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Evangelios apócrifos. El cine de Brian de Palma
Se atribuye a Brian De Palma una famosa frase que es toda una declaración de principios sobre el oficio de cineasta, además de funcionar como una reivindicación absoluta del artificio: “La cámara miente, todo el tiempo. Miente a 24 cuadros por segundo.” De Palma invertía con ese dicho el axioma de quien fue uno de sus principales referentes cinéfilos en los comienzos de su carrera: el cineasta suizo Jean-Luc Godard (“el cine es la verdad a 24 cuadros por segundo”). El joven Brian estaba fuertemente influenciado por la nouvelle vague, y el primer segmento de su obra permite distinguir varios aspectos formales donde esa filiación resulta palpable. Sin embargo, este sobreviviente de la generación del 70 abandonó muy temprano la búsqueda de laureles y pergaminos que consolidaran su estatus como cineasta legitimado por el academicismo crítico, y en su lugar decidió enfocarse de lleno en el violento choque entre su búsqueda estilística y sus obsesiones temáticas. De Palma se aferró también a una máxima pronunciada por Godard muchos años más tarde, aquella en la que el director de Sin aliento (À bout de soufflé, 1960) sostenía que el cine era una forma que piensa. Dentro del contexto del cine norteamericano, nadie pareciera haber pensado más desde las formas como lo ha hecho este hijo de un cirujano, que de la vocación paternal solo pareció haber adquirido el mórbido don de diseccionar los cuerpos con precisión, pero a través de la mirada. De Palma es un cineasta generoso en el sentido en que construye a través de cada película un lupanar audiovisual que requiere ser explorado con lentitud, paciencia y un goce absoluto por la contemplación. En un texto llamado “Retrato del artista católico (furioso)”, publicado en la revista Fierro a mediados de los años 80, el crítico y teórico argentino Ángel Faretta escribió lo siguiente sobre el cineasta de New Jersey:
“Así como El Greco ha pintado siempre el mismo cuadro o Conrad ha narrado siempre la misma historia, De Palma ha filmado siempre la misma película. Desde el esoterismo mórbido de Sisters (Hermanas diabólicas) hasta la demencial catarsis de Carrie, pasando por la rigurosa progresión dramática de Magnifica obsesión (Obsession, quizás su obra maestra hasta el presente), el autor ha elaborado un universo ficcional que desembozadamente busca sus orígenes temáticos, y hasta sus tópicos estilísticos, en la obra del maestro Alfred Hitchcock, haciendo variaciones y subvariaciones como en una interminable jam session, en la cual la melodía matriz ha sido diseminada dentro de una envolvente maraña de sonidos adventicios”.
Faretta establece dos ejes temáticos que atraviesan la obra de Brian De Palma (hay que tener presente que el texto citado fue publicado en abril de 1985, cuando el cineasta de origen italoamericano solo había cubierto la mitad de su filmografía): uno es el acto de mirar desde el rol del voyeur, la mirada no reglamentada, descentrada, incómoda, secreta. El otro es la sustitución del cuerpo de la mujer amada, para cuya representación el cineasta se ha valido de variados doppelgängers (hermanas siamesas, actrices porno, esposas e hijas que vuelven de entre los muertos). Esos ejes, sostiene Faretta, son afluentes de dos de los ríos más caudalosos del cine de Hitchcock: La ventana indiscreta (Rear Window, 1954) y Vértigo (1958). Si bien esto resulta evidente a simple vista, el lúcido análisis de Faretta tiende a reducir y concentrar la totalidad de los referentes estéticos de De Palma sobre la diestra figura del Gran Maestre calvo. Y si bien el gran Brian ha ingerido enormes cantidades de caviar hitchcockiano, resulta innegable que su paladar también supo probar el fast-food y la comida chatarra. La carta de influencias del bodegón de De Palma puede entablar un maridaje perfecto entre los refinados licores cinematográficos del inmortal maestro del suspenso y la grasa del slasher más epidérmico, y sus referencias estéticas alcanzan también a la cultura pop y el punk. En el torrente de estilos se pueden incluir la ya mencionada influencia prematura de la nouvelle vague con toques de sátira social y política (el arco inicial comprendido entre Greetings y Hi, Mom!), la tragedia griega y el teatro experimental (Dyonisus in ‘69), la ópera-rock fusionada con la literatura del romanticismo (El fantasma del Paraíso), el universo literario de un Stephen King todavía sin consagrar (Carrie), el giallo italiano de Mario Bava y Dario Argento y el terror clínico-hospitalario (Hermanas diabólicas), las películas de gangsters (Scarface), el cine softcore y la pornografía (Doble de cuerpo, probablemente la cima artística de su carrera), los seriales televisivos (Los Intocables, Misión: Imposible), la ciencia ficción (Misión a Marte), la literatura hard-boiled (La Dalia Negra)… De Palma siempre mantuvo el colesterol orgullosamente alto.
