Investigamos
La construcción fílmica del personaje histórico
“Lo que ocurrió con la verdad no queda registrado».
Julian Barnes, El loro de Flaubert.
Hay una escena, para mí extraordinaria, en Vivir su vida (Vivre sa vie, Godard, 1962) en la que Nana, interpretada por Anna Karina, entra en un cine en el que proyectan La pasión de Juana de Arco (La Passion de Jeanne d’Arc, Carl Dreyer, 1928). Vemos primeros planos de su rostro, mientras se va identificando con Juana y su sufrimiento, hasta que rompe a llorar y sus lágrimas parecen confundirse con las de María Falconetti, quien no volvió a interpretar ninguna otra película. En aquellos tiempos Godard era capaz de pasar en sus películas de las emociones más arrebatadoras a los razonamientos más fríos y analíticos sin que le temblase el pulso, o la cámara, y esta película es una buena muestra. La escena es grande por muchas cosas, entre ellas por las cuestiones que plantea sobre el propio cine. Nana, un personaje de ficción, se emociona al identificarse con una actriz que interpreta a Juana, una joven francesa que vivió más de quinientos años antes; con solo diecisiete dirigió el ejército de Carlos VII, a quien convenció de que tenía una misión divina -misión que encajaba perfectamente con los planes del monarca-, fue ideóloga del nacionalismo francés, participó con bravura en numerosas batallas y finalmente fue capturada y entregada a los ingleses. Juzgada por herejía en un juicio inquisitorial, fue quemada viva a los dieciniueve años. Debió de ser una persona extraordinaria… a la que nunca conoceremos. Dreyer se basó para su película -que reproduce, básicamente, los interrogatorios- en las actas del juicio, perfectamente conservadas, pero ahora se sabe que había escribientes ocultos que iban modificando las actas a medida que se escribían para que todo el proceso contase la historia que convenía a la Iglesia. Es decir, la Historia se estaba escribiendo “en tiempo real”, como diríamos ahora, y también se estaba falseando en tiempo real. Cuanta mayor es la potencia de un personaje mayores son sus posibilidades de convertirse en símbolo, y la Historia fue añadiendo sobre Juana capa sobre capa de simbolismo. Nacionalista francesa, santa y mártir, símbolo de emancipación femenina, de fidelidad a sus convicciones, de resistencia ante la opresión… Nana, en la película de Godard, termina siendo una víctima de la opresión masculina, es también interrogada en cierto modo y ejecutada; así que su identificación con Juana funciona en cierto modo como una premonición. La película muestra de forma genial la función simbólica del personaje histórico y cómo el cine vehicula las emociones asociadas a su simbolismo según las necesidades, las expectativas o la situación del espectador. Pero ¿cuántos niveles de significado separan a la Juana real de la Juana de Dreyer con la que se emociona Nana? Son al menos cuatro: en el primero, la persona real queda construida como personaje histórico por sus contemporáneos, que cuentan de él o ella lo que es relevante en esa época. En el segundo nivel, esa narrativa se va fijando alrededor de diferentes simbolismos y se va estructurando como una narrativa clásica; su vida va adquiriendo la estructura del relato heroico, se transforma en epopeya. Aparece también la iconografía que a veces, por puro accidente, fija para siempre la imagen física del personaje. En un tercer nivel aparecen obras escritas, biografías más o menos fieles a los “hechos” (que a esas alturas ya se han perdido en la bruma del tiempo) y obras de ficción que utilizan al personaje como referente o símbolo y que a menudo superan en cantidad e impacto a las biografías más realistas, sobre todo cuando se sabe muy poco del personaje de referencia : Marco Polo, el Rey Arturo, Drácula… la frontera entre realidad y ficción se difumina casi totalmente. En un cuarto nivel esas historias son trasladadas al cine, que añade su magia: verismo, posibilidad de identificación y una elaboración icónica del personaje muy potente, ya que le vemos interactuar y moverse de forma que nos resulta difícil imaginar que fuese de otra manera. El biopic (biographical picture) sería así una narrativa de cuarto orden que aporta al personaje histórico fisicidad, emocionalidad y potencial de identificación.
