Festivales
65 Edición del Festival de Cine de San Sebastián
Nueve días de intensa actividad cinematográfica en el marco del Festival Internacional de San Sebastián dan para mucho. La concentración de ventanas abiertas a un montón de historias y nuevas miradas ha tenido este año su epopeya en la masificación de títulos en la Sección Oficial a concurso. Una competición marcada por el ajetreo, este curso, de abundancia de películas, nada menos que veinticinco, con cuatro proyecciones especiales y dos fuera de participación para los premios. Una agenda muy apretada en la que hay que hilar muy fino para dar cabida a otras parcelas de la programación que acaparan la atención del comentarista. La sección Perlas de Otros Festivales no deja lugar a ninguna duda y exhibe, a veces solapándose, los horarios, un nutrido puñado de filmes presentados en otros certámenes de igual prestigio que, al viajar recomendados por los criterios de opinión de respetados periodistas, obliga al enviado especial a hacer un esfuerzo y tratar de atender ambos sectores para dejar mucho trabajo realizado. En cualquier caso, la imposibilidad de acudir a todos los pases hace que tu animoso esfuerzo se pliegue a conocer y disfrutar de aquellos filmes elegidos para la gloria por el equipo de selección del evento donostiarra y calibrar si su punto de vista es coincidente con tu estrategia de observar y apreciar el contenido de las películas.
Con el mejor afán y la disposición más entregada, la 65ª edición de Zinemaldia arrancó, como cabía esperar, con un largometraje nada menos que firmado por uno de los cineastas puntales del cine europeo, el director alemán Wim Wenders. Inaguró el festival con boato y glamour. Submergence tiene la presencia de dos intérpretes en alza. Cotizados, asentados, de indudable porvenir y dotados del carisma que a veces requieren las producciones para colocar el producto en el mercado independientemente de su estima. Alicia Vikander y James McAvoy encarnan a los enamorados Danielle y James. Pertenecen a mundos diferentes. Se conocen en un hotel costero de lujo y se gustan con el solo intercambio de un par de gestos. Wenders parte de un guion que no le pertenece y se nota que se entrega a la causa con profesionalidad y su mejor oficio. Pero el planteamiento de «chico busca chica» se le queda estrecho y no logra darle vuelo a una historia de amor algo simple, entre una biomatemática embarcada en un proyecto científico y un agente especial infiltrado en un país lleno de peligros, Somalia, para desarticular una red yihadista. La angustia y la soledad de la distancia y la incomunicación del presente se alternan con repetitivos flashbacks en los que se construye su apasionado romance. Superficial.
La visión más descarnada, de herida abierta, sobre la prostitución callejera, con todo su áspero amargor, funciona con las herramientas del documental en la sobria película argentina Alanis, de Anahí Berneri. Este largometraje, una vez conocido el palmarés final, se convirtió en todo un hito en la historia del festival donostiarra, por ser la primera vez que una cineasta es la ganadora del premio a la Mejor Dirección. Un trofeo, puede que cuestionable, pero no inaudito, porque Anahí no le retira a su obra de sus aspectos más sórdidos y despreciables. Sabe lo que quiere contar y cómo hacerlo. No escatima detalles violentos y feroces, y explora, con una cámara muy atenta, un submundo ruin y deforme, donde las prostitutas se lanzan a la calle a malvivir y sobrevivir cueste lo que cueste. Este retrato no tendría un impacto tan potente si no fuera también por el inmenso trabajo actoral de la actriz Sofía Gala Castiglione, recompensado su atrevimiento y desparpajo con la Concha de Plata a la Mejor Interpretación Femenina. El sucio trabajo visual, la iluminación natural, la espontaneidad de las acciones y el verismo cruel de las escenas le proporcionan una validez incuestionable, sobre todo por la determinación y coherencia del personaje de Alanis, una mujer con un niño de apenas dos años que es capaz de inmoralidades y deslealtades con tal de garantizar un sustento para su pequeño.