El cineasta, sin embargo, no adolece de cierto maniqueísmo, porque como bien sostiene Faretta, se trata de un artista católico. Pero tanto su religiosidad como su moral son de naturaleza fílmica, por lo cual su distinción maniquea entre luces y sombras también se ve beneficiada por una dosis de ambigüedad que se desprende de su modo de construir las imágenes, construcción que impide la intromisión de lo alegórico. En el cine de De Palma se desconfía de la imagen inicial, que se contempla de manera anamórfica; su puesta en escena y su disección a través de la cámara profana los modos de representación tradicionales, pero la verdad termina siempre siendo revelada, saciando finalmente el ansia de realismo del espectador. En la novela Contraluz, del escritor norteamericano Thomas Pynchon, se hace mención a un extraño mineral llamado Espato de Islandia, el cual habría sido utilizado por los vikingos a modo de brújula para orientar a sus navegantes por los mares ante la casi nula presencia del sol. La propiedad birrefringente del Espato les posibilitaba aprovechar esa doble refracción para localizar la incidencia exacta de la luz del sol mientras navegaban por los mares nórdicos, orientándose a través de la piedra solar. Las lentes de De Palma buscan a través del movimiento continuo ese haz de incidencia que conduce hacia la verdad de sus imágenes.
Sin embargo, limitarse a las influencias estéticas de De Palma imposibilitaría apreciar las complejidades de la mirada propia que el cineasta logró configurar en medio de toda esa multiplicidad de referentes estéticos. El uso de la pantalla geométricamente dividida (split-screen), la convivencia de dos planos en un mismo encuadre, despegando artificialmente la figura del fondo, por lo general reservando un rostro que observa para el close-up y una acción desarrollada en plano general detrás; virtuosos tracking-shots de un nivel de detalle y ostentosidad dignos de un fresco renacentista pintado sobre una bóveda, el barroquismo de la puesta en escena, la difícil distinción entre lo onírico y lo real, dimensiones a menudo homogeneizadas estéticamente por el director a través de una iluminación difusa, estructuras narrativas circulares construidas sobre la reiteración de detalles que se anticipan desde muy temprano en la trama, que a menudo roza lo ininteligible (un legado narrativo seguramente heredado del giallo), el uso del gran angular sobre los rostros, los decorados o escenografías que se revelan más tarde como meros artificios, las tomas subjetivas, los paneos circulares alrededor de sus personajes cuando logran consumar sus deseos… De Palma tiene un arsenal de recursos formales a su disposición, sumado a los aportes de un puñado de colaboradores esenciales en el delineado de su universo (Paul Hirsch en el montaje, Vilmos Zsigmond en la dirección de fotografía, Pino Donaggio en la musicalización). Si encadenáramos las mejores escenas del cine de Brian De Palma, obtendríamos una sucesión de Fibonacci, cuya sumatoria nos revelaría el número áureo que subyace en la composición de cada uno de sus fotogramas. La apreciación y revisión de su obra se torna mucho más estimulante al abordarla de manera fragmentaria, metonímica. El recorrido a través de una acotada selección de escenas que sigue a continuación no pretende entablar un análisis exhaustivo o riguroso de su filmografía, ni tampoco atenerse a un estricto orden cronológico, contextualizando cada obra en relación al lugar que ocupan dentro del cine norteamericano. Persiguen el único objetivo de contagiar el placer que provocan las imágenes de uno de los profanadores más sofisticados, apasionados y salvajes del cine moderno.