Pero esa función simbólica de cuarto orden no se ha desarrollado de forma homogénea, lineal, ni mucho menos independientemente del proceso cultural más amplio que da forma a los mitos. El cine refuerza el proceso de mitificación y lo lleva a otro nivel. En su primera época, la silente, los biopics heredan las formas de la epopeya clásica. Napoleón (Napoleon, Abel Gance, 1927) y Ana Bolena (Anna Boleyn, Lubitsch, 1920) son dos de los mejores ejemplos de esta tendencia. Los personajes aparecen revestidos de un aura trágica, poseídos por sus propios destinos, portadores de su leyenda, como los retratos fílmicos de Alexander Nevski e Iván el Terrible, de Eisenstein. De esta época destaca, aislada, la mencionada La pasión de Juana de Arco por su búsqueda sincera -aunque imposible- de la verdad del personaje. “Luego, tras nacer de la epopeya, viene el tiempo de la novela -epopeya en prosa, como se la llamaba en el siglo diecisiete-, que humaniza al héroe. El cine moderno ha seguido esta evolución: el género histórico, sin renegar en ningún momento de su dimensión épica y espectacular, humaniza igualmente a sus personajes. Pero se trata siempre de grandes figuras y, cuando no lo son, acaban siéndolo por la grandeza del acontecimiento que las heroifica” (Lipovetski y Serroy, 2009).
Esa idealización épica adquiere una dimensión entrañablemente fílmica cuando el star system proyecta su larga sombra sobre la Historia. Nos encontramos entonces con una Cristina de Suecia con los improbables rasgos y gestualidad de Greta Garbo, tan sugerentes en sí mismos que los jóvenes cinéfilos de Soñadores (The Dreamers, Bernardo Bertolucci, 2003) conocen de memoria sus diálogos y sus movimientos; mucho mejor, indudablemente, que sus circunstancias históricas. O con una María Estuardo con el rostro de Katharine Hepburn (Mary of Scotland, John Ford, 1936).
En los años 30 y 40 la biografía fílmica muestra su potencia ideológica y propagandística. El nazismo con El gran rey (Der Grosse König, Veit Harlan, 1942), el fascismo con Escipión el Africano (Scipione l’Africano, Carmine Galone, 1937) o el comunismo con Pedro I (Pyotr pervyy I, V. Petrov, 1937) eligen figuras históricas del pasado aptas para encarnar unos contenidos ideológicos que interesan en el presente, estableciendo así una de las reglas no escritas del cine histórico: el pasado se reescribe en la pantalla desde, por y para el presente.
Es tan potente esta cualidad del cine para hacernos vivir como actuales los dilemas del pasado que muchas figuras históricas precisan ser “actualizadas” en la pantalla, como si cada generación necesitase hacer su propia versión. Es lo que ocurre, por ejemplo, con Francisco de Asís, figura mítica tan porosa -o tan grande según se mire- que es capaz de absorber simbolismos tan potentes como las ideas de santidad, sacrificio y renuncia, vigentes aún en la primera mitad del siglo XX, o las de amor a la naturaleza, o rebeldía ante la jerarquía y el poder económico, más propias de la segunda mitad del siglo, y que van siendo destiladas en el personaje de Francisco a lo largo de sucesivas encarnaciones fílmicas, desde Frate Francesco (Antamoro, 1927) pasando por las de Gout (1944), Rossellini (1950), Michael Curtiz (1961), Zefirelli (1972) hasta las dos de Liliana Cavani (1966 y 1989). Este último caso es muy ilustrativo. La versión de la Cavani de 1966 es muy “sesentera», en blanco y negro y haciendo énfasis en contenidos radicales, con un Francisco frágil y vulnerable. Su versión del 89 tiene a Mickey Rourke como improbable encarnación de Francisco con el rostro de un sex symbol que solo tres años antes había interpretado 9 semanas y media (9 1/2 weeks, Adrian Lyne, 1986) y con un tipo de narración que responde más al biopic comercial del héroe sin fisuras y un contenido ideológico con puntos en común con Gandhi (Richard Attenborough, 1982) producida solo seis años antes. Algo parecido ocurre con Juana de Arco de Luc Besson (The Messenger: The Story of Joan of Arc (Jeanne d’Arc), Luc Besson, 1999) insatisfactoria por su espectacularidad deudora del cine de acción fin de siglo y en la que Juana adquiere la contundente fisicidad de Milla Jojovich y su rostro impasible, a años luz de la emoción pura que transmitía María Falconetti; pero asumiendo con ello una igualdad frente a estereotipos masculinos probablemente imposible en la época de Dreyer.
