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Cine de culto: el extraño destino de algunas películas

¿Por qué cuando escuchamos a Rick/Bogart decir: “…no es un día fácil de olvidar. Recuerdo cada detalle: los alemanes vestían de gris…” sentimos un enorme placer al anticipar el final de la frase: “…tú de azul”?

O, escuchando a Roy/Rutger Hauer su monólogo final: “…todos esos momentos se perderán en el tiempo…”, no podemos resistirnos a decir en voz alta: “…como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir”.

¿Esas líneas de diálogo tienen un valor literario intrínseco tan alto que las vuelve inolvidables o algo les ha hecho cobrar un significado que trasciende la intención del guionista y su sentido dentro de la propia película? En Tienes un e-mail (Norah Ephron, 1998) Joe (Tom Hanks) -un brillante ejecutivo- comienza su idilio electrónico con Kathleen (Meg Ryan) dándole consejos para su decadente negocio y para ello recurre a citas de El Padrino (Coppola, 1972). Ante el escepticismo de ella, él deja clara su posición de fan de culto: “El Padrino es el I Ching, El Padrino es el compendio de la sabiduría; es la respuesta a cualquier pregunta”.  Esa sabiduría no está en la historia fílmica de la saga de los Corleone, pero por algún motivo la película se ha convertido en un vehículo ideal para la sabiduría sobre los negocios que sí tiene o cree tener el personaje de Hanks, que nos regala así un paradigmático retrato del fan. Las obras de culto son eso, vehículos perfectos para algo que quizá no esté en ellas.

En 1984 se celebró en la Universidad de Toronto un simposio sobre “Semiotics and cinema: The state of the art” al que Umberto Eco contribuyó con una ponencia que se ha convertido en clásica: Casablanca: cult movies and intertextual collage (1). En ese texto reflexiona con lucidez sobre la naturaleza escurridiza del fenómeno del cine de culto utilizando como ejemplo la que es una de sus mayores expresiones: Casablanca (Michael Curtiz, 1942) y expone algunos de los factores que a su juicio contribuyen a que una película siga ese camino. Para Eco, mientras que algunos libros unánimemente reconocidos como obras maestras pueden además convertirse en obras de culto –Los tres mosqueteros o La divina comedia– las películas necesitan acumular imperfecciones para conseguirlo. La diligencia (John Ford, 1939) es una de las mejores películas de la historia, pero no generó culto, mientras que la “jactanciosa” Río Bravo (Howard Hawks, 1959) sí lo hizo. “Porque una película perfecta, que no puede ser releída siempre que queramos o desde el punto que elijamos, como ocurre con un libro, permanece en nuestra memoria como un todo, en la forma de una idea o emoción central; solo una película descoyuntada sobrevive como una serie de imágenes desconectadas, de cimas, de icebergs visionarios. Para convertirse en culto una película no tiene que mostrar una idea central sino varias. No tiene que exhibir una filosofía de composición coherente. Tiene que descansar sobre y vivir gracias a su gloriosa incoherencia” (Eco, op. cit.). En términos de semiótica, este efecto se consigue a base de la acumulación desordenada de arquetipos, definidos como “una situación narrativa que es citada o reciclada de algún modo por innumerables textos y provoca en el destinatario una emoción intensa acompañada de la vaga sensación de déjà vu, y que todo el mundo desea volver a ver” (Eco, op. cit.). Es como si las costuras de la obra fuesen tan visibles que facilitan su desmembramiento.

