Críticas
Acerca del funcionamiento judicial
El juez
L´Hermine. Christian Vincent. Francia, 2015.
El veterano director francés Christian Vincent ha llegado a nuestras pantallas con una película dominada en el ochenta por ciento de su metraje, y puede que nos quedemos cortos, por el funcionamiento de un tribunal, por el devenir diario de un Juzgado de lo Penal en una ciudad francesa, con su juez principal, sus dos jueces asesores, el secretario, el fiscal, los abogados defensores, el jurado, los suplentes del jurado, el acusado, los testigos, el público asistente… Y es precisamente ese funcionamiento lo que ha interesado retratar en su largometraje al director: el lenguaje judicial, sus formas, su puesta en escena, los aparentes respetos que todavía se veneran a sus protagonistas, el vestuario (no por casualidad el título original de la película hace referencia al armiño, los cuellos que aún siguen llevando algunos protagonistas de este escenario). En fin, toda una situación nueva para el realizador, que le ha servido para compararla con un teatro, en el que cada actriz o actor tiene un papel bien definido en la representación, y a él debe atenerse, sin dejar margen a la improvisación. Sí, existe una supuesta historia de amor, o digamos un intento de que exista, pero nos parece más bien una excusa para representar ese mundo que parece tan lejano y aparatoso para quien no trabaja en él o no está habituado a frecuentarlo.
La puesta en escena del filme resulta sobria, con una fotografía en color que tiende a la oscuridad en su tono, unos decorados austeros de la sede judicial, del hotel o de los restaurantes donde se mueven los personajes (por cierto, los escenarios públicos, aunque sean sencillos y funcionales, nada tienen en común con la pobreza exhibida en la reciente película india Tribunal, Court, 2014, del realizador Chaitanya Tamhane). Parece que la poca atractiva estética viene a contrarrestar y destacar dos puntos intensos: el rojo de la toga del Presidente del Tribunal (en Francia, los jueces superiores llevan la vestimenta de ese color), y el rojo de su bufanda, que el magistrado utiliza habitualmente en la calle, para intentar que los demás se fijen solamente en ella y pasen inadvertidos su persona o el resto de su vestuario.
Nunca hemos sido partidarios de la existencia de los jurados, ni siquiera para determinados delitos. Teniendo unos profesionales formados, que cobran mensualmente de nuestros impuestos, que han estudiado durante años para ejercer ese trabajo y, además, han tenido que superar una dura oposición o un concurso de méritos tras previa experiencia en la abogacía, ¿para qué se quiere un Tribunal formado por ciudadanos anónimos, que nada saben de la aplicación de normas jurídicas para intentar que se imponga el estado de derecho, que no son capaces de distinguir entre verdad y justicia, que no tienen en mente como objetivo primordial la inocencia del acusado, a no ser que se demuestre, sin asomo de duda, su culpabilidad? Entendemos que no puede haber comparación, y la preferencia debe decantarse en todo momento en ser enjuiciado por un juez profesional, independiente, que evidentemente posee una ideología pero conoce las normas y ha estudiado y practicado cómo aplicarlas, y no por esos ciudadanos que pisan por primera vez un juzgado, un espacio donde diariamente debería prevalecer la suprema norma de que más valen cien culpables en la calle que un inocente en la cárcel. Hablamos de miembros del jurado, esos seres obligados por el azar, que carecen de formación jurídica y han de decidir sobre la libertad de los demás (afortunadamente, en Europa, no sobre su vida). Eso sí, a los políticos se les llena la boca cuando hablan de la presencia de la ciudadanía en los tres poderes del Estado, el ejecutivo, el legislativo y el judicial, y en este último, para la intervención del pueblo, no se les ha ocurrido sistema más enrevesado que la institución del jurado, aunque ya en la tarea ¿qué necesidad hay, si los altos cargos judiciales son elegidos por los poderes ejecutivos o legislativos?
Los dos protagonistas hacen una interpretación magnífica. El juez Michel Racini está encarnado por el conocido y querido actor francés Fabrice Luchini, duro, estricto, únicamente es respetado entre las paredes judiciales, ya que en su casa es ignorado y «ninguneado» hasta por sus empleadas domésticas, y que en su obsesiva persecución de la delincuencia hace hasta añorar la institución del jurado. Es un hombre cuya expresión y actitud cambia radicalmente cuando cree estar rodeado del amor, incluso atreviéndose a recitar hermosos versos de una canción de Georges Brassens, de un poema de Antoine Pol, dedicado a “todas las mujeres que amamos durante unos instantes secretos”. La interpretación le valió a Luchini la copa Volpi de Mejor Actor en en Festival de Venecia. El contrapunto femenino es Ditte Lorensen-Coteret, interpretado por la actriz Sidse Babett Knudsen, miembro suplente del jurado, de ascendencia danesa, médica de profesión, que hace, con su sola presencia, que la pantalla se ilumine, que los colores se tornen brillantes, con esa expresión de mujer afable y cariñosa, de sonrisa perenne. También tuvo su recompensa en los Premios César, como Mejor Actriz de Reparto.
