Miradas sobre...
Roma
Demolieron la escuela, demolieron el edificio de Mariana, demolieron mi casa, demolieron la colonia Roma.
Se acabó esa ciudad. Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años
José Emilio Pacheco
A la muy polémica y premiada Roma (2018), octavo trabajo de Alfonso Cuarón (Gravity, Y tú mamá también), responsable en esta ocasión del guion, la producción y la dirección, se la puede mirar desde diversos, muy diversos ángulos. Pero quizás dos aspectos resaltan de entrada: el contraste entre el lenguaje cinematográfico empleado para este, su trabajo más íntimo, y el tratamiento de los temas.
La poesía lograda con las imágenes, en estricto blanco y negro, de la más absoluta cotidianidad de una familia de clase media formada por Sofía, sus cuatro hijos, su madre y sus dos empleadas indígenas, resulta cautivante. La cámara recorre sin prisas los pequeños detalles de la vida en esta casa situada en la Colonia Roma del DF mexicano, ya sea mostrándonos la decoración del salón –los floreros, las fotos, las lámparas que Cleo, una de las dos empleadas, apaga ritualmente cada noche–, sus hábitos de alimentación o las rutinas de limpieza matutinas (incluyendo, cómo no, la caca del perro de la familia), y los espectadores terminamos sintiendo que estamos penetrando pasajes de la memoria infantil del director, presentados minuciosa y amorosamente.
Sus recuerdos de Libo –a quien dedica la película–, como en su familia llamaban a Liboria Rodríguez, la empleada de origen mixteco que llegó a vivir con los Cuarón cuando Alfonso tenía apenas nueve meses de nacido, y que aquí está representada por Cleo, inspiran decididamente este trabajo tan personal y entrañable. Y seguramente su deuda afectiva con esa madre sustituta, de origen humilde, salvadora de muchas maneras de la familia, fue el detonante que lo llevó, después de diez años de incubación, a convertirla en una película que tiene el innegable mérito que, siendo tan autobiográfica, logra conectar con una vasta audiencia, mexicana o no, que reconoce en la pantalla pedazos de su propia vida. Estamos ante la memoria de toda una generación.
En otros momentos, la cámara sale a la calle y vemos a los niños yendo a la escuela o a la familia saliendo de vacaciones –Sofía busca aventuras para alejar a sus hijos del drama matrimonial que ella y su ausente esposo están atravesando– o documenta el momento político del país en los años 70 y 71, trayendo crudas imágenes de las masacres provocadas por los grupos paramilitares durante el gobierno del Luis Echeverría, como, por ejemplo, la Matanza de Corpus Christi.
Cuarón entrelaza acertadamente este evento político con la vida de la familia: Cleo, embarazada, va con la abuela de los niños a escoger la cuna de su bebé, y en ese momento se desata la locura en la calle. El impacto emocional hace que ella rompa fuentes. Lo que sigue es de tal hiperrealismo que nos muestra a la joven siendo atendida de emergencia en un hospital real de la ciudad de México, por personal médico que labora en ese centro asistencial y con un equipo (incluyendo a los actores) que, durante toda la película, no sabe hasta el último momento qué es lo que va a ocurrir. Yalitza Aparicio, a cargo del personaje de Cleo, solo recibe instrucciones sobre lo que pasará con ella y con su bebé en el momento en que se está filmando la escena. Sí, es el método Malick de filmación empleado por el mexicano, en su apogeo.
El otro aspecto formal logradísimo en Roma es la banda sonora, de impecable factura y belleza, que en su casi ausencia de música –a pesar de que sí están muy bien marcados los éxitos musicales de la época– y en sus pocos diálogos, nos regala, en cambio, una riqueza que nos expande el retrato de la vida íntima y pública en el DF de aquellos años que ya nos da la fotografía, a través de su elaborada acústica: la lluvia golpea sobre las ventanas, el perro ladra, los niños pelean o bajan la cadena del baño en la mañana, la flauta del amolador de cuchillos, la alharaca del vendedor de globos o la recurrente banda marcial que recorre, una y otra vez, la calle donde vive esta familia, aludiendo, sin duda, a lo militar, a lo bélico, a la omnipresente violencia, privada y pública. La memoria se ensancha.
Sin embargo, más allá de sus innegables aciertos formales, está la historia que Cuarón quiere contar. Y es aquí donde el filme parpadea. El tratamiento de los personajes, por ejemplo, no posee la suficiente profundidad que la riqueza poética lograda en imágenes exigiría. Nos falta información, texturas, matices para conocer un poco más de la vida de estas mujeres. Porque, qué duda cabe, estamos ante un largometraje que tiene como centro a la mujer: madre, abuela, esposa, empleada, nana, novia. Y en las vidas de todas ellas abunda el maltrato por parte de lo masculino. En una explícita escena, Sofía –que en simetría con Cleo está viviendo también un drama de abandono– le dice a su empelada: “Recuerda, Cleo, que las mujeres siempre estamos solas, siempre”. Y solas están ellas, pero también la anciana abuela, vestida en sempiterno negro. Y no sabemos suficientemente quiénes son estas indiscutibles protagonistas, de dónde vienen y qué quieren, más allá de sobrevivir –y lo hacen– a los hombres de sus vidas.
Y, por supuesto, está la calidad narrativa. Hay un uso exquisito y potente de lo simbólico. Es el caso del agua, elemento recurrente de principio a fin. Está el agua que limpia los trastes del desayuno, la que lava el cuerpo de Cleo en las madrugadas, la que limpia la suciedad que deja, infaltable, el perro, la de los charcos donde los niños juegan, la de la lluvia o el granizo que golpea ventanas y pisos, la que apaga incendios, la de la fuente que rompe Cleo y, por supuesto, la del mar, donde esta silenciosa nana logra, finalmente, la catarsis –mediante una confesión y abundante agua de lágrimas– que la devuelve a la vida. Están los símbolos que anticipan tragedias: el terremoto, el día que Cleo visita el hospital para su primer control médico y que la sorprende justo frente a la sala de recién nacidos; o la caída de la taza –que se rompe en varios pedazos–, donde ella tomaría la bebida, en celebración, que le ofrece otra criada indígena. Y están los aviones, que vemos surcar el cielo en varias ocasiones. Además de otros significados, el mismo Cuarón ha dicho que representan la transitoriedad de las situaciones que atraviesan sus personajes. El largometraje, por cierto, termina en una escena de ascenso.
No logra Cuarón, sin embargo, entretejer su historia para que luzca suficientemente cohesionada, más bien, termina luciendo como una serie de significativos fragmentos, bellamente diseñados y filmados, que logran conmover, pero que no forman un todo orgánico.
Un comentario final para aludir a la polémica en que este filme se ha visto rodeado, que ha incluido el boicot de muchas distribuidoras internacionales. Estamos ante un fenómeno en pleno desarrollo dentro de la industria cinematográfica. Hay películas, como Roma, precisamente, que están siendo filmadas directamente para plataformas como Netflix, siendo tan vistas, apreciadas y premiadas sin pasar por el circuito habitual de producción y distribución de la industria. Quizás estemos atestiguando un giro mayor dentro del quehacer cinematográfico, que pudiera llegar a dejar para la gran pantalla solo a las grandes producciones de Hollywood. Habrá que esperar, y no mucho, para conocer los nuevos derroteros de nuestro séptimo arte.
Gracias Eli por esta Mirada a Roma, a través de ella pude apreciar elementos que había obviado, tales como la
recurrente presencia del agua…. pero también pude entender por qué Roma me gustó pero no me impactó, tú lo expones de forma delicada y gentil.