Hace unos años, el realizador español Manuel Martín Cuenca nos dejó un poso de obsesión inolvidable con su sobrecogedor filme Caníbal, que no dejó indiferente a nadie y permitió que el actor Antonio de la Torre brillase en uno de esos papeles que todo artista quiere tener al menos una vez en su carrera. Martín Cuenca regresa a la competición de San Sebastián con otro filme mayor, El autor, inspirado en un relato breve del escritor Javier Cercas. En esta ocasión, es otro gran actor español el que se exhibe sin tapujos y a cuerpo descubierto. Javier Gutiérrez, imparable en los últimos tiempos, saborea y relame un personaje cínico y desalmado, Álvaro, un discreto administrativo en una notaría de Sevilla, ofuscado en su deseo de convertirse en un gran escritor. Su maníaco-depresiva actitud le empuja a convertirse en un canalla hipócrita, en un tipo oscuro y vil, desmadejado por la fama de su mujer Macarena (María León) y las estrictas enseñanzas de su profesor de escritura creativa, papel encarnado por el otra vez explosivo Antonio de la Torre. En un clima paranoico se lanza a enredar y manipular a sus vecinos para que sean estos, a través de sus anécdotas, quienes le suministren el perfil argumental de su novela inspirada en la más cercana realidad.
La Douleur es una producción francesa dirigida por Emmanuel Finkel. Un filme ambientado durante la Ocupación de Francia por las tropas nazis, en la que la maravillosa actriz Mèlanie Thierry, un rostro ideal para la melancolía y el ensimismamiento, se mete en la piel de la escritora Marguerite Duras para trasladar a la pantalla los recuerdos y sentimientos de la escritora durante el tiempo en que su marido fue deportado por los alemanes y enviado a un campo de concentración. Filme elegante, de una gran ambientación, que habla del amor, de la esperanza, de la resistencia, en un desarrollo que, como no podía ser de otra manera, abunda en su pose literaria, con una voz narrativa, la de la propia escritora, que va desgranando sus emociones y contradictorias impresiones acerca de lo que está sucediendo, de una manera aplicada y académica, sin que destaque en nada especial.
De las primeras jornadas, la película de nacionalidad belga Ni juge, ni soumise, de Ives Hinant y Jean Libon fue de las que más me atrapó. Se puede considerar, incluso, como un insólito documental. Para catalogarlo, su forma está cercana a esos trabajos televisivos de raigambre naturalista como Vivir cada día. En ellos se recogían los pormenores rutinarios y diarios en el desempeño de una función profesional de cualquier rango. Sus personajes se interpretaban a sí mismos y dejaban paso a las cámaras para que filmaran la más estricta cotidianidad en sus despachos, consultas, talleres, con la finalidad de que los documentalistas captaran la rutina más trillada de sus profesiones. Este devenir o modelo libre de ortodoxas estructuras se apoya en su sentido único en la potencia y empatía de la persona retratada. En el caso del simpático y envolvente largometraje belga, es una juez de instrucción, Didier Hill-Derive, que con un dominio de la escena se hace dueña de la función. Mujer de dilatada experiencia, que va recibiendo en su oficina a una serie de delincuentes a los que les instruye una causa y que además de conocer los motivos por los cuales interroga, se permite la libertad, no sin sarcasmo y afilada ironía, de introducir comentarios, opinando sobre las confesiones que escucha y, a veces, comportándose como una madre, moralizando acerca de lo revelado por los denunciados. Un curioso y chispeante filme que, sin grandes pretensiones y propósitos, consigue con suma sencillez un producto sutil y muy entretenido.
