Investigamos
Cine para la educación en civismo y derechos humanos
El cine como vehículo de enseñanza
En un primer instante ideamos este artículo como una especie de reflexión sobre lo que podría hacer el cine, y en especial ciertas películas de temática determinada, en la formación de los menores. Sin embargo, hemos encontrado algunas dificultades para dirigirnos a un público al que no estamos acostumbrados a tratar. No somos profesores de primaria o secundaria, ni siquiera docentes universitarios. No hemos tenido contacto directo con la enseñanza de aquellos que todavía se están formando. Lo que tenemos claro es que en ciertas edades, para enfrentarse a su preparación en valores, además de la didáctica, se necesita el entretenimiento. Sin esto último es muy difícil que lo primero prospere. No obstante, hemos meditado sobre la cuestión y en especial, sobre la falta de educación, la pérdida de valores cívicos, la ausencia de respeto, el olvido de derechos humanos o la insolidaridad de la sociedad en su conjunto. A ella va dirigida un grupo de propuestas cinematográficas, que es posible que ayuden con su visionado a mejorar la mala educación y hasta la barbarie que va imponiéndose a demasiada velocidad. No es un elenco cerrado e igual que hemos elegido las obras que siguen, también pueden ser incluidas muchas otras que deben ayudar a que la convivencia no se muestre tan endemoniada. El cine es un arte que siempre hemos contemplado como arma para denunciar y buscar cambios. Aquí no encontrarán películas con palomitas. No nos interesan. Además, pensamos que el cine de evasión puro únicamente ayuda para adocenar voluntades y unificar gustos impuestos por poderes fácticos. No nos sirven y detestamos las propuestas en las que solo podemos visualizar violencia gratuita sin sentido, más si está dirigido a un público menor. Obras repletas de risas vacuas o estereotipos que interesa ser implantados por las sociedades opulentas. No permiten reflexionar y además, mantienen al personal ocupado. Por otra parte, para hacer más accesible las propuestas cinematográficas que sugerimos, hemos intentado que se traten de obras del siglo XXI, en color y centradas en gravísimos problemas que siguen afectando al mundo actual.
Para terminar esta introducción, un breve apunte sobre lo que nos acaba de suceder paseando por nuestra ciudad, mientras atravesábamos calles del centro, prácticamente desiertas con las vacaciones de agosto. Mientras la calina y el sopor atmosférico nos invadía, hemos oído unos gritos. Un hombre en la treintena prácticamente se abalanzaba sobre una llorosa mujer, pegando puñetazos en la pared, bramando exabruptos, mientras la fémina, con voz débil, se atrevía a decir que iba a denunciarle de una vez por todas. La calle se encontraba desierta y no se nos ha ocurrido otra salida que llamar a emergencias. Afortunadamente, nos han solicitado todos los datos de identificación de las personas y del lugar, por lo que esperamos que su intervención haya evitado males mucho mayores.
VIOLENCIA DE GÉNERO
Según la Organización Mundial de la Salud, el 35% de la población femenina ha sufrido alguna vez en su vida violencia física y/o sexual de un compañero sentimental o de otro hombre sin esa relación. Estudios de algunos países elevan el porcentaje al 70%. Según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, sobre el 60% de las mujeres asesinadas en 2017 lo fueron por sus parejas, ex parejas o familiares. 137 mujeres resultaron asesinadas a diario en todo el planeta. 137+137+137+137+137+137…; así hasta 365 días, año a año, con víctimas cuyo número no desciende. En España, por ejemplo, según la encuesta de Violencia contra la mujer de 2015, dos millones y medio de mujeres, el 12,5% entre las mayores de 16 años, han padecido violencia física o sexual. Y hablamos únicamente de varones bárbaros, parejas o exparejas.
