Investigamos
Bo Arne Vibenius, un explorador de las fronteras del cine
La etiqueta de «de culto» es un cajón de sastre que aglutina películas que acaban con la dichosa nomenclatura a sus espaldas por las más diversas razones. Quizá por el impacto creado en el momento de su estreno sea una rareza de un director reconocido, puede que el tiempo la sitúe en el lugar que se merece por el afán del dedicado y fiel público, o que el escaso presupuesto concertase una extraña personalidad para una película que se ve diferente a las demás. Escojan ustedes la razón que quieran, pero lo cierto es que la etiqueta de marras ha servido para rescatar del olvido, por una causa o por otra, películas que valen su peso en el corazón de sus fans.
En esa amalgama de culto, a veces encontramos películas que rozan lo imposible, perpetradas por autores que parecen, ellos mismos, personajes de una ficción. Vidas secretas, seudónimos, leyenda, polémica, una obra escasa e inclasificable y, para rematar, su posible impacto en directores de primer orden, capaces de convertir un trozo de celuloide olvidado en una pieza de auténtico culto.
Bo Arne Vibenius entra en esta última categoría. Este director de estilo obsesivo y casi enfermizo, del que apenas existe biografía y que firmaba sus obras con seudónimo, es un fantasma que se pasea por la historia del séptimo arte. Sabemos que nació en Suecia en 1943, pero apenas existe información sobre sus años de aprendizaje, los primeros pasos en el mundo del cine o qué empujó al director a un camino de ruptura con el convencionalismo casi perverso.En su ficha de IMBd, se le vincula, nada más y nada menos, que con el equipo técnico de Persona (Ingmar Bergman, 1969). Sus películas son oscuras, violentas, repulsivas y fascinantes a partes iguales. La escasa obra que ha dejado para la posteridad se mueve en las fronteras del cine comercial, con visitas sin reservas a la pornografía. Las sensaciones que percibimos en sus películas no son amables, están lejos de cualquier atisbo de afinidad por el espectador, y presentan un mundo neblinoso, casi onírico, escrito con reglas propias.
Lo curioso de la trayectoria de Arne Vibenius es que comienza por derroteros muy distintos a los que definirían el resto de su obra. Hur Marie träffade Fredrik (1969), su primera película, pertenecía al género infantil. Por supuesto, no tiene mayor trascendencia, y si alguien recuerda el título es por pertenecer al extravagante conjunto de la obra de Vibenius. La entrada de lleno en el baúl de la memoria cinéfila comienza con su segunda obra, Thriller: A Cruel Picture ( 1974).
La película nos cuenta la peripecia de una joven que cae en manos de un despiadado proxeneta, que la convierte en una adicta a las drogas y esclava sexual. La muchacha ya arrastraba desgracias en su vida personal, ya que enmudeció a consecuencia del shock de una violación durante su infancia. Tras varias y desagradables experiencias satisfaciendo los apetitos sexuales de un plantel bastante grotesco de personajes, la chica decide llevar a cabo su venganza. Tras prepararse en secreto, en lucha cuerpo a cuerpo y manejo de armas, desatará su furia asesina contra todos aquellos que arruinaron su vida. Terrible metáfora del fin de la inocencia y consumación de la brutal retribución de la protagonista.
Thriller: A Cruel Picture es una auténtica marcianada, que en ocasiones parece fruto de la enajenación mental. En sus primeros compases, se mezcla una ingenuidad casi candorosa en la construcción de la trama, pero las sucesivas vejaciones a las que somete Arne Vibenius a su protagonista construyen una extraña confrontación de intenciones. Todo gana enteros como macabro juego cuando el director decide introducir escenas de sexo explícito, traspasando el umbral de la pornografía, en escenas eróticas alejadas de cualquier principio de placer. La angustia es protagonista, exacerbada por la presencia de la banda sonora más desquiciante posible, compuesta de ruidos y sonidos completamente inapropiados en contraste a la dureza de las escenas.