Pero el análisis de Eco de las características narrativas de la obra de culto no basta para explicar por qué la mayoría de los trabajos que las reúnen no llegan a serlo. Es aquí donde tenemos que ir más allá de la semiótica. Y es que el culto no está en la obra, sino en los fans y es, por tanto, además de un efecto artístico, un fenómeno sociológico. Basándose en la idea postulada por Michel de Certeau de la lectura como “incursión”, Henry Jenkins analiza en Textual Poachers (2) el fenómeno de la cultura de los fans. Señala que estos reescriben sus espectáculos favoritos mediante una serie de técnicas: la recontextualización, la expansión de los límites temporales, la refocalización, la modificación de la moral, el cambio de género, los cruces entre distintos textos, la dislocación de personajes, la personalización, la intensificación emocional y la erotización. La actividad del fan, por lo tanto, tiene un aspecto de adquisición de poder: “Los fans efectúan sus incursiones y saquean lo que pueden; emplean los bienes saqueados como cimientos para construir una comunidad cultural alternativa” (Jenkins, 1992, pág. 223). Esto no es posible sin una base social formada por subculturas críticas con la cultura mainstream o, al menos, con una actitud no reverencial hacia ella. Nadie se pone una camiseta con una frase del Parsifal de Wagner, pero hay cientos con expresiones de Juego de Tronos.

La obra pertenece a la cultura y la obra de culto a la subcultura.  Esa tensión entre una y otra es lo que permite la apropiación por los fans, que la toman como seña de identidad y texto fundacional; pero para ello han de  desmontarla, privarla de su significado como obra de arte y volver a montarla como insignia de su grupo. El mago de Oz (Victor Fleming, 1939) tiene una consideración indiscutible como obra de arte, es una de las películas que ha sido más veces vista en televisión y es una de las pocas incluidas en el programa de la Unesco Memoria del Mundo. Pero además se convirtió en una obra de culto entre la comunidad gay norteamericana hasta el punto de que una expresión “discreta”, usada para referirse a un hombre gay era friend of Dorothy (el personaje de Judy Garland). La película cumple los dos requisitos fundamentales de Eco: su estructura fragmentaria y desordenada y la acumulación de arquetipos. Otras películas los cumplían, pero la comunidad gay descubrió en esta un subtexto que parecía escrito para ella, quizá el hombre de lata que quiere tener un corazón, el león cobarde en busca de valor, o la amistad y la aceptación incondicional de Dorothy para todos los que no encajan en la moral convencional… y se produjo la magia, la película siguió siendo un texto universal, pero reveló además un subtexto oculto que solo unos pocos entendían.

Así, a los requisitos formales de U. Eco tendríamos que añadir otros dos sociológicos: 1) generar la adhesión de fans que no se conforman con un visionado de la película, sino que vuelven a ella una y otra vez, buscando sus momentos favoritos. 2) que esos fans formen una subcultura; en algunos casos, muy organizada: reuniones, clubes, gadgets… y en otros, muy difusa, de límites e identidad imprecisos, y que solo tiene en común la memorización de parte de los diálogos o una fascinación casi inexplicable por la obra, que otras personas con parecidas competencias culturales no comparten (Ocurre en el caso de cultos casi universalmente extendidos, como los de Casablanca o Blade Runner). Muchas películas los cumplen y sería imposible analizarlas todas, pero si consideramos las más comúnmente incluidas en la categoría, enseguida salta a la vista que es un fenómeno moderno. Nosferatu (Murnau, 1922), La parada de los monstruos (Freaks, Tod Browning, 1932) o El mago de Oz (1939) son de las poquísimas películas de la primera mitad del siglo XX que han generado esa forma de adhesión. Entre todas, destaca, sin duda, Casablanca (1942), el fenómeno de culto más fascinante de la historia del cine, hasta el punto de que su función de texto revelador para quien supiese encontrar en ella una enseñanza fue el tema de otra obra, Sueños de seductor (Herbert Ross, 1972), que contribuyó enormemente a mitificar la primera y que es toda una reflexión sobre la cinefilia. Pero el fenómeno del culto como subproducto social del cine no aparece hasta finales de los años sesenta con La noche de los muertos vivientes (Romero, 1968) o Easy Rider (Dennis Hopper, 1969) en un período que es, precisamente, el de la eclosión de las subculturas urbanas y la contracultura. Los años 70 producen ya un buen número de obras de culto: La naranja mecánica (Kubrick, 1971), Pink Flamingos (John Waters, 1972), La matanza de Texas (Tobe Hooper, 1974), The Rocky Horror Picture Show (Jim Sharman, 1975) o Los amos de la noche (Walter Hill, 1979). A lo largo de las décadas de los 80 y los 90 se producen muchas más películas que acaban alcanzando esta categoría: Blues Brothers (John Landis, 1980), Blade Runner (Ridley Scott, 1982), Brazil (Terry Gilliam, 1985), Pulp Fiction (Tarantino, 1994), El Gran Lebowski (hermanos Cohen, 1998) o Matrix (hermanas Wachowski, 1999) por citar solo algunas, un fenómeno que obedece, en mi opinión, a varias razones: la expansión y sofisticación progresiva de la cinefilia, el auge del pop y su actitud no reverencial hacia la alta cultura, la multiplicación de las subculturas urbanas, el efecto contagio entre las comunidades de fans y, por último, la autoconsciencia de los propios realizadores que ya conciben las películas pensando en la posibilidad de generar este tipo de adhesión. Hay un abismo entre Easy Rider o La noche de los muertos vivientes, ambas de los sesenta y totalmente “inocentes” en este sentido, y Matrix, que parece diseñada y concebida para generar su propia y sofisticada subcultura.