Hermanas diabólicas (Sisters, 1973)
La secuencia inicial de Hermanas diabólicas nos muestra a un hombre en el vestuario de un gimnasio. De repente, una atractiva mujer ciega irrumpe en el lugar y comienza a desvestirse sin advertir la presencia del sujeto, que se mantiene en silencio contemplando a la inesperada visitante. La cámara mantiene el foco siempre en el segundo plano, es decir, sobre el observador, a cuyo rostro se aproxima mediante un zoom. La imagen se congela y una máscara gráfica en forma de cerradura encierra al rostro del voyeur, sobreimprimiendo un texto que es pura intertextualidad cinematográfica: “Peeping Toms”. El tratamiento de la imagen pasa de ser cinematográfico a adoptar el formato televisivo. Oímos la voz de un locutor y aplausos del público. Todo lo que vimos fue parte de la puesta de un show televisivo en el que dos concursantes deben adivinar cómo proseguirá la acción representada. El interrogante planteado por el conductor del programa es ético: ¿el hombre permanecerá observando en silencio a la mujer ciega mientras esta se desviste, u optará por abandonar el lugar? Los concursantes se inclinan por la primera opción, pero equivocan la respuesta: el hombre se retira, respetando la privacidad de la mujer a la que solo espió en sus primeros movimientos. El personaje adoptó la actitud más alejada posible de la voluntad de un cineasta como Brian De Palma: eligió dejar de mirar. El conductor del programa presenta en el estudio a los dos actores que se prestaron al sketch. El hombre que interpretó al respetuoso espía (Lisle Wilson) recibe una invitación para cenar en un lujoso club de Manhattan, mientras la mujer “ciega”, una modelo franco-canadiense que habla en un imperfecto inglés (Margot Kidder), recibe un set de cuchillos. Ambos acuerdan compartir una cena después del programa, y terminan pasando la noche en el departamento de la mujer. De Palma construye una ficción dentro de otra, interpelando a los concursantes del programa, a los espectadores del show, y también a los de la película. Estamos advertidos de que en Hermanas diabólicas una imagen puede contener a la otra de manera embrionaria, en una película cuyo argumento involucra a gemelas separadas violentamente a través de un experimento científico de consecuencias fatales.
Al despertar a la mañana siguiente, el hombre se entera de dos cosas: la mujer con la que ha compartido la cama afirma tener una hermana gemela que se encuentra en otra habitación del departamento, y ambas cumplen años ese mismo día. La mujer le pide que baje a conseguir unos medicamentos en la farmacia, y el hombre aprovecha la ocasión para sorprenderla comprando una torta de cumpleaños. Cuando regresa al departamento, es atacado violentamente por la hermana gemela de la mujer (interpretada, por supuesto, por Margot Kidder), quien lo apuñala con uno de los cuchillos del set obsequiado por la producción del programa. El hombre, herido de muerte, se arrastra por el suelo con sangre del color y espesor de una película de Mario Bava. La música de Bernard Herrmann, un híbrido estridente de orquestación y sintetizadores, nos sitúa también en el terreno del giallo. De Palma decide implementar el uso del split-screen desde el momento en que la víctima se sujeta al marco de una ventana, instante en el que logra ser visto por una vecina del edificio de enfrente (Jennifer Salt). Mientras la testigo se comunica con la policía para formular la denuncia, la pantalla dividida