Es decir, por mucho que el cine tenga una gran potencia icónica, lejos de fijar en el imaginario colectivo una determinada versión la deja abierta a las interpretaciones futuras que cada generación precise. Y es posible que esta cualidad proteica del personaje sea mayor cuanta mayor sea la distancia que nos separa de él. “La distancia entre el conjunto de valores (ideológicos, morales, estéticos, sociales) propios del mundo del espectador y de la época del biografiado facilita la proyección sobre el pasado histórico de sensibilidades, preocupaciones o perspectivas actuales, en un anacronismo que no hace sino subrayar el hecho de que esas vidas de la pantalla no son sino hermenéuticas biográficas, interpretaciones fílmicas desde el presente de personajes históricos suficientemente mitificados por el paso del tiempo” (Sánchez Noriega, 2012).
Más realistas resultan los biopics realizados de los años 70 en adelante sobre figuras históricas recientes, con un ojo puesto en el periodismo de investigación y un enfoque crítico, características que a menudo nos hacen olvidar que siguen siendo obras de ficción. Me refiero a trabajos como el de Oliver Stone sobre Nixon o al de Clint Eastwood sobre J. Edgar Hoover. Responden a una lectura de la Historia más posmoderna, en la que la figura central del héroe es puesta en cuestión, como lo es el punto de vista desde el cual se le interpreta. Pero, por más que dichas historias -productos mainstream a fin de cuentas- se nos vendan como críticas, no hay que olvidar que son más píldora azul que píldora roja. Es decir, el personaje histórico es utilizado como motor de una narración que no escapa a las reglas narrativas ficcionales y como vehículo de unos valores reconocibles por el espectador como suyos. En primer lugar, porque la estructura en que se disponen los “hechos históricos” tiene planteamiento, nudo, desenlace y moraleja, como cualquier cuento clásico. En segundo lugar, porque se exagera el papel de los individuos en la deriva de la Historia, porque ese es el mecanismo básico de la identificación, individualizar. En tercer lugar, porque el cine funciona fundamentalmente a nivel emocional. Como plantea acertadamente el historiador Robert A. Rosenstone “… ¿hasta qué punto queremos que la emoción se convierta en una categoría histórica, en una parte de la comprensión histórica? ¿Acaso gana algo la Historia volviéndose empática? ¿Añade algo una película a nuestra comprensión del pasado haciendo que sintamos inmediata y profundamente acerca de personajes históricos, acontecimientos o situaciones?” (Rosenstone, 1995)
En suma, el cine permite un acercamiento a la Historia y a sus protagonistas con una sensación de realismo que las generaciones prefílmicas no tuvieron. Lo hace a costa de la verdad histórica (que no existe como tal porque la Historia como disciplina plantea más preguntas que respuestas) pero la verdad de los hechos quedó atrás hace tiempo, en muchos casos en vida del personaje y por su propia voluntad. No culpemos al cine de la necesidad humana de fabricar mitos y preferirlos a la realidad. Parece que por cada píldora roja necesitamos varias azules.
HUESO, Ángel Luis, “La biografía como modelo histórico-cinematográfico”, Revista de Historia Contemporánea, no 22, 2001.
LIPOVETSKI, G. y SERROY, J. «In memoriam». Del cine histórico al cine de la memoria, en La pantalla global. Barcelona, Anagrama. 2009
ROSENSTONE, R.A. The Historical Film as Real History. Film-Historia, Vol. V, No.1 (1995): 5-23
SÁNCHEZ NORIEGA, J. (2012). Filmic constructions of historical characters in Spanish cinema (2000-2010). Communication & Society 25(2), 57-84.
Muy buen reflexión, da perspectiva y sentido, explica muchas cosas