Cuando la venganza explota, Vibenius consigue los mejores momentos de su película. Christina Lindberg, una actriz ligada al cine erótico, deja para el recuerdo la magnífica imagen de su efigie vengadora, embutida en un abrigo de cuero negro y con el rostro adornado por el icónico parche. El uso de la violencia por parte del realizador quizá quede rebajada por el paso del tiempo, si se compara con cánones actuales. Pero lo cierto es que el extraño y atrevido uso de la cámara superlenta consigue un efecto perturbador, tan asfixiante como el conjunto de la película, donde los chorros de sangre bailan en un tiempo suspendido.
Para muchos, Thriller: A Cruel Picture es la mejor película de venganza de los 70. Comparte muchos puntos en común con todas sus contemporáneas, como una justificación bastante gratuita de la violencia, pero por su atrevimiento formal y técnico, y por el último acto de la cinta, sí que resulta diferente a las muchas entregas de esta exploitation. Aunque su reconocimiento popular, su entrada en la etiqueta «de culto» viene de la reivindicación de otro director peculiar, aunque con mucho más predicamento del que jamás tuvo Vibenius. Quentin Tarantino se ha referido a la película en alguna ocasión, e incluso se habla de la influencia de la imagen de la protagonista para establecer el personaje de Elle Driver, interpretado por Daryl Hannah en Kill Bill (Quentin Tarantino, 2003). Es más, hay críticos que sitúan Thriller: A Cruel Picture como inspiración visual para la saga Matrix (Hermanas Wachowski, 1999) por el particular uso de la cámara lenta en escenas de acción.
Por supuesto, en el momento de su estreno, Thriller: A Cruel Picture fue carne de polémica. Por su violencia nada contenida y, en especial, por las escenas de sexo explícito, la película fue prohibida en diversos países, y en la mayoría fue clasificada X. En España es desconocida y no ha gozado siquiera de una edición en el ámbito doméstico.
Arne Vibenius demostraría, a la hora de acreditar el filme, su excentricidad a la hora de firmar su obra, puesto que aparece Bo Arne Vibenius como productor y Alex Fridolinski en el apartado de dirección.
Vibenius cerraría su corta carrera con su película más extrema y extraña, Pornografisk Thriller (1975), título que no deja dudas sobre las intenciones y contenido de la cinta. Si en su anterior obra el sexo explícito era impactante pero puntual, en su canto del cisne, Arne Vibenius se adentra en el farragoso terreno del porno sin paliativos, con largas escenas dedicados a este aspecto, aunque apartado de los convencionalismos del género. De nuevo, las escenas sexuales están muy lejos de la habitual búsqueda de placer, y nos sumerge en otro extraño submundo que parece extraído de un mal viaje de alguna droga sintética (recordemos que nos encontramos a mediados de los 70, y la psicodelia era un género por sí mismo). De nuevo, un grotesco cúmulo de sensaciones encontradas, adornado otra vez con una banda sonora estridente y anticlimática. Cualquier atisbo de contacto con la realidad desaparece en un sendero insólito e, incluso, molesto y repugnante, pero, como en su anterior película, fascinante por razones difíciles de explicar.
En esta película, satírica y salvaje, Vibenius nos narra el desconcertante camino de sexo y violencia que toma un oficinista cualquiera, aprovechando la ausencia de su mujer y de su hijo. Ante la falta de los muros sociales convenidos para la normalidad, este gris, obsceno y desagradable personaje desata al monstruo escondido tras la máscara de la rutina en una orgía desconcertante. Por supuesto, más carne para la polémica carrera de Vibenius, y título de culto para no pocos seguidores del terror más extraño y fronterizo.
Bo Arne Vibenius es poseedor de un mundo propio no apto para todos los paladares. No es simplemente lo ofensivo que puedan resultar sus excesos, es que sus películas parecen fabricadas para recordarnos el contexto de un mal sueño, sin ningún tipo de piedad por el espectador ni, por descontado, de las normas del buen gusto o el decoro cinematográfico. Sin duda, merecedor del estandarte que hoy sacudimos, «de culto», por múltiples razones, entre ellas, la excepción a la regla que significa su obra, su manera de entender el cine.
Y sí, la verdad es que Tarantino hizo bien el trabajo sucio de sacarla de su chistera de cinéfago.