nos muestra a la actriz recibiendo la visita de un amante celoso (William Finley) que encuentra el cadáver todavía fresco del hombre asesinado. La llegada de la policía al lugar de los hechos y la limpieza de la escena del crimen conviven magistralmente en esta doble composición, configurando un escenario de tensión extrema que nos otorga una visión precisa de dónde se encuentra ubicado cada personaje en relación al espacio, pero por sobre todo a cuánto tiempo se encuentra la verdad de ser revelada, la cual podría salir a flote a partir de la colisión de ambos cuadros. Finalmente, la policía y la vecina arriban al departamento cuando el amante de la mujer ya ha logrado esconder el cuerpo dentro del sofá, limpiar todo rastro de sangre en el sitio y retirarse sin ser descubierto. De Palma ya había implementado el uso del split-screen en Dyonisus in ‘69, una película filmada pocos años antes de Hermanas diabólicas, en la que registraba la puesta teatral de Las Bacantes, la tragedia clásica de Eurípides, realizada por una compañía de teatro experimental del under neoyorquino llamada Performance Group. En aquella película, De Palma pretendía entablar una relación entre la actuación del grupo y la participación activa del público, subordinándose a la innovadora propuesta del director teatral Richard Schechner. Pero es en Hermanas diabólicas donde el uso de esta técnica que el director seguiría explotando con eficacia en muchos trabajos posteriores adquiere una nueva dimensión expresiva, en función de una trama donde la dualidad funciona como el eje temático central. Hermanas diabólicas es al cine de Brian De Palma lo que Cromosoma 5(The Brood) fue al cine de David Cronenberg: la película donde la sustancia del estilo y las obsesiones temáticas terminaron por licuarse con la consistencia justa. A partir de Hermanas diabólicas, De Palma ya sabe dónde se encuentra parado.
El fantasma del Paraíso (Phantom of the Paradise, 1974)
Profundizando en la misma línea de estilo de Hermanas diabólicas pero desligándose de la trama de suspenso hitchcockiana para adentrarse en las fauces del Fausto de Goethe y El fantasma de la Ópera, de Gaston Leroux, De Palma ejecuta otro paso de baile virtuoso: el homenaje explícito a Sed de Mal (Touch of Evil, 1958), de Orson Welles, en la forma de un atentado perpetrado por un músico cuyas aspiraciones se vieron traicionadas por Swan (Paul Williams), un ambicioso y mesiánico productor de glam-rock. En medio del ensayo de un número musical surfer al estilo Beach Boys y lleno de chicas en bikini, el malogrado Winslow (William Finley), ya convertido en El Fantasma, coloca una bomba en el baúl de un auto de cartón que estallará cuando se aproxime al escenario, consumando el acto de venganza. Apelando nuevamente al uso de la pantalla dividida y redoblando la apuesta de Hermanas… al incorporar la elección del plano secuencia para cada uno de los cuadros, De Palma logra un crescendo de tensión no exento de comicidad y sensibilidad kitsch, alcanzando el climax en la esperada explosión y concluyendo con el duelo de miradas entre Swan y Winslow, cada uno desde un palco opuesto, asumiendo el rol antagónico en el que los ubicó la trama. De Palma retroalimenta su filiación con el giallo al anticipar el protagónico de Jessica Harper en Suspiria (1977), clásico del género de horror italiano firmado por Dario Argento y que llegaría unos tres años después de esta película de culto que fue El fantasma del Paraíso.