Los autores de la excelente Loreak, Jon Garaño y Aitor Arregui, participan con una ambiciosa producción vasca ambientada a mediados del siglo diecinueve en el valle de Antzo (Vizcaya) titulada Handia. Inspirada en hechos reales, cuenta los avatares de una familia de agricultores propietarios de un caserío que deciden probar fortuna en el mundo del espectáculo, aprovechando el gigantismo de uno de los hijos. Entre la realidad y la leyenda, tiene una buena puesta en escena, de elaborado tratamiento visual, que saca a relucir, en un tono pesaroso, los pros y contras de ser un fenómeno de la naturaleza, entre el puro circo adosado al negocio y la extrañeza para una ciencia que los ve como seres raros y deformes. Está bien, se deja ver y es ilustrativa sobre una forma de vivir y de la sociedad del momento. El largometraje que encandiló al público por su ADN vasco obtuvo la recompensa del Premio Especial del Jurado, un galardón para nada baladí, muy significativo y unánime en el criterio del tribunal, cuyo peso es tenido en cuenta para su posterior trayectoria comercial.
Love me not, un desopilante y metafórico drama griego, dirigido por Alexandros Avranas, en el que se percibe de inmediato la sombra fría y alargada de Yorgos Lanthinos. Viendo sus gélidas imágenes y su retorcido argumento, no es descabellado pensar también en la influencia de Michael Haneke. Claustrofóbica y enervante, vi en la película una libre revisitación de Perdición, de Billy Wilder. Un matrimonio que vive por encima de sus posibilidades y, atraídos por la suculenta póliza de seguros contratada por la mujer, perpetran el fingimiento de un accidente, en el que esta fallece, para cobrar el dinero. Todo este engranaje es conducido siguiendo el protocolo, aunque con la austeridad formal del último cine griego. Su punto de inflexión genera situaciones humillantes y vejatorias que retuercen el guion hasta llevarlo a la auténtica y desalmada crueldad. Un filme tan provocativo como irritante, pero me convenció.
El argentino Diego Lerman propuso, el día en que dos de las proyecciones de la Sección a concurso giraban en torno a las madres de alquiler (Love me not), una visión desalentadora y accidentada en Una especie de familia. El largometraje detalla el corolario de infortunios y regateos administrativos, además de tropelías y corruptelas de muy baja estofa, que conlleva la adopción cuando esta se produce en un ambiente de extrema pobreza y galopante pillaje. Diego Lerman arrastra a los personajes al desamparo y el caos. La actriz Bárbara Lennie interpreta a Malena, una mujer que se ha embarcado en la aventura de ser madre, alquilando un vientre a una mujer de una remota zona pobre de la Argentina profunda, y lo que debería ser un trámite sin trabas se complica de una manera ingrata, en la que se reconocen los tejemanejes facinerosos de unos avispados comerciantes que, bajo el paraguas de la falta de recursos, se aprovechan de los incautos urbanitas para tenderles una trampa moral. La falta de rumbo y la arbitrariedad de las situaciones arruinó una película que no gustó nada. Sin embargo, Una especie de familia, contra todo pronóstico, se alzó con el galardón al Mejor Guion para sus responsables, el director y la guionista María Meira.
Lich es una coproducción entre Austria y Alemania. Está dirigida con mucho placer pictórico y estético por la realizadora Barbara Albert. Cuenta una historia inspirada en eventos reales. Estamos en el siglo dieciocho. María Theresia Paradis es una prodigiosa pianista discapacitada. Su ceguera no le impide ser una virtuosa de la música. Toca y baila con gran maestría y cuenta con la admiración de la aristocracia. Sus burdos y mezquinos padres, pendientes siempre de la subvención que reciben por su hija, la envían a la consulta del doctor milagro, Franz Anton Mesmer (Devid Striesow), para procurar su curación. Este curandero o científico, de metodología propia y a contracorriente, muy poco ortodoxa, no escatima en atenciones médicas, siguiendo una terapia inusual y enfrentada a los dogmas de eminentes hombres de la medicina tradicional, pero, sobre todo, lo que inculca y siembra en la joven María es un cariño y candor hasta ahora desconocidos por la muchacha. La mejoría en la visión, con percepción de luz y distinción de colores y algunos objetos, conlleva una considerable pérdida en la sensibilidad de los dedos. Lo que antes era maestría ahora es poco menos que una simple y anodina concertista. Además de las consabidas reflexiones acerca del arte el filme es una hipócrita mirada sobre una burguesía satisfecha de su posición de privilegio, pero que se muestra arrogante y soberbia. Las clases menos favorecidas, criados y sirvientes, quedan reducidos a ser los mayordomos y explotados obreros, cuya dependencia de sus dueños les acarrea una dignidad más noble que la de los petimetres aristócratas bellacos e inmorales. Preciosismo visual, con una fotografía brillante y una gran interpretación de María Dragus conforman una película tan bonita como académica.
