Miradas sobre...
Roma
No sabría decir si tener a tu alcance todos los medios posibles para recrear tu niñez –como ha tenido Alfonso Cuarón– es una trampa o un privilegio. La niñez que realmente vivimos está perdida para siempre. Lo que recordamos son pequeñísimos destellos que completamos con lo que nos contaron, lo que creemos recordar, lo que hemos visto en las imágenes de fotografías y películas, lo que inventamos, lo que otros inventaron por nosotros. El neurólogo Oliver Sacks contó en un libro sobre su infancia, El tío tungsteno (Oliver Sacks, Anagrama, 2003) los recuerdos traumáticos de dos bombardeos que vivió en las afueras de Londres durante la Segunda Guerra Mundial. Los relató con todo lujo de detalles, ese tipo de detalles de las cosas que se han vivido realmente; pero años más tarde se enteró de que solo había vivido uno de ellos. Su hermano le había contado el segundo bombardeo y él lo había transformado en un recuerdo propio. “Es sorprendente darse cuenta de que algunas de nuestras memorias más queridas puede que no hayan ocurrido nunca, o que le hayan ocurrido a otra persona” (Habla, memoria, Oliver Sacks, The New York Review of Books, 21 Feb. 2013). “El olvido y la memoria son inventivos”, dijo Borges, sin saber de neurología. Lo fascinante, además, es que ese recuerdo, en gran parte construido a posteriori, lo seguimos modificando mientras vivimos. Fijarlo en un documento sería matarlo, anclar el globo de la memoria en un imposible punto fijo. Esa es la trampa de la que no hay escapatoria: que no recordamos hechos, sino historias y toda historia tiene un autor.
Y, por otro lado, qué privilegio poder hacerlo, tejer una ficción -pues no otra cosa es un recuerdo- con los mimbres de olores y sonidos y rostros y calles que creemos fueron los nuestros y que en parte lo fueron. Alfonso Cuarón ha tenido a su disposición unos medios extraordinarios para hacerlo; el brillante resultado tiene una sencillez y una falta de artificio engañosas, porque son solo aparentes; su austeridad formal es el paradójico resultado de un complejísimo trabajo artístico y técnico. Poder reconstruir el paisaje sonoro de una época mezclando archivos acústicos con grabaciones actuales hasta conseguir un sonido envolvente que está presente en todo el metraje, colándose en las conversaciones, irrumpiendo en el silencio como irrumpe en la vida: aviones que pasan, los silbidos de los mercaderes ambulantes, los motores de la época. Grabar en las calles del México actual y poder eliminar de ellas digitalmente todo lo que no estaba entonces, como en una excavación arqueológica se eliminan con un cepillo los sedimentos. Y, sobre todo, eliminar el color, dejar que la luz hable en su forma más pura; no sé si esa limpieza absoluta es la que proporcionan las cámaras digitales de gran formato de 65 mm, pero se acerca mucho y es una sensación de pureza la que tiene el espectador: una luz sedosa que resbala sobre las carrocerías de unos coches que ya no existen, que brinca en la espuma de unas olas que parecen únicas o tiembla en las sábanas arrugadas de un hospital. Una luz que llega muy lejos, pues Cuarón ha filmado con una profundidad de campo que nos remite a un cine de otra época, a Gregg Toland y su trabajo con Orson Welles. Hasta ahora en todas sus películas el director de fotografía era Emmanuel Lubezki, pero en Roma es el propio Cuarón.
(Profundidad de campo: todo lo que pasa importa)
Mientras Cleo cruza sobre tablones unos charcos, la vida del barrio se convierte en espectáculo, porque nada escapa a la claridad de la cámara y el espectador puede elegir qué quiere mirar; se distingue perfectamente a lo lejos a un hombre bala cayendo sobre una red, podemos mirarlo intrigados o ignorarlo y seguir pendientes de Cleo y su angustia silenciosa. En otra escena, mientras la madre y los niños comen su helado, después de que ella les haya dicho que el padre se va a ir de casa, a la derecha de la imagen transcurre una boda. La vida continúa. En medio, entre la mujer que se separa y la mujer que se casa, está Cleo, pensativa. Es una cámara que lo abarca todo, de una ambición desmedida. Como cuando, en el interior de la casa, en el piso de arriba, podemos ver en el mismo plano lo que está ocurriendo en tres habitaciones. En una los niños brincan en la cama, en otra los padres discuten; en la del centro está Cleo, recogiendo lo que unos y otros han tirado. Es una cámara que hace partícipe al espectador, que le permite elegir el foco (dan ganas de volver a verla solo para mirar las cosas que uno se perdió) y poner sus propios colores, quizá sus propios recuerdos. ¿Se puede coreografiar milimétricamente la vida para que se parezca aun más a la vida? Cuarón lo ha hecho con una técnica prodigiosa y el resultado es una experiencia no inmersiva –no lo pretendía– sino puramente plástica y emocional.
El problema de Roma, en mi opinión, es Cleo, alter ego de Libo, la nany que tuvo Cuarón en su infancia y a quien está dedicada la película. En buena parte del metraje ocupa el centro de la pantalla y el centro de la acción. Pero en conjunto su papel, impecablemente interpretado por Yalitza Aparicio, es menos un homenaje que una excusa. El propósito de representar los recuerdos de la vida en México en los años 70 en la casa de una familia burguesa con su “arriba y abajo” (señores y sirvientes) es loable y está más que conseguido; el propósito de homenajear a una mujer real que sufrió varias formas de opresión, la del machismo y la de la servidumbre –probablemente la del racismo también– se derrumba, quizá porque es incompatible con el otro. Su sufrimiento se diluye en el retrato de su bondad, en la extraordinaria plasticidad de la película, en su belleza. Y me quedo con una extraña sensación que no sé explicar: la de que eso no es justo.
Pues esa fue también la impresión que me dejó Cleo. Sin voz salvo en ciertos momentos, es presencia que personaje. Pero, con todo lo que plantea Cuarón, no se lo tengo demasiado en cuenta.