Magnífica obsesión (Obsession, 1976)
El más explícito y salvaje de los tributos que De Palma rindió al cine de Alfred Hitchcock se concentra en esta película, que es una remake de Vértigo (1958), la misma trama macabra con una rúbrica incestuosa, cortesía de un guion originalmente escrito por Paul Schrader pero del que De Palma se apropió posteriormente, realizando significativas modificaciones y generando diferencias irreconciliables con su guionista. De Palma elige empezar de nuevo con la atmósfera del giallo: los ténebres acordes del órgano de una iglesia compuestos por Bernard Herrmann, sonando sobre el plano fijo de la fachada de mármol blanco de la Basílica de San Miniato del Monte, situada en una cima de la ciudad de Florencia. Estos planos se alternan con una sucesión de felices fotografías familiares del protagonista, Michael Courtland (Cliff Robertson), y de su mujer Elizabeth (Geneviève Bujold), durante su florentina luna de miel. La siguiente secuencia nos sitúa a fines de la década del 50 en New Orleans, con un plano de la lujosa residencia de Courtland, levemente hundida sobre la línea de horizonte de la composición. La fotografía de Vilmos Zsigmond empaña la imagen, envolviéndola en una densa y onírica bruma. En el interior del hogar de Courtland se lleva a cabo una celebración, la del décimo aniversario de matrimonio entre el protagonista y Elizabeth. De Palma anticipa la tragedia en un solo movimiento de cámara, encuadrando la danza circular de la feliz pareja, incorporando en el plano a uno de los mozos, de quien un preciso paneo permite advertir que lleva escondida un arma bajo el chaleco, y concluyendo con el plano del socio de Courtland, Robert LaSalle (John Lithgow, villano arquetípico del cine del realizador), mentor del siniestro plan que sumirá al empresario de la construcción en la desdicha. Tanto la esposa de Courtland como su hija serán secuestradas y encontrarán la muerte durante la fuga de sus captores, que chocan el auto tras una persecución policial. Lo que sigue es un plano circular con el que De Palma resume los dieciséis años de dolor de su protagonista, que decide rendir tributo a sus muertas con un mausoleo que replica la fachada de la basílica florentina. La cámara parte del rostro de Courtland, que observa cómo las grúas trabajan en la instalación del mausoleo, panea hacia la derecha recorriendo el desolado paisaje sureño, las invernales inmediaciones del parque memorial, las flores que decoran el monumento, y concluye en el rostro igualmente compungido del empresario, a pesar de los muchos años transcurridos. La trama vuelve a conducir a Courtland hacia Florencia, esta vez por motivos empresariales y en compañía de su socio, de quien aún desconocemos su rol determinante en la planificación del secuestro y muerte de Elizabeth. Una vez allí, Courtland cree avistar a una mujer que es la viva imagen de la fallecida. Al seguirla, ingresa en el interior de la Basílica, donde comprueba el inquietante parecido que esta mantiene con Elizabeth. El viudo aborda a la mujer, que se presenta como Sandra y se encuentra trabajando en la restauración de una Madonna renacentista pintada sobre un retablo. Sandra explica que las inundaciones han expuesto la pintura a la humedad, dañando la superficie pero revelando otra imagen más antigua que subyace debajo, poniendo a las autoridades frente a la disyuntiva de decidir si preservar a la Madonna o dejar al descubierto la nueva imagen revelada. Sandra interroga a Courtland sobre lo que él haría en su lugar. La respuesta del viudo es elocuente: “La conservaría. Hay que proteger la belleza”. Sandra es avistada en contrapicado, frente al retablo, con dos destellos de luz a su costado, correspondiéndose a la mirada devota de Courtland, que la contempla como si fuera un eidolon, una copia astral de la difunta.
Carrie (1976)
La primera y exitosa adaptación de Stephen King a la pantalla grande comienza con una escena emblemática del cine de De Palma: la cámara se desplaza en slow-motion por un vestuario, abriéndose paso entre el vapor de las duchas y divisando los cuerpos desnudos de las alumnas de un colegio secundario, para finalizar su recorrido en el sangrado de la entrepierna de Carrie (Sissy Spacek), la joven con poderes telequinéticos, que reacciona de manera aterrorizada ante su primer ciclo menstrual. De Palma apela a la falsa sentimentalidad de la música de Pino Donaggio, habitual colaborador en la banda de sonido de sus películas, y explora con total actitud softcore esos cuerpos femeninos, presagiando la sangre que se desprenderá de ellos en el fatal desenlace. El realizador apela también al uso del gran angular y la cámara subjetiva para representar el ataque de las compañeras de Carrie, que arrojan tampones sobre su cuerpo expuesto y vulnerable. La furia desatada de la joven protagonista sobre el final de la película vuelve a mostrar al cineasta en pleno uso de sus facultades expresivas, recurriendo nuevamente al split-screen, pero a diferencia de las películas anteriores, añadiendo una nueva capa de sentido, como si la división de pantalla le resultara siempre funcional a los más variados propósitos expresivos: en este caso el efecto logrado es de orden sensorial, potenciando el shock generado por la multiplicidad de muertes simultáneas que tienen lugar en una misma escena, y en todo momento manteniendo en primer plano el origen de esa tragedia: la mente desatada de Carrie ajustando cuentas en nombre del cuerpo humillado. En los instantes previos a los del brutal desenlace, De Palma apeló al uso de la cámara lenta para exponer en detalle los acontecimientos que desembocarían en la fatídica broma. Una vez consumada la humillación, el cineasta opta por la fragmentación caleidoscópica de los rostros que celebran el agravio, visión propiamente representativa de la percepción iracunda de Carrie, ya que De Palma demuestra que ciertos personajes se indignan ante la situación de la protagonista.