En el 2003, la directora española Icíar Bollaín estrenó Te doy mis ojos. Protagonizada por Laia Marull y Luis Tosar, cuenta la relación de Pilar y Antonio, un matrimonio con un hijo que llevan nueve años casados. Antonio es un maltratador, pero Pilar se resiste a dejarle. Le quiere y todavía tiene la esperanza de que cambiará. Como sostiene la realizadora, esta última circunstancia es la que hace que una mujer aguante una media de diez años junto a un hombre que la agrede física y verbalmente. El filme, además de estremecedor, tiene el mérito de intentar reflejar la tragedia desde todos los prismas posibles. Así, no se detiene solo en las relaciones de la pareja protagonista sino, además, profundiza en las de las respectivas familias de los miembros del matrimonio, con el apoyo incondicional o los oídos sordos. También en el mundo de los delincuentes, esos maltratadores que utilizan a sus mujeres como objetos, pensando que están a su servicio hasta la eternidad. Ni les preocupan cómo se sienten, ni por supuesto conciben que puedan tener anhelos propios o deseos de desarrollo personal. Entre los mejores apuntes del filme se encuentra esa reunión de hombres indeseables, muchos, mostrando su cara más indecente frente a un sicólogo que hace lo que puede. Y no falta tampoco la mirada de las autoridades, de esa policía que observa desconfiada a la fémina que se ha atrevido a denunciar, después de sufrir todo el proceso de violencia y el hilo, por fin, ha terminado por romperse. Y Bollaín acaba su obra, ya saben cómo; pero tristemente, si bien la película está cerrada, la vida sigue…
Custodia compartida (Jusqu’à la garde) es una obra francesa reciente, del 2017. Su realizador, Xavier Legrand, inicia el filme en el Juzgado. Una pareja se ha divorciado y pelea por la custodia de su hijo Julien, menor de edad, un crío de once años. A pesar de la opinión del interesado, del bien jurídico de máxima protección, del pequeño, la jueza decide que se comparta esa custodia por ambos progenitores. Con parsimonia, desnudando la imagen y el sonido de elementos superfluos y sin otorgar gracia alguna a los espectadores, la trama, con incertidumbre, va avanzando hasta alcanzar un final terrorífico. Ese término que paraliza y aniquila con una violencia y terror extremos. Otra visión de ese mundo de canallas delincuentes que pretenden ser dueños de otros seres humanos. Y además, reclaman y se creen poseedores de derechos por mera consanguinidad, no importa que sus actos y sentimientos estén presididos por la brutalidad más extrema. Malos tratos, execrables y repugnantes, diríamos más certeramente, que son desarrollados durante años con total impunidad. Los obstáculos para la identificación de víctimas y detección de acosadores son múltiples. Esa dificultad obliga a destinar mayores recursos económicos y humanos para acabar con estas situaciones que son fiel reflejo de lo que está pasando en esta sociedad enferma. Y en vez de atajarlas de raíz, se deja que vayan reproduciéndose como setas de alta toxicidad.
PROTECCIÓN A LA INFANCIA
La Convención sobre los Derechos del Niño, aprobada en 1989 por la Asamblea de Naciones Unidas por unanimidad, regula, entre otros muchos protocolos, tratados, leyes o decretos, los derechos fundamentales de la infancia, marco universal de su defensa. Entre los mismos, encontramos los de la protección frente a toda forma de explotación o abuso sexual, violencia física o mental, el derecho a la salud y al acceso a los servicios médicos, el derecho a la educación, el de la no realización de trabajos peligrosos, perjudiciales para la salud o la formación. Otros derechos como los de un nombre, una nacionalidad, el de jugar o el de ser cuidado, preferentemente por los padres, se van desgranando en el marco jurídico citado, un maravilloso expendedor de buenas intenciones. Baste decir que en nuestro mundo, existen alrededor de 1000 millones de niños y niñas en situación de pobreza. El hambre, la malnutrición y la falta de acceso a servicios como la salud o la educación son consecuencias de la misma. Una vulnerabilidad que en el caso de los pequeños se traduce en cifras espeluznantes: el 75% de los fallecimientos por falta de alimentos se corresponden a niñas y niños menores de cinco años.
