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Historias en plano secuencia: del truco cinematográfico a la autenticidad digital
En celuloide, de Hitchcok a Hermosillo.
En 1948, Alfred Hitchcock da el paso para ser el productor de sus propias películas con la creación de la Transatlantic Pictures y filma por primera vez en Technicolor La soga (Rope), la obra que inaugura uno de sus periodos más personales y experimentales. Así, adapta para la gran pantalla Rope’s End, una obra teatral de Patrick Hamilton, que representa de manera continua en el escenario, desde que sube hasta que cae el telón, un asesinato. Una obra sin actos ni entreactos, una acción que discurre sin pausa, lo que el “maestro del suspense” interpretó para la gran pantalla como una película en una única toma, sin transiciones ni cortes. Negando a priori en esta concepción toda posibilidad de montaje, junto a toda su tradición cinematográfica anterior. Sin embargo, hay truco[i], como se lo advirtió desde el principio el propio Hitchcock a FrançoisTruffaut.
Para rodar esta historia, que empieza a las 19.30 y termina a las 21.15, se presentaban dos problemas técnicos que involucraban directamente al equipo de fotografía: el metraje desmedido e imposible para que una bobina de 35 mm abarcara ese tiempo, y la iluminación para recrear la transición del día a la noche, para lograr la unicidad espacial y temporal de una obra en una sola toma. Así, Hitchcock empleó diez días de ensayo con cámara, actores e iluminación, y dieciocho días de rodaje para lograr un largometraje final de ochenta minutos, con cuarenta y cinco minutos menos que el tiempo original. Compuesto por ocho tomas, de las cuales dos son de créditos, y las seis restantes transcurren en un interior donde se desarrolla la acción, a razón de unos doce minutos aproximadamente cada una. Luego vino el ingenioso truco del cine, que se utilizó en cinco instantes a lo largo de la historia para unir el punto final de una toma con el inicio de una nueva, sin que fuera percibido como un corte por parte del espectador: terminar y empezar en primeros planos de la espalda de la chaqueta de los actores, para unirlos posteriormente por medio de un fundido a negro. Como contraparte, está la autenticidad del cine, el corte franco que une tanto los créditos de inicio como los finales, a modo distanciado de prólogo y epílogo de la historia. Haciendo una excepción y permitiéndose Hitchcock un único corte franco ya casi al final de la historia, para contraponer el duelo entre el discípulo y el maestro, en este caso, James Stewart y John Dall, encarnando a Rupert Cadell y Brandon, respectivamente.
Y para controlar la iluminación se construyó especialmente un apartamento de estudio para la ocasión con un enorme ventanal con vista a Nueva York, representado en una maqueta semicircular que era tres veces más grande que el decorado mismo. De este modo, en el momento en que el ventanal no estaba en cuadro se aprovechaba para ir cambiando la iluminación progresivamente, de la luz grisácea del día a los oscuros contrastes nocturnos con sus primeras luces. Momento que también era usado para mover los cúmulos de nubes, fabricadas con vidrio alambrado, que colgaban sobre la maqueta y se iban moviendo a distintas velocidades, hasta terminar su trayecto y colocar nuevas[ii]. Y toda esta puesta en escena de transición del día a la noche iba acompañada por un sutil cambio de la iluminación interior del apartamento entre toma y toma. Todo un trabajo artesanal, inconcebible en los tiempos de hoy.
Mucho se ha especulado sobre la encubierta relación homosexual de los asesinos de la historia, Brandon y Phillip, aunque de hecho la película fue prohibida en su momento en España por esta razón. Por lo que podría considerarse que la acción del asesinato es un acto de sublimación, dentro de los términos del psicoanálisis. Paradójicamente, el director que tomará el testigo pasados más de cuarenta años, de volver a hacer un largometraje bajo el truco del plano secuencia, será el mexicano Jaime Humberto Hermosillo. Un cineasta cuya obra y vida son un perpetuo desafío a la moral imperante, donde el sexo explícito da para recuerdos imborrables y comentarios subidos de tono que perduran a lo largo de décadas.
Su obra, El aprendiz de pornógrafo (1989), un mediometraje rodado con una cámara de video 8 en dos tomas, le servirá a Hermosillo de inspiración para dos remakes más que hará posteriormente en 35 mm de su propia obra: La tarea (1990) y La tarea prohibida (1992), dos sorprendentes éxitos de público en su tierra natal.
Si bien Hitchcock realiza La soga como una obra de perpetuo movimiento de la cámara, la cual se desplazaba sobre rieles por todo el estudio, mientras las paredes se deslizaban o los muebles se desplazaban con rueditas para cederle el paso, de manera absolutamente silenciosa y coreográfica, La tarea de Hermosillo es esencialmente estática, con la mirada puntual de la cámara que se la cede al espectador para convertirlo en todo un voyeur. Sin embargo, ambos cineastas apuestan a lo que ve y sabe el espectador previamente, lo que nos convierte, además, en los cómplices más próximos de lo que ocurre en estos dos apartamentos escenográficos, distanciados temporal y geográficamente.
