Críticas
El diablo, probablemente
El lobo de Wall Street
The Wolf of Wall Street. Martin Scorsese. EUA, 2013.
Martin Scorsese ha pactado con el diablo, probablemente en la misma sesión nocturna donde sus equivalentes musicales –los Rolling Stones- vendieron el alma al Maligno a cambio de transfusiones sanguíneas que les facilitaran la obtención de la juventud eterna. Ese pacto cobró forma en Shine A Light, ritual donde Scorsese pone en escena el Mito del fuego sagrado de los Stones. Pero el pequeño Marty de Little Italy, que como muchos saben alguna vez especuló con una vida eclesiástica y vestimentas sagradas, no solo tuvo a Dios como mentor pre-cinematográfico y al Diablo como inesperado aliado en este último tramo de su legendaria carrera. Los ritos iniciáticos de Scorsese tuvieron chamanes de la talla de John Cassavetes, Michael Powell y Elia Kazan (sus tres mentores directos), y por este último, gran delator en los años del macartismo, todavía tiene que rendir cuentas ante más de un inquisidor, Torquemadas críticos que corren por izquierda al cineasta como si debiera justificar continuamente su posición ideológica en cada película donde la delación se hace presente. Le pasó con Goodfellas (Uno de los nuestros / Buenos muchachos, 1990), donde Henry Hill entregaba a varios compañeros de la mafia con tal de salvar el propio pellejo, amparándose bajo las faldas del FBI y su programa de protección para testigos. Le pasa nuevamente con El Lobo de Wall Street, donde Jordan Belfort, «chanta» del mercado bursátil que, con el acecho y la sombra del FBI sobre su espalda, no duda en entregar a cada uno de los brokers que él mismo inició para alejarlos de la miseria y acercar a miles de anónimos en su lugar. En el cine de Scorsese se viaja a gran velocidad para terminar chocando violentamente contra la banquina al final del recorrido. Henry Hill y Ace Rothstein, personajes centrales en Goodfellas y Casino (1995), respectivamente, son dos ejemplos notables al respecto, y este Jordan Belfort se suma a la tríada. Los tres consiguen una salida que dista en mucho del triunfo. Hill, como un testigo protegido del FBI con una vida mediocre en los suburbios. Rothstein, como pronosticador de apuestas, muy alejado del esplendor de las casas de juego de Las Vegas, ahora en manos de las corporaciones. Belfort, como gurú de ventas y marketing, muy lejos de la portada de la revista Forbes y del sexo con modelos, bebiendo cerveza sin alcohol e intentando descubrir a una persona capaz de venderle una lapicera. El que quiera ver una reivindicación moral de todos estos personajes tiene que ajustar la lente o calibrar el medidor de susceptibilidad ética.
Otro cheque de pago diferido que le están endosando a Scorsese a propósito de El Lobo de Wall Street se apoya en su supuesta fascinación por el desenfreno y el exceso, como si hubiera una celebración formal por parte del director hacia todo ese desmadre que mantiene a sus personajes ajenos a la mediocridad de una vida donde se viaja en trasporte público y se pagan impuestos. Hay una escena central en esta película donde Jordan Belfort (DiCaprio, alguien que desde hace tiempo no me canso de decir que se desplaza en otra órbita cinematográfica respecto a sus compañeros de generación), acorralado por las investigaciones del FBI, está a punto de abandonar su rol como líder de Stratton Oakmont, su orgiástico y exitoso emprendimiento periférico a la derrumbada Wall Street, de la que lo eyectaron tras el Lunes Negro de 1987 para terminar convirtiéndose en un outsider tan depredador como sus colegas del mainstream bursátil. Decía que en esta escena, Jordan amaga con una despedida, micrófono en mano, citando el caso de una compañera que se unió a su aventura financiera estando en situación de madre soltera, y que ahora, gracias a su ambición y al protectorado de Jordan, presume de trajes costosos y propiedades ostentosas. La falsa emotividad de esta escena, una de las pocas sin intervención musical en las tres horas de duración de la película, con un Jordan a punto del quiebre emocional, los rostros enjugados en lágrimas de sus colegas y el llanto de la mujer en cuestión, es una clave para comprender desde dónde se posiciona Scorsese para seguir las aventuras de este lobo. El escepticismo del padre de Jordan (gran labor actoral del director Rob Reiner), presente durante el discurso, es el único lugar desde donde el cineasta evidencia su distancia hacia su protagonista. Pero la película es algo mucho más grande y valioso, sus méritos (y sus falencias, que las tiene) trascienden la mera defensa de las acusaciones que recaen sobre ella. Lo que deslumbra es lo mismo que puede atestiguar cualquier espectador de un recital de los Rolling Stones cuando ve a Mick Jagger correr de un lado para el otro sobre el escenario a lo largo de varias horas con más de seis décadas de vida y excesos de todo tipo a cuestas.