Cafarnaúm es un largometraje de la libanesa Nadine Labaki, estrenado en 2018. El filme parte con un sorprendente suceso: la denuncia presentada por un chico que ronda los doce años contra sus progenitores por haberle traído a este mundo. Se trata de Zaín, un chaval que vive en la miseria en Beirut, con sus padres y hermanos. Resulta descorazonador la poca atención que recibe esa numerosa prole por parte de sus mayores. La palabra escolarización es rechazada del vocabulario, los cuidados que reciben son anecdóticos y deben de contribuir a su alimentación trapicheando con narcóticos, única actividad en que el padre y la madre se involucran para que sus hijos aprendan rápido. Nadine Labaki, de forma casi documental y con sensación de cámara en mano, con primeros planos, sigue a Zaín, en una existencia en la que se desconoce la alegría. La pobreza infantil, la inconsciencia diríamos delictiva de los mayores, el analfabetismo y hasta la inmigración ilegal se recorren sin ahorrarnos la crueldad en un realismo necesario. ¿Dónde quedan los derechos de la infancia, aquellos que solo sirven para que los políticos se regodeen de sus conquistas sociales? ¿De verdad existen servicios de asistencia para estos menores totalmente desprotegidos? Película imprescindible para la toma de conciencia sobre la subsistencia desgarradora de muchos pequeños, abandonados por su familia y por las autoridades, además de olvidados por el resto del mundo.
Buda explotó por vergüenza (Buda az sharm foru rikht) es un largometraje realizado por la iraní Hana Makhmalbaf en 2007. Entonces contaba tan solo con 18 años. Su guion estuvo retenido por el Ministerio de Cultura iraní durante muchos meses, sin conseguir nunca la autorización suficiente para su realización. Ello obligó a rodarla en Afganistán, montarla en Tayikistán y mezclarla en un laboratorio de Alemania. Con inhóspitos exteriores, resulta una atinada parábola sobre la influencia y perversión que pueden crearse por imitación de los niños a actividades que practican los adultos, sirva como ejemplo la guerra. La violencia de los mayores se refleja en un grupo de niñas y niños afganos que intentan imitar los patrones de sus mayores. Y no se juega con muñecos, trenes o peluches, no. El entretenimiento consiste en jugar a los talibanes. ¿Y qué hacen estos integristas señores de la guerra? Pues apedrear a mujeres, negarles cualquier derecho, por supuesto el de la educación, y fusilar a quienes no piensan como ellos. Y los niños observan y aprenden. Los fusiles pueden imitarse con ramas, pero las piedras se encuentran con facilidad. Una metáfora, también en formato que asemeja documental, que no vacila en denunciar la intransigencia de un grupo humano, una barbarie y un machismo totalitario que va reproduciéndose de generación en generación. A través de Baktay, la niña protagonista, nos introducimos con emoción y repugnancia en un universo de atrocidades que no deben caer en el olvido. La denuncia, la movilización, la educación y la visibilidad para luchar frente a este salvajismo se impone.
RACISMO
La palabra racismo define las posturas y opiniones que defienden, ya sea por acción u omisión, la superioridad de una raza sobre otras, a las que consideran inferiores y las convierten en diana de represión o persecución. Las caras de esta lacra pueden ser numerosas. Así, podemos encontrarnos con un racismo institucional, esto es, el instalado en legislaciones que discriminan a seres humanos por sus raíces; también se puede hablar de racismo cultural, que enfatiza la supuesta superioridad de una etnia sobre otras en este apartado, sosteniendo que determinadas razas no son portadoras de la creatividad suficiente para el desarrollo de distintas disciplinas artísticas; podemos hablar también del racismo biológico, basado en la herencia que se transmite a través de los genes, provocando indefectiblemente la supremacía de ciertas razas; también se puede hablar del anormal menosprecio hacia quien simplemente tiene un color de piel distinto, aunque aquí la situación económica o su pobreza influye directamente en el rechazo; incluso podemos incluir la xenofobia, que se mezcla con el nacionalismo y discrimina tanto por los orígenes biológicos como por las diferencias culturales. En fin, los rostros en los que se alberga esta lacra pueden ser muy numerosos y el cine no ha sido ajeno a ello.
