Investigamos
Los hijos de la guerra
Los niños: piezas clave en el Neorrealismo
Sin duda, la imagen de un niño es símbolo de simpatía, inocencia y, por supuesto, esperanza. A través de la historia del cine han aparecido con efectividad estos pequeños que, como diminutas chispas, generan emociones y despiertan ternura en los espectadores.
El Neorrealismo italiano, corriente que comienza en la Segunda Guerra Mundial y continúa en la posguerra, marca su inicio en 1943, con el film Ossessione, de Luchino Visconti. Su búsqueda primordial es la veracidad, mostrar las dificultades y penas que vivía la población en un intento de reconstrucción social, laboral, pero sobre todo, personal y emocional. En la aparición de los niños encuentra un recurso básico que apela a la empatía, y comprueba que su inocencia no los exime de las dificultades, ya que a pesar de su corta edad, sufren las consecuencias de los actos y decisiones de los mayores.
La base en la que se fundamenta el Neorrealismo, en primera instancia, es la intención de representar la realidad tal cuál es, sin disfraces ni matices, valores ya anteriormente reforzados en el cine europeo, en su vertiente de Cinema Verité, o el Cine-Ojo del soviético Dziga Vértov. Para ello, se propone el manejo de locaciones naturales, la no utilización de actores profesionales (cosa que no siempre se cumple a rajatabla), la presentación de situaciones cotidianas, comunes a la población general, la constante presencia de mujeres y niños en historias desgarradoras por su verismo y conmovedoras por su aproximación humana.
Este tipo de cine, espejo del doloroso entorno, fue una secuela directa de la guerra, una respuesta casi natural a la desesperanza, a la desolación, al enojo. Funge como un llamado de atención, como denuncia de lo devastador del conflicto y, por supuesto, como una catarsis para el público, al contemplarse a sí mismos en pantalla, en un claro reflejo de su propia realidad. En películas como Roma Ciudad abierta (Roma città aperta, 1945), o Alemania, año cero (Germania anno zero, 1948) de Roberto Rossellini; El limpiabotas (Sciuscià, 1946) y Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, 1948) de Vittorio de Sica, los niños se asoman como testigos y, a la vez, actantes de la vida diaria, como partícipes de las injusticias sociales, también como la conciencia que acompaña y confronta el adulto en su desesperación. Y por último, como la imagen del futuro próximo, la posible esperanza de cambio. De alguna forma, este periodo de cine presenta a una desolada humanidad con una profunda deuda hacia los niños.
Ciertamente, esta línea narrativa repercute en la cinematografía de distintos países en varios momentos históricos hasta nuestros días, como sería el caso de Los 400 golpes (Les Quatre cents coups, 1959), de François Truffaut, o Los Olvidados (1950), de Luis Buñuel, o las cintas del español Víctor Erice, en las que, de igual forma, vemos a niños como piezas verdaderamente importantes del desarrollo de la trama y la tensión dramática. Incluso se habla de la fuerte influencia en el llamado Nuevo Cine Iraní, en su forma de plantear las historias, de plasmar la cotidianidad, de reflejar su entorno, pero además en su inclusión de la mirada infantil sobre el mismo. Tal es el caso del cine de autores, como Bahram Beizai Safar o Abbas Kiarostami.
Perdiendo todo, ¿menos la esperanza?
En Roma ciudad abierta, Rossellini desnuda a la especie humana a través de la crudeza de sus imágenes. Cuenta un relato que sucede a punto de terminar la guerra, en la que los niños no sólo aparecen como espectadores, sino como participantes; no sólo observan, se ven obligados a actuar, en medio de los horrores vividos en Roma durante la ocupación alemana.
Para estos niños, la guerra es su realidad cotidiana; las carencias, las ruinas, el miedo son un tema común. La lucha por conseguir un pedazo de pan es cosa de todos los días, los vemos literalmente pelear por él; su casa es la calle, donde no hay adultos que los protejan de la cruenta situación ni vendas que cubran sus ojos ante la desgracia.
El pequeño Marcello vive con su madre Doña Pina, interpretada por Anna Magnani, quien lo involucra desde un principio en un delicado asunto, al mandarlo a buscar a Don Pietro, el sacerdote, para ayudar a escapar a un amigo de Francesco, su prometido.