La performance del septuagenario Scorsese detrás de cámaras resulta envidiable en su vitalidad, y hasta sale favorecida en la comparación con cátedras de dirección ya ofrecidas en sus películas más veloces como Godfellas, Casino, Bringing Out the Dead (Vidas al Límite, 1999) y The Departed (Los Infiltrados, 2006). En El Lobo… se aprecia el probado y reconocible estilo de un director en diálogo abierto con otras formas con las que hasta ahora no parecía estar tan familiarizado. Un ejemplo es la elección del tono de comedia, algo que aleja bastante a El Lobo… de los precedentes mencionados. No es que el cineasta no haya incursionado anteriormente en la comedia (ya lo hizo demasiado bien en The King of Comedy (El Rey de la Comedia, 1982) y After Hours (¡Jo, qué noche! / Después de hora, 1985), pero muy pocas veces había sido tan festivo y delirante como en este caso. La enumeración de escenas border presentes en esta película sería agotadora, pero vale decir que acá se dan cita desde la comedia slapstick hasta la anarquía desatada del cartoon. La escena donde Jordan Belfort y Donnie Azoff (el siempre brillante Johah Hill) caen bajo el efecto demorado de unas pastillas de Metacualona (Quaaludes) pasadas de fecha muestra a un Scorsese que oscila entre un Tarkovski empastillado (por la dilatación del tiempo de una escena extendida casi hasta su duración real, con DiCaprio arrastrándose por el suelo para poder llegar hasta su auto estacionado) y un Tex Avery (por la eficaz utilización de un episodio televisivo de Popeye en paralelo al intento de resurrección de Jonah Hill). Y Scorsese se anima a más. Un “diálogo mental” entre Belfort y un banquero suizo (Jean Dujardin), e incluso hasta con la tía de su esposa. Una tormenta marina con explosión aérea incluida, que demuestra que el día que Marty quiera dirigir la remake de Una tormenta perfecta lo hará muy bien (ya había filmado una impactante escena de accidente aéreo en The Aviator /El Aviador, 2004). Juegos de tiro al blanco con enanos utilizados a modo de proyectil. Un extenso diálogo entre Jordan y Donnie sobre los peligros de contraer matrimonio entre primos, que acercan la película al territorio de Judd Apatow o de los hermanos Farrelly. El cineasta también adopta la estética publicitaria comercial de los 80, en el ridículo aviso grabado por Jordan Belfort, en el preciso momento de su detención por parte del FBI. O en la secuencia inicial, con el león digital recorriendo las instalaciones de Stratton Oakmont, que no pocos confundimos con la placa de alguna de las productoras que participaron del film. Scorsese evita el tono grave, elude cualquier solemnidad, y también rehúye de las lecciones en modo top five a lo Gordon Gekko (Michael Douglas en su recordado papel en Wall Street) para desasnar ciudadanos de buena conciencia (como hizo y hubiera hecho Oliver Stone). La parábola de ascenso y caída de un canalla preparaba el terreno para todo esto, pero Scorsese ya no escribe ni filma reversiones del evangelio.
Y qué sería del cineasta italoamericano sin esa fuerza de la naturaleza convertida en montajista llamada Thelma Schoonmaker, o sin la selección musical de Robbie Robertson (sería un placer enumerar la cantidad de canciones presentes en la película, pero mucho mejor sería que ustedes las escuchen). Y un casting en el que casi nadie desentona, como ese fugaz Matthew McConaughey al que el relato se lo traga con demasiada rapidez, pero que deja una memorable receta del éxito con indicaciones de dosis de cocaína, martinis, masturbaciones diarias y hasta un cántico tribal al estilo Haka de los All Blacks incluido, pero también ese efímero e inicial Spike Jonze, como uno de los primeros empleadores de Jordan en su etapa post Wall Street, antes de lograr el inminente salto a una vida de cruceros, prostitutas y bancos suizos. La segunda línea de actores de esta película también funciona a la perfección (casi todo el personal completo de la Stratton, con el peluquín de Rugrat a la cabeza, pero también los anabólicos de Jon Bernthal). Y finalmente, esa bomba australiana llamada Margot Robbie, dejando entrever la eterna misoginia de Scorsese en cada abrirse de piernas, en cada desnudo de cuerpo entero, parte del infame catálogo de rubias que marcan la perdición del homo sapiens scorsesiano (Sharon Stone en Casino, Cybil Shepherd en Taxi Driver).
Esta crítica pudo haber pecado de ser excesivamente celebratoria de su objeto de estudio. El desenfreno narrativo en las tres horas más breves que se hayan filmado alguna vez parece suscribir al pie de la letra con aquella frase-declaración de principios que Samuel Fuller, el iconoclasta al que Scorsese rinde un pequeño tributo en su documental sobre el cine americano, le lanza a Jean-Paul Belmondo en una muy recordada escena de Pierrot Le Fou, de Jean-Luc Godard. Ante la pregunta sobre qué es el cine, Fuller, que estuvo en la guerra, que vivió el cine como una guerra, lanzaba una lacónica pero contundente sentencia: “El cine es como un campo de batalla. Amor. Odio. Pasión. Violencia. Muerte. En una palabra: emoción”. Scorsese parece querer abandonar este mundo y arrimarse a la orilla de la muerte con toda la intensidad posible, con más gritos que susurros. Alabado sea por ello.
Trailer:
Ficha técnica:
El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street), EUA, 2013.Dirección: Martin Scorsese
Guion: Terence Winter, basado en el libro de Jordan Belfort
Producción: Riza Aziz, Leonardo DiCaprio, Joey McFarland, Martin Scorsese y Emma Tillinger Koskoff
Fotografía: Rodrigo Prieto
Reparto: Leonardo DiCaprio, Jonah Hill, Margot Robbie, Kyle Chandler, Matthew McConaughey, Rob Reiner, Jon Favreau, Jean Dujardin
Vi la película, y sinceramente , creo que con dos horas de duración hubiera sido suficiente. Creo que se prodigan demasiado las escenas de desenfreno, de drogas, de pornografía pura y dura. Ese mismo argumento, con pinceladas de todo el significado, que desea demostrar su director, hubiesen sido más soportables sin el abuso que se hace de ellas. Es cierto que la película no deja indiferente a nadie A mí personalmente, me resultó bastante desagradable, también, el exceso de palabrotas. No hay ni una escena en que se escuche hablar con un mínimo de corrección. Hay diversidad de opiniones, pero puedo asegurar, que como la mía , hay multitud.