Críticas
Aleteos sobre el piano
Oleg y las raras artes
Andrés Duque. España, 2016.
BAFICI 2016 – Competencia Internacional
El Hermitage ha quedado plasmado para el cine en los inolvidables planos secuencias subjetivos de El arca rusa (Russkiy kovcheg), de Alesandr Sokurov. La referencia es obligada, aunque esta vez por oposición. Dos de sus pasillos y la sala donde se encuentra el piano dorado de Nicolás II están presentes en la cámara fija del director venezolano Andrés Duque, actualmente instalado en Barcelona, responsable de situar en un espacio cuasi natural a Oleg Karavaychuk, el único pianista que tiene permiso para ejecutar el famoso piano del museo.
Una imagen en plano general, totalmente simétrica, de un pasillo dedicado a la música, nos muestra al maestro ruso de 88 años como una delgada figura anacrónica, con su rubia melena beatle, sus amplios pantalones de botamanga ancha, un suéter larguísimo y una boina acomodada de lado. Su voz narra la incomprensión que le genera la ausencia del presidente Putin al aniversario del museo, para pasar a contar que fue artista predilecto de Stalin o narrar el horror que le causó ver que su música fuera utilizada en una película rusa que narraba el fin de la familia zarista. A lo largo del filme sus dichos oscilarán, contradictoriamente, entre la admiración por el histórico presidente ruso y la realeza.
Sus frases nos descolocan, como cuando dice que le gusta visitar el cementerio, porque se enamora de las imágenes de las jóvenes de la nobleza que han muerto prematuramente. Sin embargo, la película cobra vuelo, literalmente, cuando sus manos se posan en el teclado del antiguo y elegante piano decorado con frescos, cuyas patas doradas subrayan el barroquismo de su arte. Allí, Karavaychuk deja de ser ese personaje excéntrico que se nos ha mostrado para constituirse en dos manos avejentadas, toscas y sucias, que le arrancan sonidos al instrumento musical, como si fueran aves de rapiña, regalándonos una música brutal pero encantadora, que nos envuelve en la belleza de la violencia rítmica. En primer plano fijo, vemos las manos que suben y bajan para posarse sobre el teclado, por momentos con la fuerza de un puño, golpeando el teclado, o con la punta de los dedos toca las teclas que le obedecen al artista, regalándonos una armonía extraña, sobrenatural, mágica, que como él dice, conjuga consonancia con disonancia, hasta llevarnos al ritmo jazzístico que desprecia. Asistimos, embobados, a una especie de revelación sonora. Y Oleg lo sabe, porque dice que nunca antes hubo una música como la suya. Y nunca antes, ese piano brindó los acordes que terminamos de escuchar.
La cámara de Duque es desinhibidamente admiradora del pianista. Y se lo agradecemos. Dos años estuvo el realizador tratando de acercase a Oleg para mostrarnos al artista. En la película, no se habla de su vida privada ni de la Rusia de la que ha sido testigo, salvo por esos comentarios dichos al pasar que revelan mucho más que lo que ha sido su intención al pronunciarlos. Como afirma el autor en una entrevista, su finalidad fue filmar el proceso creativo del músico. Oleg improvisa cada vez que se sienta al piano. No lee partituras ni reproduce melodías famosas. Le arranca al piano notas casi guturales, viscerales, que no son melódicas, sino que parecen sonidos orgánicos que laten junto al corazón del espectador.
Del embobamiento ante el arte exhibido en los pasillos de El Hermitage o en el piano del Zar, pasamos a la comunión con un sonido que nos invade y ya no podemos sino querer que no deje de tocar. Las manos de Oleg vuelan frente a la cámara. Una parece el aleteo de un ave, la otra parece la cabeza de un águila picoteando desesperadamente. Y la cámara sigue fija, mostrando el movimiento y los sonidos que el pianista le arranca al teclado.
Hasta aquí, estamos ante el documental más puro. Un documental que más tarde se va a tornar en poético, cuando salga del enclaustramiento del museo para recorrer Komarovo, donde Oleg sobrevive a otros artistas que allí han habitado desde que Stalin les asignara sus “dachas” o viviendas. Es un barrio donde prima la naturaleza, con sus bosques, jardines y enredaderas. Oleg va señalando las viejas casas de los famosos artistas rusos, pero su lamento se repite una y otra vez para contar que el vecino ha talado el abeto de su jardín. Un árbol que debe haber sido testigo de la gloriosa historia del lugar, del encuentro entre tantos talentos juntos… y que hoy ya no existe. Libros en un interior iluminado por la luz invernal hablan de una historia pasada. Allí, Duque encuentra libertad para componer encuadres sensibles y muy personales, acompañados por el movimiento de la cámara. Por un momento se detiene en la figura de Oleg, que con la mímica improvisa una de sus obras. No hay sonido, sin embargo, nos parece seguirlo en otra genial ejecución musical.
El Bafici siempre me sorprende con algún título escondido y que a mi modo de ver, debería haber obtenido algún premio. Una pena, porque este documental nos ha permitido descubrir una piedra hermosa tras su rústica apariencia.
Ficha técnica:
Oleg y las raras artes , España, 2016.Dirección: Andrés Duque
Guion: Andrés Duque
Fotografía: Carmen Torres, Jimmy Gimferrer
Música: Oleg Karavaychuk
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