Viñetas y celuloide
Los mundos de Neil Gaiman: Señal y ruido
En la última entrega de Viñetas y Celuloide hablé de las muchas maravillas que esconde el mundo de Neil Gaiman. A cuenta del estreno de American Gods, serie basada en una de sus novelas más aclamadas por crítica y público, dimos un recorrido por el trabajo de este fantástico autor en diferentes medios. Cómic, cine, novela, televisión… Gaiman ha mostrado diferentes facetas a lo largo de su carrera, siempre anclado en su personal prisma acerca de la ficción como elemento primordial de la cultura.
Dentro de esta fabulosa amalgama de influencias, Gaiman ha demostrado una fuerte afinidad con el séptimo arte. Más allá de su trabajo como guionista, dentro de su obra encontramos más de una declaración de amor por el cine. La más hermosa, quizá, sea el volumen que hoy protagoniza Viñetas y Celuloide. Señal y ruido, una historia sobre la pérdida, sobre el adiós, sobre el arte y, claro está, sobre el cine.
Señal y ruido narra los últimos días de un director de cine. Su vida llega a su fin, y él es consciente de este hecho. El cáncer arranca despiadado cada segundo de vida. Pero él ha sido siempre un creador. Incluso en el crepúsculo de sus días, sigue imaginando su gran obra. La película soñada, el gran canto del cisne que deslumbraría al mundo.
En esa película imaginada, se cuenta el miedo de un grupo de personas ante la llegada del año 1000. Superstición y promesas de muerte y Apocalipsis. Se preparan para el fin. Y sobre este fantasma el director construye en su cabeza una historia que nunca llegará a las pantallas. Que morirá con él. Aún así, no desiste, y da forma a las imágenes que darían vida a esas gentes de tiempos lejanos ante la inminencia de su propio final. La aceptación de lo inevitable se convierte en arte, al mismo tiempo que el director aprende a vivir con su propia espada de Damocles.
Gaiman construye una historia llena de matices, de enorme madurez, a pesar de que para entonces todavía era un autor en plena juventud. El trabajo de personificación del protagonista se antoja como una especie da imaginación del propio Gaiman ante la llegada de la vejez, del ocaso del creador. Seres capaces de vivir para siempre gracias a su obra, pero que miran a la muerte con el mismo mar de dudas que experimenta el común de los mortales. Despojados de toda grandeza, todos somos iguales ante el inevitable final.
Su vía de escape, la imaginación, la herramienta de trabajo con la que construyó su mundo, las imágenes que conformaron sus ficciones, y que ahora sirven para tomar conciencia de su propia experiencia ante la muerte. Gaiman crea una magnífica conexión entre el autor y su obra. Nos invita a ver esa película que nadie más verá, que se perderá en ese lugar donde va todo aquello que nunca dijimos, la biblioteca de Lucien que protagonizó algunos pasajes de la inolvidable The Sandman (el cómic que puso al despeinado escritor en el punto de mira del público). Espectadores de lujo, nos asomamos al proceso creativo del director de cine. Vemos cómo escribe en imágenes, como las palabras se convierten en figuras en movimiento.
Somos testigos de una auténtica lección de escritura cinematográfica. La literatura queda en segundo plano, y prima lo visual, la película proyectada en la mente del creador. Traducida directamente en la pantalla de cine de nuestra mente, donde narramos esas historias exclusivas de nuestra imaginación. Gaiman plantea un juego a tres bandas, una comunicación perfecta entre él como creador, el director y su película y nosotros, el público invitado. La experiencia es tan orgánica y hermosa que trasciende cualquiera de los medios implicados, da como resultado una obra única, que rezuma amor por el cómic, por el cine, por el arte de contar historias. Recuerda la dignidad de los creadores de ficción, arte y oficio, que sirven, entre otras cosas, para afrontar nuestros miedos y fantasmas en forma de metáforas digeribles.
El relato de Gaiman se vuelca sobre la página en blanco de la mano de Dave McKean, artista visual de enorme personalidad. Etéreo, neblinoso, oscuro, McKean nos arrastra a un punto intermedio entre el realismo mágico y la experiencia onírica. Un mundo deforme, lleno de contrastes, de poderosas tintas y experimentación con las posibilidades del cómic, capaz de arrastrarnos a la mente del director, de envolvernos con esas emociones encontradas que sufre el protagonista ante el inminente cierre del telón.
Neil Gaiman deja en Señal y ruido una de sus obras más personales y atípicas, y, por desgracia, de las que más han caído en el olvido. Es justo el recuerdo a este cuento sobre la capacidad de liberación del acto creativo, lleno de humanidad y sensibilidad. Habla de manera franca de la pérdida, del dolor, de la mirada que combina horror y valentía ante la certeza de la muerte. Habla del legado que dejamos atrás, de los sentimientos de los que quedan. Del recuerdo, del adiós, del poder de la imaginación, de la idea de que pasaría si todo fuese una gran ficción, una imaginación del dios dormido del que hablaba Unamuno en la imprescindible Niebla.
Es una experiencia aterradora llena de gran belleza plástica y literaria. De esas obras que hacen grande al medio con el que se expresa. Y, por supuesto, muestra de la enorme personalidad de Gaiman, explorador del alma humana a través de las historias.
El cómic se encuentra con el cine a veces. Pero pocas de esas veces el encuentro es tan feliz. Disfruten de la proyección, queridos lectores.