Sin duda, el cine rumano está atravesando un momento de gran apogeo y de notable calidad. Sus nuevos autores son perseguidos por los más destacados festivales de cine. En Donostia se pasaron dos filmes de esta nacionalidad. El que me dejó una gran satisfacción fue Pororoca, un áspero drama dirigido por Constantin Popescu. Una obra de dos horas y media, en la que se nos cuenta el calvario y descenso a los infiernos de un hombre normal y corriente. Tudor (Bogdan Dumitrache; soberbio y descomunal) es una persona feliz y dichosa. Casado y padre de un niño y una niña. Un domingo en el parque, con sus dos hijos, tiene un despiste y su hija desaparece. La busca denodadamente y con desesperación, pero no da con ella. A partir de aquí su existencia se convierte en una tragedia. Su mujer le abandona y se queda solo con su obsesión y brutal decaimiento. Lo ha perdido todo. Pero lo peor es su transformación. En el punto de mira tiene a un visitante habitual del parque que cree que tiene algo que ver con el rapto de la niña. Pese al buen trabajo de la policía, Tudor sigue persuadido de la culpabilidad del merodeador. Y hasta que no descubra la verdad, su enajenación será psicótica y neurótica, ocupándose de desvelar su teoría, que le arrastra hasta la más violentas situaciones. Un gran filme, formalmente elaborado, con un plano secuencia sensacional, de más de quince minutos, resuelto con precisión y con una coreografía impecable. Me gustó mucho esta película y desde su pase me la apunté como una de las firmes candidatas a ganar la Concha de Oro. No la consiguió, pero sí su actor principal, el mencionado Bogdan Dumitrache, que se alzó con la Concha de Plata al Mejor Actor.
Ivana Mladenovic es la responsable de otro largometraje rumano, Soldiers, Story from Ferentari, un curioso y concienzudo relato que se desarrolla en uno de los barrios más deprimentes de Bucarest. En medio de una comunidad de origen romaní, retratada con realismo y humor, Adi (Adrian Schiop) es un antropólogo que está escribiendo una tesis sobre la música de las gentes de etnia gitana, el manele. Para ayudarle a desenvolverse por las calles y localizar a los cantantes, se sirve de un personaje peculiar y muy carismático, Alberto (Vasile Pavel-Digudai), un ex convicto y pelele al servicio del mafioso del lugar, El bote, que se encariña con Adi y comienzan a tener una relación más que amistosa. Película cariñosa y descrita con humor y ternura. Tiene tintes documentales. Acertada descripción de ambientes y sentimientos. Explora las contradicciones sexuales y establece un discurso de amistad entre dos personas muy diferentes en cultura, actitudes y comportamientos, obteniendo escenas en la que los dos actores se entregan con pasión y lujuria. Diálogos sugerentes y divertidos amenizan una propuesta con una estética degradada que recuerda a los primeros filmes de Pedro Almodóvar.