Vestida para matar (Dressed to Kill, 1980)
La cámara montada sobre un dolly se desplaza lentamente por el interior de un living en penumbras, preanunciando el ingreso a un ambiente mucho más luminoso. La cámara entrega el plano conjunto de una mujer de cuerpo entero bajo la ducha (Angie Dickinson), que observa con provocación a su marido mientras este se afeita con indiferencia frente al espejo del baño. La música de Pino Donaggio es digna de la más empalagosa de las novelas televisivas de ricos que también lloran. La cámara culmina sobre el rostro de esta mujer apasionada que no puede satisfacer sus expectativas sexuales, mientras comienza a rozar con sus manos su propio cuerpo desnudo. Repentinamente es asediada por un sujeto que aparece por detrás en la ducha. La imagen del marido se pierde entre el vidrio empañado por el vapor y la humedad del ambiente, mientras la mujer es violada por el extraño. La escena culmina con el grito de la mujer, que en realidad se encuentra teniendo relaciones con su marido, fingiendo un orgasmo mientras la radio informa sobre el pronóstico y el estado del tránsito en la ciudad. Luego de una conversación algo conflictiva con su hijo nerd (Keith Gordon) y de una sesión de terapia donde revela su insatisfacción sexual ante su analista (Michael Caine), la mujer emprende una visita a un museo de arte moderno. Sentada frente a algunos cuadros de la galería principal, la mujer realiza anotaciones triviales en un cuaderno. Un hombre se sienta a su lado, tomando también sus propias anotaciones. Ambos intercambian miradas, pero el hombre vuelve la suya rápidamente hacia los cuadros, ofendiendo a la mujer con su indiferencia. El hombre se pone de pie y se dirige hacia otra sala del museo, ante lo cual ella comienza a seguirlo, sin notar que ha dejado caer un guante en el suelo. El hombre advierte el seguimiento y rápidamente se invierten los roles, deviniendo él en un stalker y ella en la perseguida. El hombre intenta devolverle el guante, pero ella malinterpreta el gesto y decide alejarse rápidamente del lugar. Al reparar en la pérdida del guante, la mujer comprende la intención previa del hombre, a quien ya no logra encontrar por ninguna de las galerías. Frustrada, decide abandonar el recinto. La secuencia tiene una extensión de casi diez minutos de duración en los que De Palma prescinde por completo de cualquier diálogo, ejecutada con un uso prioritario de subjetivas y algún crescendo musical. Una vez fuera del museo, la mujer es llamada por el hombre, que se encuentra en la parte trasera de un taxi estacionado sobre la avenida, agitando el guante con sus manos. La mujer se aproxima al taxi y el hombre la introduce en su interior, donde comienza a besarla apasionadamente. Ambos mantienen relaciones sexuales ante la mirada atenta del conductor que observa todo por el espejo retrovisor. La escena culmina con otro grito, esta vez auténtico, de la protagonista que ahora si ha logrado alcanzar el postergado clímax sexual.
La mujer despierta en la cama de su amante, quien permanece dormido. Antes de abandonar el departamento decide escribir una carta despidiéndose de su furtivo cazador. Pero al revisar entre los cajones descubre un detalle sumamente perturbador: el hombre con el que compartió la cama ha sido diagnosticado con una enfermedad venérea que requiere atención médica urgente. Alterada frente a esta información, la mujer decide huir rápidamente del lugar, pero mientras desciende por el ascensor advierte que ha olvidado su anillo de compromiso sobre el escritorio. Aun sin recuperarse del shock, la mujer intenta regresar al departamento, pero al abrirse las puertas del ascensor es brutalmente asesinada por un travesti que la degüella con una navaja de afeitar.
