Reseñas de festivales
El corral y el viento
La imagen difusa de un hombre bajando por el pasto se repite una y otra vez. Un plano que contiene la persistencia de un recuerdo. Un recuerdo que movilizó al realizador para ir en su búsqueda con todo lo que conlleva el peso de la memoria. Esa imagen podría pertenecer a muchos lugares, pero no. Se trata de un pueblo llamado Santiago de Okola en las afueras de la ciudad de La Paz, Bolivia. Grandes planicies despobladas, algunos animales de corral, un par de casas habitadas por escasos pobladores forman el espacio donde se desarrollará un documental que ahonda en las raíces y en los orígenes de los pueblos en relación al presente.
La voz en off del realizador narra brevemente el pasado de su familia, al cual se acerca con un equipo mínimo para registrar sus huellas.
“En otros tiempos, los primeros hombres salieron de las aguas del lago Titicaca –explica Miguel Hilari-. Mucho después, mi abuelo Pedro Hilari, un aymara, fue encerrado en un corral de burros por querer leer y escribir español. De mi abuelo no existen fotos y yo no lo he conocido. Por su voluntad de leer y escribir en español, de mandar a sus hijos a la escuela, existe mi familia de la manera en que existe hoy. Santiago de Okola, como era en los tiempos de mi abuelo, ya no existe. Si bien la comunidad es el lugar donde se mantienen las tradiciones, también es un lugar de transformaciones veloces. Quiero filmar a la comunidad en su proceso de alteración, volviéndose otra. A través de esta película me interesa acercarme a la memoria presente de mi abuelo. Me interesa descubrir su influencia en la vida cotidiana de sus hijos. Al buscar a mi abuelo, también me busco yo”.
En esa búsqueda encuentra a un tío muy mayor, el único familiar que se ha quedado allí, los demás partieron a la ciudad en busca de otro horizonte, tal vez más próspero. La cámara se introduce en sus vidas para registrar su cotidianidad, su paz, su relación con la naturaleza, y en esa relación se aprecia la lejanía con el mundo, con los avances tecnológicos, con cierto progreso. Sin embargo, en sus rostros hay felicidad.
Los niños de la casa actúan para la cámara en largos planos fijos (demasiados extensos y sin mucho que decir). Y su tío, que habla lengua aymara, y apenas entiende español, mira azorado el equipo de filmación con un asombro iniciático e ingenuo que resulta de una ternura pocas veces vista. El hombre nunca había visto algo así, no sabía que ese aparato mecánico registraba imágenes y las reproducía para nosotros. Esa es la naturalidad vital que logra captar El corral y el viento.
Hilari interviene en las escenas que filma, hace preguntas motivando la acción, porque la timidez de los pobladores, por momentos, los paraliza. Una escena interesante es la del recitado de los chicos del colegio de la zona. Pasan de a uno con ayuda de su maestra, se paran delante de la cámara y comienzan a recitar poesía exageradamente declamativa. En uno de los recitados, una encantadora niña, junto con la bandera de los pueblos originarios de fondo, con una intensidad política y aguerrida encantadora realiza un largo testimonio sobre la importancia cultural de su pueblo frente a las culturas que quisieron dominarlos.
En esa dicotomía “patria o liberación”, estimulada desde la educación inicial, Hilari reflexiona, con cierta melancolía, sobre la historia de su país, a través de su familia. En esa elección, que llevó al encierro a su abuelo, hay una cuestión de principios; una decisión de aferrarse a las tradiciones o de adaptarse a los condicionamientos de un presente más cercano a sus colonizadores.
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