De los Estados Unidos llega un filme, a mi modo de ver, decepcionante y esquemático. Soldiers Point está dirigido por Matt Porterfield, cineasta y artista audiovisual. La acción se sitúa en un barrio periférico de Baltimore. Keith (McCaul Lombardi) es un muchacho de vida agitada y sobresaltada. Acaba de salir de la cárcel y vive con su padre, papel que interpreta el actor Jim Belushi. Está en arresto domiciliario y tiene un temperamento indomable. Intenta buscar su sitio en el mundo y en la sociedad. Pretende ser un tipo normal y corriente. Busca trabajo y le entusiasma el dibujo. Sin embargo, bien por elección propia, por frecuentar ambientes inadecuados y marrulleros o por las circunstancias violentas de la ley de la calle, es incapaz de controlar su nervio y carácter irreflexivo, metiéndose en líos y eligiendo las opciones menos recomendables. Un filme con su aspecto visual indie que habla de una juventud atolondrada y sin futuro. Si no consigues un curro de mesero o de repartidor de pizzas no te queda más remedio que recurrir a las mafias del lugar para que te den protección y alguna actividad. Película estimable, pero poco más.
Más calidad y trascendencia tiene Life and Nothing More, una coproducción entre España y Estados Unidos, realizada por Antonio Méndez Esparza (Aquí y allá). Me gustó este largometraje. Se puede incluir en esa tendencia sobre temas vinculados a la problemática racial. Cañero y ligado a una estética que refleja la crispación del ambiente negro, de pelea constante frente a las adversidades propias de la raza. Su tono verista se contempla por la participación de actores no profesionales que se ponen por primera vez delante de una cámara. Andrew (Andrew Beenchington) es un joven a punto de estrenar la mayoría de edad. Vive con su madre y su hermana pequeña. Se nota la ausencia del padre. El foco de atención se coloca en el papel de la madre y de Andrew. Dos personajes que van creciendo con el progreso de la historia. Se enfrentan a las circunstancias y azares de la vida. La madre trata de aplicar a su hijo una educación a salto de mata, entre el grito y la moderación. Cuando puede y no siempre con los mejores ánimos. Andrew se debate en seguir las indicaciones de su madre y las compañías del barrio. Es carne de cañón. Un ambiente racista y las grescas con el novio de su madre aceleran consecuencias de signo infortunado. El desgarro está bien descrito. Antonio se maneja muy bien con la crispación del ambiente familiar y los riesgos incalculados de la jungla urbana. Filme apreciable, que cuenta cosas que gustan, con una cámara atenta a captar los detalles y que demuestra saber lo que quiere relatar y cómo hacerlo. Fue una agradable sorpresa, cuyo enunciado, salvando las distancias, es parecido al apuntado y filmado por Matt Porterfield en Soldiers Point, aunque su desarrollo dramático es coherente y mucho más contundente, sin desvarío, amortizado por un engranaje social de alto voltaje. Sus afiladas observaciones no pasaron inadvertidas para la crítica internacional que le concedió con todo merecimiento el Premio Fipresci. Me alegro.
La cineasta polaca Urszula Antoniak recurre a la estética contrastada del blanco y negro para darle forma a su plúmbea y aburrida Beyond the Words. Michael es un arrogante, bravucón y estirado abogado alemán de origen polaco. Rubio chirriante, es decir, ario, esconde su procedencia. Se comporta como un alemán fanático y ultraconservador. Protesta porque un cliente africano desea los mismos derechos y privilegios que los ciudadanos de un país que juega en primera división. Su crisis existencial y el regreso a su condición de polaco explota con la inesperada aparición de su padre, al que creía muerto. La figura del padre, símbolo del inmigrante que no renuncia a sus raíces, le expone la conciencia del inmigrante y le hace sentir como tal. Este socavón le conduce a su temperamento más cínico y racial, subrayando su autoridad y vanidad, y buscando consuelo a su contradictoria conciencia, visita los sitios más miserables habitados por gente de raza negra. El tema de la identidad y renunciar al ADN salen a la palestra en un momento para Alemania con el imparable avance de las políticas de extrema derecha. Por este lado, la película tiene una lectura coyuntural. El resto, en su planteamiento alegórico, resulta evanescente y carente de ritmo.
