Reseñas de festivales
El rostro
Figura consagrada del cine independiente argentino de los últimos diez años, Gustavo Fontán (La orilla que se abisma, Elegía de abril, El árbol) es una presencia habitual en el BAFICI, y es poseedor de una obra solitaria que oscila entre el ensayo y la experimentación, difícil de adscribir a cualquier tendencia del cine local. Su último largometraje, El rostro, fue muy bien recibido por la crítica local, en el marco de una competencia (la argentina) que se insistió en resaltar como una de las mejores de la historia del festival (veremos si aquí recibió la misma apreciación). Película de difícil acceso a la que resultaría fácil desacreditar tanto como alabar por su radical y a la vez sencilla concepción formal, El rostro apela al uso del Super 8 y del 16 mm (ambos en blanco y negro), que en el formato ampliado de la proyección representan todo un desafío a la inmediata legibilidad de la imagen, a la vez que expanden las posibilidades expresivas de la película, llevándola hacia el terreno de la abstracción y tomando partido por el desapego absoluto hacia la narrativa clásica.
Un hombre atraviesa el río sobre un bote para luego participar de un almuerzo familiar, entregarse a algunas faenas manuales y, posteriormente, internarse en un paseo por el bosque en compañía de alguien que, suponemos, podría ser su mujer. Desde ya que la mera descripción de estas acciones resultará irrelevante para el espectador que se aproxime hacia El rostro, ya que la propuesta de Fontán se alimenta de esa puesta en crisis entre imagen, sonido y relato. El sonido de la película es asincrónico y suele anticiparse a todo lo que podrá verse posteriormente en la imagen. Los diálogos son ocasionales y siempre se encuentran en un discreto plano sonoro, entremezclados con la naturaleza. No se persigue el extrañamiento total, debido a que lo figurativo asoma de manera sesgada pero reconocible. Esto vale para cuerpos, paisajes y objetos. En todo caso, Fontán sustrae lo elemental de cada figura y le añade un barniz de textura granulada, defectuosamente expandida, que conduce, sí, a una sensación plástica de extrañamiento que nunca perturba. Una cierta calidez agreste lograda desde recursos más bien siniestros, limítrofes con lo fantasmagórico. Se distingue que se trata de un día soleado cuando todo en el tratamiento de imagen resultaría más propicio para insinuar noche y niebla. Este procedimiento de sustracción trae una inesperada recompensa para el espectador sobre el final, cuando luego de un extenso paseo por el bosque donde se insinuó cierta tensión, el rostro de la mujer, claro y nítido, observa directamente a cámara y sonríe, supuestamente como parte de la subjetiva del protagonista. En esta mirada se intensifica el hechizo formal de Fontán, ya que nos devuelve por un instante hacia la claridad desde el elemento más significativo de la gramática cinematográfica: el primer plano de un rostro.
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