Investigamos
Kathryn Bigelow. Una chica como yo
“Aquí huele demasiado a testosterona”, sostiene la surfista Tyler en medio de una fiesta repleta de hombres en una escena de Punto límite (Point Break, 1991). Es lo que probablemente haya pensado Kathryn Bigelow en el momento de tomar la decisión de empuñar una cámara e irrumpir en la escena mainstream del cine de género con sus películas musculares, fibrosas, oculares y sensitivas.
Cuando a esta notable realizadora le otorgaron el Oscar por su labor como directora en Vivir al límite (The Hurt Locker, 2008), no fueron muchos los que pudieron resistir la tentación de incurrir en el equívoco de reivindicar el mero dato anecdótico sobre su condición de mujer, en una afirmación que pretendía mostrarse como un cumplido, pero que escondía un fuerte rastro de misoginia, como si el hecho de que la cineasta hubiera filmado películas de ciencia ficción (Días extraños/Strange Days, 1995), de submarinos (K 19 The Widowmaker, 2002) o también bélicas (la mencionada Vivir al límite) implicara por sí mismo un acontecimiento extraordinario. Desde la lógica de estos falsos aduladores, Missing Zero (2007), el vertiginoso cortometraje publicitario que Kathryn Bigelow realizó para Pirelli y que está protagonizado por una Uma Thurman sentada frente al volante de un Lamborghini Gallardo amarillo tendría que haber sido realizado por Luc Besson y protagonizado por Jason Statham. Este trabajo por encargo, donde la realizadora imprime su sello personal, muestra a su protagonista siendo atacada violentamente por cuanta persona se le cruza en las soleadas calles de California. Sobre el final nos enteramos que la Thurman participaba de una suerte de simulacro virtual parecido al que Ralph Fiennes ofrecía a sus clientes en Días extraños.
Lo que sostiene al cine de Bigelow es su gran pulso narrativo, su rigurosa planificación del espacio y su ágil y estratégica puesta de cámara, además de su predilección por los relatos de acción con personajes que distan en mucho de ser unidimensionales. Sus decisiones de puesta en escena son las que nos permiten entender con claridad dónde se encuentra parado cada personaje, aun en las situaciones más confusas y extremas (virtud que alcanzó su máximo esplendor en Vivir al límite).
La directora suele recurrir con frecuencia a la cámara lenta, la cual se suele corresponder con una mirada extasiada que suspende a la acción en el tiempo (la secuencia de créditos iniciales de Testigo fatal/ Blue Steel, 1990, o las numerosas escenas de surf de Punto límite son claros ejemplos a este respecto). Pero la mirada de la directora no es irresponsable ni glorificadora de la violencia. El placer por la acción gira en torno al vacío cada vez que no se corresponde con un sentimiento apropiado o una filosofía, algo que representa a la perfección el surfista zen Bodhi (Patrick Swayze), con su desinterés total por el dinero y su entrega prácticamente religiosa hacia la acción como motor de vida. Su budismo es pragmático porque es un llamado a la acción y el movimiento, como lo evidencia cada una de sus participaciones en los atracos bancarios que lleva a cabo junto a sus amigos surfistas enmascarados con caretas de ex presidentes de los Estados Unidos.