Qué duda cabe que el actor y director norteamericano James Franco va a caer de pie con su filme The Disaster Artist, flamante ganadora de la Concha de Oro a la Mejor Película. El filme de Franco es una disoluta comedia sobre el mundo de Hollywood, que cuenta, con un tono desgarbado y chispeante, cómo se gestó uno de los dislates más bochornosos y horrendos de la historia del cine, The Room (2003), producida, escrita, interpretada y dirigida por Tommy Wiseau. El que fuera candidato al Oscar por su trabajo en 127 horas (2010), fagocitado en Wiseau, realiza una desternillante parodia de la periferia de la Meca del Cine, repleta de humor. Una chaladura simpática, carismática y con mucha empatía. Se trata de contar cómo un tipo friki, de personalidad errática, egoísta, de temperamento voluble y con una cuenta corriente sin límites, se lanzó, sin apenas conocimientos técnicos y dramáticos, al rodaje de una película que tenía un guion disparatado y ridículo. Inasequible al desaliento, se empeñó en cerrar bocas y defender su posición de magnate: ordeno y mando. Su equipo de colaboradores, experimentados en muchas producciones, asistían atónitos y perplejos. Su continuidad en el proyecto venía avalada porque cobraban sin problemas todos los cheques. Lo mejor del filme es el final. En la pantalla se nos colocan dos recuadros. Simultáneamente, vemos la película original y el largometraje realizado por James Franco y te das cuenta del mimetismo absoluto. Es decir, cuando piensas que James Franco, en su calidad de director y guionista, se permite componer un personaje extrovertido y extravagante a más no poder, te das cuenta que lo único que hace Franco es ser lo más respetuoso posible con el original y que él no tiene la culpa de que Tommy fuera un lunático con mucha pasta en el banco.
El mítico actor francés Jean-Pierre Léaud es la estrella de la bienintencionada película del japonés Nobuhiro Suwa. Le Lion est mort ce soir es un entrañable y pulcro entretenimiento, cuya mejor virtud es hablar del cine de antaño, el moderno, contemplado a través de la figura metafórica del que fuera el intérprete preferido por François Truffaut, y del posmoderno, capitaneado por una panda de jovencitos que con su cámara de vídeo aprovechan del inesperado encuentro con un actor veterano, el hallazgo de una casa solitaria y deshabitada para rodar su primera experiencia audiovisual. No es por nada, pero por momentos me pareció un capítulo alargado de la añorada serie de TVE Verano azul, con Léaud haciendo de Chanquete (Antonio Ferrandis), y a su alrededor a unos animosos y entusiastas críos que quieren poner, en este caso, en marcha su primera película. Sin más.
Cerró la competición un filme absorbente no exento de ciertas reflexiones acerca de lo que somos y lo que podemos llegar a ser cuando el disfraz que nos ponemos nos da una autoridad terrible y asesina. Der Hauptmann es una película alemana, dirigida por Robert Schwentke e inspirada en hechos reales. La acción se ubica en los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial. Alemania está siendo destrozada, se palma la flagrante derrota y abundan los desertores. Uno de ellos se encuentra un traje de capitán y se hace pasar por oficial. Reúne a un grupo de renegados y se convierten en matarifes. Su villanía y maldad están a la altura de los peores carniceros del III Reich. Su fascinación por el poder y lo que conlleva le hace un ser despiadado e inhumano. La película está rodada en un impresionante blanco y negro que le concede una pintura siniestra y sombría, propia de la historia que cuenta. Tiene momentos espectaculares y su intérprete principal, Max Hubacher, hace un trabajo inmejorable. La película no se fue con las manos vacías y obtuvo el galardón a la Mejor Fotografía.
No cabe duda de que el Festival de Cine de San Sebastián sorprende cada año a todos sus espectadores con magníficas películas.
Muchas gracias por el artículo, muy buena información resumida!
Saludos 😉