reses. Resulta llamativo constatar que con cada muerte de los integrantes del cuarteto suicida se incrementa el aire de melancolía y vacío que subyace silenciosamente bajo la superficie del film, bastante lejos de cualquier tono festivo o grotesco por parte de Ferreri, Azcona y sus actores, quienes, en palabras de Ugo Tognazzi, iban abandonando el set de filmación a medida que “morían” en el plano de la ficción, dejando solos a sus compañeros (deténganse en el rostro de Philippe Noiret al contemplar la escandalosa muerte de Ugo, recapacitando en que él será el último). El desfile mortuorio se inicia con el intento de deserción de Marcello, frustrado ante su fracaso sexual con Andréa y procurando escapar en medio de la noche bajo una tormenta de nieve, para quedar congelado a bordo de la Bugatti que había logrado poner en marcha días antes. Luego prosigue con la muerte de Michel, cuya explosión gástrica lo dejará, literalmente, flotando en su propio “jugo”, precedido por la serie de pedos más prolongada de la historia del cine. En tercer lugar, seguirá Ugo, con la asistencia “manual” de Andréa y tras una feroz ingesta de su plato preferido, el Pâté de Canard. Y finalmente, Philippe, bajo el tilo de Boileau, engullendo lentamente su fetiche mamario azucarado y dando por concluido el báquico ritual. El asedio de los perros ante la nueva partida de carne que llega a la mansión, justo en el momento de la muerte de Philippe, preludia un futuro festín, quizás desprovisto de ideología, pero no por eso menos salvaje que el del emprendimiento de estos cuatro inolvidables inconformistas contestatarios.
“Somos carne, potenciales reses. Cuando voy a la carnicería siempre me sorprendo de no encontrarme allí en el lugar de la carne”.
Francis Bacon
Excelente crónica de una excelente película.
A MI PERSONALMENTE ES UNA CRITICA DE LAS DESVIACIONES ESPANTOSAS QUE TIENE EL SER HUMANO..EN ESTE CASO GENTE DE UN ALTO PODER ADQUISITIVO. ME PARECE HORRENDO ATRAGANTARSE DE COMIDA PARA SUICIDARSE. LA MUERTE DE UGO TOGNASI COMIENDO HASTA REVENTAR SU ORGANISMO. ES IMPRESIONANTE. EN SUMA UNA PELICULA PARA DEJAR DE COMER POR VARIOS DIAS
Esta pelicula la he visto tres veces y me encanta las actuaciones, emana de ella, la tristeza de la vida y la muerte la pérdida de sentido, notese que los cuatro personajes tenian todos unos trabajos estupendos…la originalidad de elegir una muerte comiendo, cuando sabemos que enfermo que come no muere, o bien, los unicos que no comen son los muertos, en suma, una joya.