Por cierto, si lo relatado por el director tiene un asomo de realidad, en Francia deberían hacérselo mirar, ante lo que parecen verdaderos atentados a la intimidad personal, como tener que manifestar, como prioridad, la edad o la profesión, o detenerse en aspectos de la vida del acusado que no deben ni pueden interesar a nadie, cuando lo que tenemos que hacer es centrarnos únicamente en el hecho delictivo y sus circunstancias. También llama la atención el protagonismo que abarca el juez en el desarrollo de la vista, con un fiscal cuya presencia resulta indiferente ante su pasividad, y un letrado que más que abogado defensor, debería llamarse abogado “ausente”, y estamos hablando de delitos que pueden llevar acarreados hasta veinte años de prisión.
La banda sonora de la película queda reducida a escasas canciones, y las pocas situaciones que se desarrollan fuera del tribunal resultan, en general, limitadas a conversaciones estáticas, en donde se recurre al clásico plano/contraplano. La escena más atrayente del filme, precisamente, se desarrolla en un restaurante, en una de esas típicas terrazas embalsamadas todas ellas para no pasar frío en invierno y de paso vulnerar la ley antitabaco, escena en donde se reúnen los miembros del jurado, y cada uno, en riguroso turno, da cuenta del lugar en donde vive, de su edad y de su ocupación. Solo faltaba que también indicaran su inclinación sexual.
El pasado de los protagonistas no se cuenta, pero no es necesario, se adivina en la caracterización de los mismos, ese juez que no nos gustaría que nos juzgara, solitario, soberbio, que se considera imprescindible incluso con su gripe de cuarenta grados, comiendo manzanas con gusanos o escuchando conversaciones sobre sí mismo, no precisamente complacientes en los lavabos públicos, y esa mujer caritativa, espontánea y cálida, que sí que se preocupa por sus pacientes cuando abandona el hospital, y que conforta a los enfermos dándoles y acariciándoles la mano.
El cine de juicios se ha convertido en un verdadero género, del que forman títulos tan excelentes como inolvidables: La costilla de Adán (Adam’s Rib, George Cukor, 1949), ese matrimonio de abogados que convierte el hogar y el tribunal en una batalla de sexos; Doce hombres sin piedad (Twelve Angry Men, Sidney Lumet, 1957), doce americanos de un jurado que deliberan, poniendo de manifiesto sus perjuicios e irresponsabilidades; Anatomía de un asesinato ( Anatomy of a Murder, Otto Preminger, 1959), con su exposición detallada del proceso legal, ¿Vencedores o vencidos? (Judgement at Nuremberg, Stanley Kramer, 1961), con las sobresalientes actuaciones de Spencer Tracy como juez Haywood y Montgomery Clift como patético testigo, víctima de los experimentos de esterilización nazis, o Matar a un ruiseñor (To Kill a Mockingbird, Robert Mulligan, 1962), en donde el racismo y la intolerancia es mostrada sin tapujos y para vergüenza de esa América que se creía civilizada y democrática. Desde luego, con El juez, de Christian Vincent, estamos ante una obra menor, que se observa por momentos con agrado, pero que deja en la memoria la imagen de un magistrado intransigente, despiadado e implacable, que empieza y termina resultando odioso, chantaje de por medio, para quienes seguimos creyendo en cierta independencia de la justicia y en el estado de derecho, independientemente de que el meollo de la cuestión se intente edulcorar con sonrisitas y miradas cálidas y envolventes.
Tráiler:
Ficha técnica:
El juez (L´Hermine), Francia, 2015.Dirección: Christian Vincent
Guion: Christian Vincent
Producción: Sidonie Dumas. Matthieu Tarot
Fotografía: Laurent Dailland
Música: Claire Denamur
Reparto: Fabrice Luchini. Sidse Babett Knudsen. Miss Ming. Berenice Sand. Claire Assali. Floriane Potiez. Corinne Masiero