Pero si hay una película que haya generado un Culto con mayúsculas, es El gran Lebowski. El Nota (the Dude), interpretado por Jeff Bridges, parece haberse empapado del Manual de iluminación para holgazanes (3)… y recordar solo unas pocas cosas. Su filosofía del tomárselo con calma y escapar de cualquier forma de estrés, aunque el estrés se empeñe en perseguirte, lo convierte en el profeta ideal de un credo desencantado, no solo con las religiones tradicionales, sino también con sus alternativas. La religión del Dudeísmo (en rigor, si comúnmente se traduce The Dude por El Nota, quizá tendríamos que traducir Dudeism por Notismo, pero vamos a tomárnoslo con calma) tiene miles de «adeptos» en todo el mundo. En el Manifiesto Dudeísta, (The Take It Easy Manifesto)  (4), el reverendo Archidude Dwayne Eutsey, al definir los rasgos que caracterizan al Dudeísmo como religión, explica que tienen sus propios ritos: jugar a los bolos, dar vueltas en coche o beber “rusos blancos” -el cocktail favorito del Nota- y su propia Mitología: “El Gran Lebowski es nuestro mito fundacional; igual que los Evangelios cristianos, basados en la historia de Jesús, proporcionan un retrato del mítico Cristo de la fe que ‘murió por todos nosotros, pecadores’ la película, basada en la historia del Nota (Jeff Dowd) presenta al Nota mítico del film (Jeff Bridges), quien ‘se lo toma con calma por todos nosotros, pecadores’”. ¿Dónde estaba esa subcultura antes de que esta película le permitiese cobrar identidad? Un poco por todas partes. Probablemente, un poco en todos nosotros.

Vienen ahora a cuento las sabias y bellas palabras de U. Eco: “Cuando todos los arquetipos implosionan sin recato alcanzamos profundidades homéricas. Dos clichés nos hacen reír pero cien nos conmueven porque sentimos como si los clichés estuviesen dialogando entre ellos y celebrando una reunión. Igual que el dolor extremo se encuentra con el placer y la extrema perversión bordea la energía mística, así la extrema banalidad nos permite vislumbrar lo Sublime. Nadie habría sido capaz de alcanzar tan cósmico resultado intencionadamente. La naturaleza habla aquí en lugar de los hombres. Aunque solo sea por eso, se trata de un fenómeno que merece veneración” (Eco, op. cit.).

(1) ECO, U.: “Casablanca”: Cult Movies and Intertextual Collage. Revista “Substance”, vol. 14, nº 2 (1985)
(2) JENKINS, Henry: Textual Poachers. Television fans and participatory culture. Routledge, N.Y., 1992
(3)  GOLAS, Th. 1972: The Lazy Man’s Book to Enlightment. Seed Center. Palo Alto, 1972
(4) dudeism.com/takeiteasymanifesto/

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