La presencia constante de la acción y su contemplación extática son lo más representativo de la filmografía de Kathryn Bigelow, pero la directora suele interrogarse en cada película por la esencia y consistencia de esa acción, la cual, en el caso de algunos de los personajes de su filmografía, como, por ejemplo, el sargento William James de Vivir al límite, se revela como un músculo vacío que se flexiona con el único objetivo de segregar una adrenalina letal que solo garantice una satisfacción cíclica y epidérmica, desprovista de cualquier conexión con la cordura. Ese vacío muscular intenta desplazar a otro que se desprende del tedio de la vida cotidiana y ofrece a sus personajes una vía de escape que se termina volviendo en su contra, de manera dañina, como ocurre con el mencionado sargento James, pero también con el psicópata Eugene Hunt de Testigo fatal o con el joven Caleb en su travesía por el sur de los Estados Unidos con los errantes vampiros punks en Cerca de la oscuridad (Near Dark, 1987). Estos roces con el abismo deparan algunos placeres efímeros, pero, por lo general, desembocan en la propia autodestrucción o en la crisis sobre el sentido de pertenencia. Johnny Utah, el agente encubierto del FBI interpretado por Keanu Reeves en Punto límite, lo comprueba en carne propia a poco de haber ingresado en las fuerzas federales, cuando se infiltra en una banda de surfistas sospechados de cometer robos bancarios y que lo proveen de emociones totalmente ausentes en su vida tras una experiencia pasada como deportista, la cual debió abandonar por una lesión crónica. Tanto Caleb como Johnny se entregan a una serie de experiencias extraordinarias en sus nuevos contextos (con los vampiros en el primer caso, con los surfistas en el segundo), pero no podrán integrarse de manera estable a ellos.
El debut de Bigelow en el largometraje se produce con Cerca de la oscuridad, donde entrecruza de manera interesante el western con el cine de vampiros y añade también algunos elementos de las road movies. Su protagonista es Caleb (Adrian Pasdar), un joven camionero de Texas que una noche avista a Mae, una atractiva rubia a la que se acerca y acepta llevar en su vehículo en una travesía nocturna por el desierto. La joven actúa de manera misteriosa y apenas si responde a los intentos de Caleb por seducirla, deteniéndose en observaciones sobre la noche, las estrellas y la eternidad (“¿Sabes por qué no conoces a otra chica como yo? Porque estaré aquí para cuando llegue la luz de esa estrella”). Preocupada ante la cercanía del amanecer por cuestiones obvias a resguardo del conocimiento de Caleb, Mae lo apresura para que emprendan el camino de regreso y, una vez en la camioneta, lo muerde en el cuello, convirtiéndolo en una criatura de la noche e integrándolo a su grupo familiar de vampiros pandilleros liderados por el ancestral Jesse Hooker (Lance Henriksen). Caleb se ve forzado a beber sangre para poder seguir con vida al mismo tiempo que debe lidiar con la hostilidad de sus nuevos compañeros de ruta, los cuales no solo no lo aceptan, sino que además lo encuentran como una molestia.
En esta primera película ya se advierten la prolijidad en la puesta en escena y el cuidado en la composición de los planos que caracterizará la obra posterior de Kathryn Bigelow, así como también su predilección por jugar dentro de las convenciones del cine de género, remitiendo un poco en su estilo seco y lacónico al de John Carpenter, con un marcado privilegio de la acción por sobre los diálogos. También se hacen presentes algunas de sus elecciones formales más frecuentes, como la de la presencia de interiores perforados y atravesados por potentes haces de luz, el predominio del azul en la iluminación y la cámara lenta estilizada que permite contemplar la acción con mayor detenimiento y delectación. Bigelow contó con la producción de Dino DeLaurentiis y el asesoramiento de su futuro marido, James Cameron, quien le facilitó el acceso a tres actores que habían participado de la segunda entrega de la saga de Alien: Bill Paxton, Jenette Goldstein y el mencionado Henriksen. La banda de sonido de Tangerine Dream también contribuyó beneficiosamente a ese clima melancólico y nocturno que impregna a este relato bastante demodé y alejado de cualquier tendencia estética o moda al uso, a la que apenas los sintetizadores de la banda de sonido logran asociar a la década que le dio vida.