En 2018 el director estadounidense, Barry Jenkins, realizó El blues de Beale Street (If Beale Street Could Talk). Seguramente recordarán al realizador por su anterior filme, Moonlight (2016), al ser la que recibió el Oscar a Mejor Película casi de carambola, por el error cometido en la entrega y su primigenia adjudicación a La ciudad de las estrellas (La La Land, 2016). Desde luego, quienes no lo habrán olvidado serán Warren Beatty y Faye Dunaway. Pues bien, anécdotas aparte, Jenkins en El blues de Beale Street conforma un largometraje brillante, con una puesta en escena deliciosa y muy meritoria. Y es primordial la historia de amor entre sus dos protagonistas, Tish y Fonny, una joven pareja que en la América de los 70 tienen que enfrentarse a la segregación racial, plasmada en una injusta y abominable aplicación de la legislación vigente. Porque para un negro, no hay derecho de inocencia que valga, ni un derecho de defensa que merezca tal nombre, ni justicia alguna frente a quienes, con su blancura en la piel y la pistola en las manos, junto con la protección de autoridades, no dudan en hundir irremediablemente en las cloacas a cualquier persona, siempre que su color de piel sea distinta. Primeros planos, voces en off, tonos saturados, saltos temporales… Una amalgama de recursos cinematográficos que son utilizados con maestría y emoción. Nos quedamos con esa madre impotente que lucha por la vida de su hijo, suplicando ante una arpía blanca egoísta e impresentable. Una película que recuerda con oportunidad hechos del pasado que no han sido superados, más bien todo lo contrario. Como ejemplo, el dueño del mundo, al parecer por el momento, Donald Trump, exigió en 1989 el restablecimiento de la pena de muerte a propósito de un delito supuestamente cometido por unos adolescentes latinos y negros. El tiempo ha demostrado su inocencia y las sentencias han sido anuladas. Pero ello no quita que si no hubiera sido así, en cualquier caso, nos enfrentamos a una pena cruel, inhumana, irreversible y que debe desaparecer, ya, de todas las legislaciones del globo. Otro ejemplo más reciente: en 2015 oficiales de policía estadounidenses fueron los causantes de la muerte de 1134 personas, la mayoría negros. Las leyes de esclavitud y segregación desaparecieron hace años, pero no así la mentalidad racista de muchos blancos. Existe una extensa lista de actividades diarias y comunes en las que los afroamericanos de Estados Unidos deben acercarse con el terror de parecer sospechosos de cualquier cosa. Hablamos de tomarse algo en una cafetería, mudarse de barrio o practicar deporte.
Según una encuesta realizada en 2018 entre la población francesa por la Comisión Nacional de Derechos Humanos, el 44% sostiene que el islam es una amenaza para la identidad francesa. Y ninguna de las minorías que existen en el país galo sobrepasa el 80% de tolerancia. En Francia, un musulmán practicante tiene cuatro veces menos probabilidades de conseguir trabajo que un católico. Hay informes que sostienen que la discriminación de musulmanes en el país de la libertad, igualdad y fraternidad se mantienen en situaciones de desigualdad más abominables que los afroamericanos en Estados Unidos. El austriaco Michael Haneke abordó el tema en su película Caché (Escondido) en el 2005. Indagando en la conciencia y culpabilidad individual y colectiva, recuerda, sin subrayar pero con reiteración, la violencia policial con ensañamiento ocurrida en París el 17 de octubre de 1961, que causó cientos de muertos argelinos en una manifestación. Un odio colectivo a lo diferente que continúa en nuestros días. La pareja protagonista de mediana edad, Georges y Anne (Daniel Auteuil y Juliette Binoche respectivamente), son dos seres burgueses, acomodados, con un hijo adolescente. Un microcosmos humano metido en su palacio de cristal y alejado de los horrores del mundo exterior. Pero el pasado vuelve sin que nadie lo llame. Ese pasado vergonzoso que une culpas individuales con colectivas. La zona de bienestar de los protagonistas se romperá, para recorrer caminos sobre el recuerdo, la impotencia, la violencia y hasta la ignorancia. Un magnífico retrato de la intolerancia y del desprecio al diferente, rodado con la maestría habitual del realizador austriaco. Ello incluye una estructura fragmentada, planos fijos que se detienen lo que sea necesario y la búsqueda en el espectador de una postura activa para reconstruir la trama.