El sonido de la muerte (Blow Out, 1981)
De Palma toma como principal referente estético al Blow Out de Antonioni y a La conversación, de Francis Ford Coppola, pero añadiendo una capa de barniz trash sobre la ilustre superficie de sus predecesores cinematográficos. Elige empezar nuevamente con una referencia al slasher, a través de un plano secuencia con cámara subjetiva de un asesino que acecha en las inmediaciones de una fraternidad estudiantil. El psycho-killer avanza cuchillo en mano, con su respiración y palpitaciones cardiacas fundidas en primer plano sonoro con el score deliberadamente “berreta” de Pino Donaggio. Los asesinos son una figura esencial dentro del universo depalmiano, porque ejercen la mirada como preludio a la acción, en contraposición a la pasividad que suelen adoptar algunos de los supuestos héroes de sus películas, que fracasan cuando no complementan el acto de mirar con el impulso para la ejecución. El asesino se asoma por ventanas que muestran chicas bailando, teniendo sexo o masturbándose en sus dormitorios. La cámara ingresa en el vestuario; sobre un espejo empañado vemos la figura del asesino, que prosigue su rumbo hacia una de las duchas. Descorre las cortinas, alza el cuchillo, y cuando está a punto de lacerar el cuerpo de una rubia, pasamos al cuarto de edición donde está teniendo lugar la post-producción de la película. Jack Terry (John Travolta) trabaja como técnico de sonido y recibe los reproches del productor de este film clase B, que necesita una variante decente para el espantoso grito de la rubia a punto de morir. De Palma construye toda la película para encontrar ese grito final, en el que debe ser el desenlace de mayor humor negro de la historia del cine.
Para la secuencia de los créditos iniciales, De Palma anticipa absolutamente todos los elementos de la trama a través de pistas visuales y sonoras. Mientras Jack graba y cataloga su galería de sonidos en cintas magnéticas, un noticiero televisivo cubre la cena de gala del futuro candidato a presidente de los Estados Unidos. El registro correspondiente a un disparo se superpone a la imagen del candidato que morirá en circunstancias misteriosas que el mismo Jack presenciará como testigo inesperado en la próxima escena. Mientras se encuentra registrando sonidos en un bosque para una película, Jake captura con su equipo de grabación portátil un ruido brusco que delata la proximidad de un auto a toda velocidad, e inmediatamente después dos sonidos que remiten a un disparo y a la explosión de una llanta. Acto seguido, el auto aparece en escena para precipitarse en el lago. Jake abandona el rol pasivo de testigo para sumergirse en el agua y rescatar a una mujer del interior del auto hundido en el fondo del lago. La víctima fatal resultó ser nada menos que el candidato presidencial, y la sobreviviente es una prostituta llamada Sally (Nancy Allen, musa depalmiana de esta gloriosa etapa del cineasta), que se encontraba en el asiento del acompañante. Frente a las reiteradas acusaciones de misoginia recibidas por el director, cabe recordar que De Palma muestra siempre a sus putas como personas nobles sin maledicencia.