Más tarde, a Marcello le tocará presenciar la partida de su querido Francesco y el asesinato de su propia madre en una escena verdaderamente desgarradora. Y por último, el fusilamiento de Don Pietro, acompañado de todo su grupo de amigos, quienes ante lo trágico de la situación, se alejan caminando juntos de vuelta a la ciudad, con un dejo de esperanza, o quizá de todo lo contrario, por ser estos dolidos niños, los próximos hombres de un futuro tan poco prometedor, en el que de pronto ya no tienen a nadie, salvo a ellos mismos para acompañarse, cuidarse y alentarse.
Otro caso es el de Edmund, en Alemania, año cero, quien pretende ser el hombre de la casa, a una edad en la que le correspondería estudiar y jugar. Rossellini nos traslada esta vez a Berlín como escenario de una dura historia, en la que este jovencito de apenas 12 años se adjudica un papel que no le toca. Se siente responsable por llevar unas cuantas monedas a su casa para comprar comida, mientras su padre está postrado en cama, enfermo y desempleado. Su hermano mayor no halla su lugar en tiempos de la posguerra, y se encuentra encerrado, sin papeles para conseguir empleo con un miedo infinito a proseguir con su vida y, mucho menos, cooperar con la manutención de la familia.
Edmund intenta ser maduro, cree que puede con todo, y por su desbordada energía sale a la calle en busca de soluciones para la terrible situación familiar, sin embargo, su inocencia lo lleva a confiar en quien no debe y a tomar decisiones que serán determinantes en su vida. Por un lado, su padre le dice que lo mejor para todos sería morir; por otro, el profesor nazi también lo incita con sus discursos. Así que Edmund actúa confiando en que es su deber y él mismo lo envenena. En consecuencia, al final de la cinta, en su mente ya no hay lugar para la esperanza, no ve la salida, porque, a diferencia de Marcello, él se encuentra solo. Ve a los niños jugar, pero ya no puede ser parte de su grupo, ni del futuro, porque sus acciones lo han hecho crecer antes de tiempo, cruzar una línea sin retorno.
Por el contrario, Bruno, el pequeño de Ladrón de Bicicletas, un chiquito que acompaña a su padre en búsqueda de la bicicleta robada, finalmente y dentro de la terrible desesperación de no encontrarla, ofrece su manita a un padre derrotado y avergonzado, y caminan juntos. De Sica intenta expresar que para Bruno el futuro, aunque con penurias y dificultades, se percibe como posible, y sí existe para él la esperanza, porque la contiene en sí mismo.
Juegos entre los escombros
A pesar de tantas preocupaciones, los niños del Neorrealismo no han perdido el ánimo de jugar, aunque tengan que hacerlo en medio del caos, de las ruinas y la miseria. Su imaginación y capacidad de asombro, aunque no intactas, permanecen en ellos.
Muy simbólicas son las escenas donde Marcello y sus amigos juegan en la calle con Don Pietro como árbitro, de la misma forma en que lo hacen en Alemania, año cero, en medio de las viviendas destruidas, lo que nos deja apreciar esa capacidad de los pequeños a adaptarse a cualquier circunstancia, de inventarse un espacio de juego, incluso, entre los escombros. Sin embargo, hacia el final de esta cinta, Edmund ya no tiene la opción de jugar, ha perdido la inocencia, no puede regresar a ella, y no ve salida posible más que la muerte. Y los espectadores no comprendemos hacia dónde va su reflexión, qué significan sus juegos dentro de las ruinas de un abandonado edificio. Como Bazin lo decía en su libro Qué es el cine, en realidad los signos del juego y de la muerte pueden ser los mismos sobre un rostro de niño, al menos para nosotros que no podemos penetrar en su misterio.[1]
Cuando Edmund va caminando por las calles, hacia el final de la historia, trata de adoptar por primera vez en todo el film, actitudes de un niño de su edad. Intenta jugar con los niños del barrio y se aleja ante su rechazo. Después patea piedras en el camino, va saltando y sorteando las grietas de la banqueta. Como espectadores, intuimos que está tratando de recuperar un poco de su inocencia perdida para regresar a la infancia que nunca tuvo, disfrutar del tiempo libre con otros niños y gozar de un simple juego. Sin embargo sabemos que ya no hay marcha atrás, que lo que hizo no tiene vuelta de hoja y que ya no encaja en el mundo de los niños. Que tuvo que crecer a golpes y de prisa, y que los hechos no se pueden deshacer. Todo su lenguaje corporal, sus movimientos y actitudes nos van anunciando el final. Sabemos que piensa que se ha quedado sin alternativas. Una trágica conclusión para un ser tan pequeño, un verdadero hijo de la guerra.
