Críticas
Como nuestros amigos del Norte
Sweet Country
Warwick Thornton. Australia, 2017.
El director australiano Warwick Thornton cuenta con una extensa trayectoria en la realización de cortometrajes. En su primer largo como director, ganó el premio Camera d’Or en el Festival de Cannes con su obra Samson and Delilah (2009). Tras participar en diferentes creaciones artísticas, volvió a la realización de largometrajes, solo o en proyectos colectivos. En el año 2017, con Sweet Country, consiguió el Premio Especial del Jurado en el Festival de Venecia.
El filme, basado en hechos reales, se centra en la década de los años veinte del siglo pasado, tras la Primera Gran Guerra Mundial, cuando Harry March, un individuo blanco, irascible y violento, vuelve a tierras australianas desde el frente occidental. Para ayudarle en la restauración de su rancho, Sam, un aborigen que trabaja en las propiedades de un afable religioso, es enviado a las posesiones de Harry March, junto con la familia del primero, a colaborar en la rehabilitación.
Pensando en obras procedentes del país del realizador vistas recientemente, muy pocas nos vienen a la memoria. Citaríamos Lion, de Garth Davis (2016), sobre aquel niño que se pierde por las calles de Calcuta, o Animal Kingdom, no tan cercana (2010), del director David Michôd, que nos metía de lleno en un mundo violento desde sus entrañas. Celebramos oportunidades como estas, que nos ofrecen la ocasión de conocer la evolución de cinematografías prácticamente desconocidas por nuestra parte.
Nos enfrentamos ante una película de vaqueros, un western ubicado en un mundo rural australiano, en donde, cómo no, la población aborigen, no exterminada, es explotada prácticamente en condiciones de esclavitud, o si hay suerte, como mano de obra barata, además de despreciada. No faltan caballos, armas, cabañas, ganado y demasiado odio racial. Un desprecio que no se limita a sentimientos enraizados. Por el contrario, se utiliza en toda su execrable extensión para exprimir a la población nativa, desprovista de cualquier derecho básico. Los blancos emigrantes aprovecharon la oportunidad (les suena de algo), para tirarlos de sus tierras, ocuparlas, intentar acabar con las formas de supervivencia autóctonas y someter a los seres humanos que habitaban allí con sus costumbres, de forma plácida, al puro y discrecional capricho del invasor. No obstante, como en todo, nada es blanco y negro. La naturaleza humana presenta una paleta de gradaciones que transcurren desde la más detestable brutalidad a la tonalidad más humanitaria. Los corrales a recorrer pueden presentarse casi infinitos.
Desde la ironía del título, la película se convierte en una excelente obra que destaca por su asintonía narrativa, sin estructura continua, con propósito desconcertante. En ello, nos vamos acercando a una filmografía y a un paisaje inéditos. Mientras tanto, nos dirigimos a una auténtica tragedia, mientras los vientos del desierto australiano se convierten en mudos testigos de la inmundicia. El filme resulta exquisito en el cuidado y belleza de sus imágenes, mientras que la fotografía, con su colorido terroso y sangriento, se erige en otra protagonista de la obra.
Existe una parte del largometraje que parece convertirse en el “típico” ejemplo de una buena realización de un espectáculo hollywoodiense de persecución de indios por vaqueros, o de seguimiento del rastro del perseguido por la justicia a la búsqueda de la ansiada recompensa. Pero además de no ir por tales derroteros la película, en esa parte primera se imponen majestuosamente unos paisajes inmensos, diversos, desconocidos y que pueden convertirse en incontrolables.
Tras esa primera mitad que acabamos de comentar, pasamos a una segunda parte secuencial, más reducida, en la que, aunque el sheriff de turno continúe obteniendo protagonismo, aparece como por arte de magia un juez, un representante de la justicia, donde y cuando menos se le espera, otorgando verdadera dimensión, única y trascendente, a la historia. Méritos de guion que hacen o convierten en especial e insospechada a una obra que podría haber transitado únicamente por caminos demasiado manidos. No obstante, no crean que se van a ahorrar los típicos y tópicos salones del oeste americano, con profusión de armas, mujeres al servicio de los machos o alcohol a raudales, tanto tanto, que parece que experimentamos sensaciones olfativas al respecto. Una sinestesia que casi nos golpea.
Mientras nos encontramos observando la obra, nos asalta el temor, ya lo hemos sugerido, de estar visionando una película muy correcta, pero que no nos va a dejar huella alguna. Nos tememos que ya la hemos observado demasiadas veces y el resultado será “visto y olvidado”. Pero afortunadamente, ni el director ni su equipo caen en esa trampa.
Además de denunciar atrocidades cometidas en latitudes y épocas casi desconocidas y prácticamente olvidadas en mundos occidentales, el filme tiene otros muchos méritos por los que merece no caer en el baúl de los recuerdos. El odio racial no queda en plano secundario, se erige en motor de la obra y a ello hay que añadirle la sorpresa por la existencia de una legislación para aplicar, unas leyes que no entienden de colores ni riquezas, y saben y reconocen si lo que están tomando es carne o pescado. Por ello, no hay que olvidarse de la inesperada y sorprendente resolución de la trama, que por desgracia, termina por no serlo.
Lamentablemente, mientras el regreso a casa parece una utopía convertida en algo físico y palpable, hasta realizable, terminamos acordándonos de un icónico día en la década de los sesenta del siglo pasado, cuando un vehículo en donde viajaba el matrimonio Kennedy transitaba por las calles de Dallas…
Tráiler:
Ficha técnica:
Sweet Country , Australia, 2017.Dirección: Warwick Thornton
Duración: 112 minutos
Guion: Steven McGregor, David Tranter
Producción: Bunya Productions. Distribuida por Memento Films International
Fotografía: Dylan River, Warwick Thornton
Reparto: Hamilton Morris, Bryan Brown, Sam Neill, Thomas M. Wright, Matt Day, Ewen Leslie, Anni Finsterer, Natassia Gorie Furber, Tremayne Trevorn Doolan, Gibson John