El técnico sonidista reconstruye los hechos que presenció en el bosque por medio de un meticuloso montaje de fotografías tomadas de recortes periodísticos a las cuales sincroniza con su registro auditivo del accidente. En una magistral escena de enorme encanto analógico donde De Palma y su montajista Paul Hirsch hacen gala de su virtuosismo, Jake rebobina y adelanta una y otra vez las cintas magnéticas hasta dar con el punto exacto en el que imagen y sonido colisionan para revelar la verdad de lo ocurrido, convirtiendo al protagonista en un auténtico investigador forense de las formas. Pero más allá de todos los procedimientos formales que intentan desentrañar la enorme red conspirativa, el fatalismo termina adueñándose de la cuestión. Jack utiliza el cuerpo de Sally como carnada para atraer la atención del asesino serial contratado por los conspiradores, que viene matando prostitutas para elaborar un supuesto patrón de conducta ante los ojos de las autoridades, justificando simbólicamente el crimen de esa testigo comprometedora que es la dama de compañía del candidato a presidente asesinado. De Palma culmina trágicamente esta historia haciendo que los fuegos artificiales del 4 de julio interfieran con el monitoreo de audio del micrófono que Sally lleva puesto por pedido de Jake. La escena de la muerte de Sally con la bandera norteamericana desplegada de fondo (uno de los usos más irónicamente feroces de la iconografía patriótica americana que se recuerde en una película de Hollywood), el travelling circular sobre Jake tomando el cuerpo examine de Sally con los fuegos artificiales iluminando los cielos nocturnos, y el uso final del inútil grito de ayuda desesperado de la víctima siendo utilizado en la película clase B que vimos inicialmente redondean la cima del humor negro con la que De Palma decidió concluir esta historia.
Doble de cuerpo (Body Double, 1984)
Probablemente la cima del cine de Brian De Palma, donde confluyen tema y estilo en perfecto sincronismo. Jake Scully (Graig Wasson) es un actor de mediopelo que sufre de claustrofobia, lo que ocasiona que sea expulsado del rodaje de una película de vampiros clase B luego de sufrir un ataque durante la filmación de una escena donde debía salir de un ataúd. Al llegar a su casa, encuentra a su mujer teniendo sexo con otro hombre. Sin trabajo, pareja ni hogar, Jake recibe una inesperada oferta por parte de Sam (Gregg Henry), un colega al que conoció recientemente, para que cuide por unos días un lujoso penthouse ultramoderno de proporciones octogonales ubicado sobre la cima de las colinas de Hollywood, en el valle de San Fernando. Uno de los principales atractivos del lugar consiste en un telescopio que apunta directamente hacia un complejo de residencias. En una de ellas, una sensual vecina ejecuta cada noche y a la misma hora un striptease frente a los enormes ventanales de su living. Jake se entrega de lleno al privilegiado acto de mirar desde la distancia. A los pocos días, comprueba que un inquietante sujeto que realiza tareas de mantenimiento sobre una antena satelital cercana al área, también contempla el erótico número nocturno. Jake comienza a seguir de cerca los movimientos diurnos de la mujer, y al poco tiempo comprueba que también está siendo seguida por el siniestro sujeto que la espiaba la noche anterior. Luego de una prolongada persecución silenciosa dentro de un centro comercial (espacios muy frecuentados por la cámara de De Palma), Jake logra enfrentar a su sensual vecina, justo en el momento en el que el otro perseguidor le arrebata su bolso. Jake, como el Scottie Fergurson de Vértigo (inagotable fuente de sentido para el cine de De Palma), vuelve a padecer las consecuencias de su fobia, al intentar capturar al delincuente y fallar en el proceso justo cuando este se introduce en un túnel. Sin embargo, el desafortunado protagonista logra besar a la mujer, momento que De Palma representa con un exacerbado romanticismo envuelto en una atmosfera de ensueño, con uno de sus habituales travellings circulares y una sobrecargada musicalización melodramática de Pino Donaggio. A la noche siguiente, Jake retoma sus hábitos de voyeur, pero esta vez pagando un precio muy costoso. Al asumir nuevamente su rol pasivo de espectador, Jake atestigua el asesinato de su vecina en manos del perseguidor, que la atraviesa con un inmenso taladro de notables reminiscencias fálicas. Sumido en la depresión y el alcohol, Jake descubre en un video porno a la doble de cuerpo que interpretaba el papel de la bailarina en el departamento (Melanie Griffith otra prostituta de buen corazón). Invirtiendo el desenlace fatal de Blow Out, De Palma redime a su protagonista con un pasaje a la acción, en la película en la que quizás más reflexionó sobre el rol de los actores dentro de esa usina universal de mentiras llamada cine.
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