También a Bruno lo vemos jugando mientras camina con su padre, por momentos vuelve a la inocencia, y va corriendo o saltando. En la manera que imita a su padre cuando se viste, cuando se despide de su madre y hermanito, se aprecia a un niño jugando a ser adulto. Sin embargo, más adelante tendrá que serlo verdaderamente, al comprender y perdonar a su padre, incluso cuando éste lo decepciona, porque ante la desesperación, toma una bicicleta que no es la suya. “Cuando le viene la tentación de robar la bicicleta, la presencia silenciosa del chaval que adivina el pensamiento de su padre, es de una crueldad casi obscena”.[2]
Crecer a destiempo
Como vemos, es un elemento común el crecer antes de lo que les toca, los niños son en ocasiones, incluso, más maduros que los adultos. Parecieran más conscientes de su realidad y con más determinación de actuar. En los tres niños que hemos presentado, este peso recae, o mejor dicho, se lo adjudican ellos mismos.
Por ejemplo, Edmund, quien deambula por la ciudad intentando ganar dinero, ha dejado de jugar con sus amigos, se ha convertido en adulto a destiempo, hace a un lado su inocencia, madurando antes de lo que le corresponde. Se involucra en la venta, en el mercado negro, convive con muchachos mayores, pasa una noche fuera de casa y consigue algo de dinero.
Un caso parecido lo encontramos en Ladrón de bicicletas, cuando el pequeño Bruno, se comporta con una madurez a toda prueba, dejando de lado sus necesidades básicas, su cansancio, su angustia, para ayudar con esmero a su padre a encontrar la bicicleta que le han robado, símbolo de toda esperanza para su familia, la cual pasa por un periodo de penurias y desaliento.
En la atmósfera se respira la decepción y la desesperación, y mientras el adulto sucumbe ante ellas, el niño mira, comprende y reflexiona. “Se ha subrayado el papel que cumple el niño en el Neorrealismo, sobre todo en el cine de De Sica (y posteriormente en el de Truffaut, en Francia): en el mundo adulto, el niño padece de una cierta impotencia motriz, pero ésta lo capacita más para ver y oír”.[3]
Bruno, desde su inocencia, comprende lo que significa la enorme pérdida de la bicicleta para su familia, pero además ha debido pasar por la humillación de la persecución de un posible ladrón, y la acusación, con el consecuente ataque de los vecinos de su barrio. Pero la segunda humillación y la más dolorosa fue presenciar el intento fallido de robo, la detención y luego liberación de su padre. Por supuesto, es Bruno quien marca la integridad y la moral del film, su padre lo manda lejos antes de su intento de robo, no quiere que lo vea.
Un rasgo constante en los niños del Neorrealismo es el de ser ellos los que imprimen la dimensión ética. Y serán ellos los que padezcan, en mayor grado, la crueldad de la ciudad. Son muy jóvenes para ver, escuchar y vivir lo que les tocó, sin embargo, asumen su papel y confrontan al mundo adulto. Al final es su mirada la que nos duele.
[1] Andrè Bazin. ¿Qué es el cine? Rialp, Madrid, 1990, pág. 232.
[2] Bazin, Andrè. Op cit., pág. 332.
[3] Deleuze, Gilles. “La imagen-tiempo” en Estudios sobre cine 2. Paidós, Barcelona/Buenos Aires/México.
Profunda critica, un tema muy difícil de tratar con gran sensibilidad y empatía.
Muchas gracias Doris, saludos!
Profundo, gráfico, fuerte y ágil al mismo tiempo, cada vez disfruto leerla más
Gracias Elisa!