RESPETO A DERECHOS DE MIGRANTES Y REFUGIADOS
Naciones Unidas obliga a todos los países a proteger, prevenir la devolución y asegurar el acceso a los procedimientos para ello a todo migrante, con independencia de su estatus, situación irregular, forma en que lleguen a las respectivas fronteras o el lugar del que procedan. Deben disfrutar de los derechos humanos y los estados tienen la responsabilidad de garantizar su efectivo cumplimiento. Además, las normas internacionales sobre refugiados obliga a los estados al derecho de asilo y a la no devolución, debiendo escuchar y procesar los casos de las personas que lo soliciten y otorgarlo cuando se den las circunstancias al efecto. Normas, leyes, tratados, convenios que se quedan en papel mojado. Su incumplimiento sistemático por estados de todo el mundo, y por supuesto, nos referimos ahora a los que tienen la suerte de ser merecedores de haber sido seleccionados como destino, es apabullante, sonroja y avergüenza a cualquier persona que posea, aunque sea en bajo grado, ciertos valores humanos.
El realizador finlandés Aki Kaurismäki nos entregó en el 2017 la segunda parte de lo que pretende ser una trilogía portuaria, tras El Havre (Le Havre, 2011). Se trata del largometraje El otro lado de la esperanza (Toivon tuolla puolen). Con el mismo, seguimos por las calles de Helsinki a un joven emigrante sirio, a Kahled. Su intento por encontrar algún lugar que le acoja en su desesperación por huir de la guerra, de las persecuciones, de los bombardeos y también de la pobreza es retratado con mucha melancolía y hasta con sentido del humor. Una magistral puesta en escena es capaz de abordar esa pena, ese rechazo por nativos con o sin autoridad. Pero Kahled no deja de perseguir su sueño, ¡qué remedio! La obra de Kaurismäki se convierte en un testamento excelente para las personas que todavía no han comprendido que aquellos que intentan cruzar nuestras fronteras sin papeles, casi sin nombre, lo hacen por necesidad. No abandonan sus tierras por placer sino por la imposibilidad de seguir sobreviviendo en ellas. Y el filme resulta una magnífica obra de denuncia sobre la bazofia en la que nos hemos convertido las sociedades prósperas y aburguesadas. Una paradoja del destino. No, si al final, los perjudicados van a ser los países de acogida, los que se ven desbordados por los miserables que cruzan ilegalmente fronteras y pretenden asentarse en una tierra que no es la suya. Todo rodado con colores saturados, inmovilidades dentro de los cuadros exhibidos con mínimos detalles y unas estupendas interpretaciones. El realizador finlandés elabora una obra imprescindible que deja a cada uno en su sitio, mientras nos emocionamos, enojamos y avergonzamos.
El director chino Ai Weiwei es el autor del documental Marea humana (Human Flow). Se trata de una coproducción entre Alemania y Estados Unidos, estrenada en el 2017. Apoyándose en bellísimos planos cenitales que parecen esconder el horror que contienen, se rodó a lo largo de dos años, en 36 países, con 20 equipos, 600 entrevistas y visitando 400 campos de refugiados. Se busca en el filme una visión conjunta de la problemática de los movimientos migratorios actuales. Y se hace con la intención de que el espectador tome conciencia de esta crisis humanitaria que afecta a más de 65 millones de seres humanos en todo el planeta. Recorremos Oriente Medio, el Mediterráneo, la frontera de México y Estados Unidos, Turquía, Yemen, Siria, Irak, Israel… Y lo hacemos con entrevistas a los afectados, con políticos, líderes de comunidades o de las organizaciones humanitarias. Dolor, horror y muerte en una catástrofe ignorada por la mayoría acomodada, que mira hacia otro lado y cierra sus fronteras con candados cada vez más grandes y amenazadores. Se incluyen las cuchillas, popularmente llamadas concertinas. Estamos ante un documental de gran valor para observar el otro lado de la frontera y darnos cuenta de cómo sobreviven, si hay suerte, aquellos que dejamos fuera o confinamos en campos de concentración. Sí, llamemos de una vez por todas las cosas por su nombre. Aunque duela, seamos conscientes de nuestra responsabilidad en este holocausto. ¿Se creían que la historia no se repetiría? Ustedes mismos.
Solo hemos cogido cuatro de las numerosas vergüenzas que pueblan nuestro querido planeta. Son muchas, muchísimas más, a cuál más obscena y denigrante. Una raza, la humana, esa a la que pertenecemos, que produce tremenda tristeza, además de espanto y bochorno. ¿Hay alguien por ahí?