Testigo fatal comienza con el simulacro de un operativo policial donde la aspirante Megan Turner (Jamie Lee Curtis) debe intervenir en un episodio de violencia doméstica. Tras lograr diezmar al marido golpeador, Megan queda expuesta ante la víctima, una mujer que descarga su arma contra ella. Este fracaso inicial de la protagonista se verá replicado pocos días después de su asunción como agente de la policía de Nueva York, cuando Megan detecte un asalto en un supermercado y decida intervenir en la escena. Tras chocar con las sartenes de una de las góndolas (un posible indicio visual del escepticismo machista al que se enfrenta cada vez que hace mención de su condición de mujer policía), Megan da la orden al delincuente para que baje su arma, pero, cuando este se niega a obedecer y le apunta con su revólver, la agente decide abrir fuego, asesinándolo con una exagerada cantidad de disparos. Un cliente del supermercado y testigo de la escena (Ron Silver) aprovecha la conmoción de Megan para tomar el arma del criminal fallecido. Tras la suspensión de Megan por haber disparado contra un hombre “desarmado”, los destinos de la mujer policía y el anónimo testigo se entrecruzarán de inmediato. El sujeto se presenta de un modo amable ante Megan, pero en realidad se trata de un peligroso psicópata, a quien la adquisición del arma lo saca de su tedio cotidiano como corredor de bolsa para dar comienzo a un itinerario violento donde matará a cuanta persona se le cruce en el camino, tallando el nombre de Megan en cada una de sus balas. En esta particular versión de la batalla de los sexos, las cuestiones de género parecen dirimirse por medio de la portación de armas y redefiniendo, de paso, sus criterios de uso. Megan se ve perjudicada por su impericia durante el asalto, producto de su inseguridad e inexperiencia más que de un presunto abuso de autoridad. Eugene es un predicador anónimo de la violencia urbana que cree distinguir en la impericia de Megan a una posible compañera en su cruzada violenta y que reafirma su masculinidad a través de su fanatismo por las armas de fuego y del uso desaforado de su Magnum 44. Como ocurre con el final de Cerca de la oscuridad, donde Caleb debía enfrentar y exterminar a la pandilla de vampiros que amenazaba con convertir en parte de su séquito a su familia, la oficial Megan Turner deberá trenzarse en un duelo urbano con este adversario, que, desde el margen de la ley, también pretendía imponer su violencia a una sociedad burocrática, rutinaria y reglamentada.
En Vivir al límite se concentran todos los vectores temáticos y formales de la realizadora, en una película que había sido pensada para competir por fuera del circuito comercial y que se terminó convirtiendo en un gran éxito artístico y financiero, quizás por su fachada belicista que, en realidad, esconde una superficie mucho más compleja y que constituye la representación más rigurosa y fidedigna de la lógica y la percepción del hombre de guerra. La película es un intento por penetrar en la mente de un autómata con un trabajo suicida que lleva a cabo cada día de un modo exasperantemente repetitivo y en las peores condiciones imaginables, como si se tratara de una vulgar rutina de oficina. El sargento William James desactiva bombas en las calles de Bagdad, y en cada operativo evade todo protocolo de seguridad, no responde a los intentos de comunicación que entablan con él sus escoltas para que describa la situación, se quita el traje de protección reglamentario para trabajar con mayor “comodidad”. Lleva la cuenta exacta de la cantidad de bombas desactivadas y colecciona los detonadores en una caja donde estos conviven con su anillo de compromiso. Los pocos intentos por entablar un contacto humano son un fracaso absoluto, como su amistad con Beckham, el pequeño iraní que vende películas piratas cerca de su campamento, o como en su frustrado operativo en el que intenta destrabar las bombas que lleva sobre su cuerpo un civil iraquí. La hostilidad silente del entorno, manifestada en las grandiosas escenas donde el sargento James desactiva explosivos rodeado de miradas lejanas, donde cada señal entre vecinos puede dar cuenta de una inminente explosión, son de una maestría absoluta en su construcción del suspenso y la tensión, sobre todo porque Bigelow juega limpio y nos permite entender la situación en términos de puesta en escena, porque resalta inteligentemente cada gesto del entorno con planos de duración exacta, y también porque su película recurre a la espectacularidad visual con fines meramente políticos. La espeluznante conversación final que el sargento James mantiene con su colega Sanborn es la evidencia de lo infructuoso que resultaría cualquier intento por penetrar en la cabeza de este hombre diseñado para los tiempos que corren. La escena cercana al final del sargento en modo civil parado frente a una góndola de supermercado es la definición audiovisual de este Hombre Nuevo, cuyas pulsaciones están en sincronismo con el reloj de las bombas, desprovisto de ideología, segregando esa sustancia vacía, impregnada de olor a muerte.