La tarea aborda la temática del “cine dentro del cine” al plantear, en un principio, su argumento como un ejercicio en video, en “plano secuencia”, que debe hacer Virginia, encarnada en María Rojo como una realizadora amateur, que crea en solitario su obra y dispone de su propia casa para el rodaje. Por lo que la primera secuencia, si bien posee un montaje convencional por cortes, es el prólogo de la historia en el momento previo al rodaje, por tanto, la pretendida tarea en plano secuencia empezará al momento en que ya todo está dispuesto para empezar a rodar. Así la primera unión entre toma y toma que hace Hermosillo, o el primer truco para hilar el plano secuencia, es aprovechando el momento en que Marcelo (José Alonso) cubre la visión de cámara con una chaqueta que cuelga de una silla, utilizando, como Hitchcock, el mismo fundido a negro. Esto será un único hito, ya que posteriormente aprovechará las salidas de cuadro de los actores para cortar la toma y unirla con la siguiente, sin problema alguno por la posición fija y justificada de la cámara, ya que Virginia la ha dejado oculta bajo una mesa para grabar a su amante, sin su consentimiento, y cumplir, a la vez, con su tarea. Todo transcurrirá en una locación absolutamente claustrofóbica, sin vista exterior, y simplemente intuimos las ventanas fuera de cuadro que pasean por el interior los reflejos y sonidos del tráfico nocturno. Lo que, por otra parte, nos permite fisgonear en exclusividad unos diez minutos de sexo sin cortes, entre otros asuntos de la pareja de amantes.
A La tarea le seguirá La tarea prohibida, que invertirá los roles de género con un argumento de base esencialmente igual que su predecesora. Ahora es un joven estudiante que debe cumplir con una tarea audiovisual, cuya condición es ser realizada en un plano secuencia. Pero la nueva obra no adopta en su forma el truco del plano secuencia, sino que es la excusa argumental para transgredir el tabú del incesto, sin corte alguno. Y revelando al final, al igual que en La tarea, la sorprendente relación filial de su protagonista. Así como bien lo compara Virginia y Santiago, María Rojo y Esteban Soberanes, respectivamente, al calificar a la cámara como “el ojo de Dios padre que todo lo ve”. Aunque, como en la vida real, siempre hay cosas que se le ocultan o no se quieren ver.
Cine digital, de Los Ángeles a Vigo
En el presente siglo, el digital empieza a desplazar al 35mm, primero en el set de rodaje y luego en la pantalla grande. Las cintas de video, y luego las memorias como soportes de registro, harán que quede en un pasado remoto la restricción de la bobina de cine para rodar una toma más allá de los diez minutos. Así, Mike Figgis realiza Timecode (2000), rodada con ligeras cámaras de video y ampliada a 35 mm para su exhibición, para acercarnos sin cortes al modo de vida cinematográfico de Los Ángeles. Utilizando cuatro operadores de cámara, incluyendo al propio Figgis, presenta cuatro historias simultáneamente en pantallas divididas para luego unirlas al final, lo que son cuatro tomas de aproximadamente noventa minutos cada una. Auténticos planos secuencias sin edición y en tiempo real. Es el fin del truco cinematográfico del montaje, y el inicio de la autenticidad en digital. Cuatro tramas que el espectador ve completas, ya nada se le oculta, su mirada digital es omnipresente.
Luego seguirá El arca rusa (Russkiy kovcheg, Alexander Sokurov, 2002), con el record de ser rodada en un único plano secuencia de aproximadamente noventa y cinco minutos. Realizada con una cámara de alta definición, que proporcionaba una calidad superior al video convencional, almacenaba toda la imagen registrada en un disco duro para luego transferirse a un negativo de 35mm que sería el formato de proyección final. El Museo del Hermitage es la única locación para retratar la historia rusa de los últimos siglos, de forma fastuosa y grandilocuente, como el escenario mismo. Todo un homenaje a los trescientos años de San Petersburgo en el que dos personajes, uno delante de la cámara, cual lazarillo, y otro detrás, agazapado como el espectador en la sala oscura, realizan un recorrido espacial y temporal mientras se cruzan con diferentes estratos históricos sin orden cronológico que materializan tres orquestas, más de mil actores y extras, veintidós asistentes de dirección, entre otros componentes del equipo técnico, que ensayaron durante varios meses hasta lograr el funcionamiento de un infalible mecanismo de relojería visual.
Paralelamente, en el mundo de habla hispana, se empiezan a exhibir en la pantalla grande arriesgadas operas primas en video digital, realizadas íntegramente en planos secuencias, con el común denominador del bajo presupuesto. Abre la brecha en 2002 el director mexicano Fabrizio Prada con el estreno de Tiempo real, un thriller cámara en mano de ochenta y seis minutos. En 2007, el director colombiano Spiros Stathoulopoulos realiza PVC-1, y con un steadicam en su hombro, logrando un largometraje de ochenta y cinco minutos sin cortes ni notas musicales. Le seguirá el uruguayo Gustavo Hernández en 2010 con La casa muda, una obra de terror realizada íntegramente con una cámara de fotos Canon EOS 5D Mark II[iii] de ochenta y seis minutos, que incluso tendrá al año siguiente su remake norteamericano en Silent House, de Chris Kentis. Y en el presente año, la producción gallega rodada en Vigo, Un triste olor a carne, de Cristóbal Arteaga, que fue financiada a través de las aportaciones espontáneas del “crowdfunding” y se concretó en un largometraje de noventa minutos.
Me encanta como redactas. Eres mi plumilla favorita.
Se puede saber de donde sacas tanta información. ..?
U r great!!!!!
Gracias, amiga. El gusto es tener lectores como tú.