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Episodio 4: Una historia simple con una gran dicotomía
Mors tua, vita mea, y, pase lo que pase, el resultado siempre será el mismo: gana la vida y gana la muerte, como si ambas estuvieran entrelazadas. Imposible, así parece, separarlas, como si hubieran nacido juntas (y como si juntas tuvieran que estar para siempre) o, quizás, acercándonos un poco más a la verdad ontológica, como si las dos solo fueran un único proceso; humano, demasiado humano, resultaría entonces hablar de una como enemiga de la otra, de sus divisiones universales y perennes, incapaces de verse resueltas sin que haya una derrota (ahora gana la vida, ahora gana la muerte, en un juego infinito).
Pero vivimos en un mundo en el que, durante siglos, nuestra cultura se ha basado en una visión dual, entre lo que está a la derecha y lo que está a la izquierda (o, a veces, lo que está arriba y lo que está abajo, concepción, esta, un poco más aristocrática): el blanco y el negro, la naturaleza y lo humano, el instinto y la razón, y, finalmente, el bueno y el malo, personificación más interesante que su abstracción de “lo malo” y “lo bueno”. Queda así, en las partes más escondidas de nuestros pensamientos, esta idea cultural que nos lleva a pensar no solo en el principio dicotómico sino, más bien, en la relación que se encuentra entre los dos elementos.
En el caso del episodio All Gold Canyon de la película La balada de Buster Scruggs estamos ante directores (y guionistas) cuyo objetivo es cambiar las reglas, dejar que la historia nos cuente algo capaz de salir un poco de lo habitual. No es una simple variación (así podría parecer), sino una transformación muy bien calibrada, subversiva e inesperada. Me refiero no tanto a los eventos (las acciones), sino al significado profundo que se instaura entre el concepto de protagonista y héroe, y su contrario, el malo, el enemigo. La dualidad, aquí, no es un simple concepto secundario, sino el aspecto principal.
En este cuento, como en los otros, el mundo en el que estamos (al que nos vemos llevados) no tiene en consideración el elemento de justicia al que nos han acostumbrado los westerns: el bien gana, el mal pierde, o sea que el pistolero logra matar al enemigo y restablecer un orden en el que las divisiones entre lo blanco y lo negro (las dicotomías basilares) siguen limpias, perfectas, sin una mancha que cree un trasfondo gris. Mors tua, vita mea, significa, según el canon, que yo (el bueno) tengo derecho a vivir, mientras que tú (el malo) no puedes seguir respirando mi mismo aire: es una ley universal, apaciguadora, confortante.
Todo lo contrario es lo que pasa con los hermanos Coen: la vida, con todas sus tonalidades, se abre ante el público, y si en el mundo de las grandes producciones de Hollywood es simple (es necesario) seguir los cánones y permitirle a quien se deja guiar que reconozca fácilmente todas aquellas figuras abstractas, personas que se repiten cambiando solo el rostro, en Buster Scruggs se borra la línea entre los arquetipos. Se mezclan las características, y el resultado nos lleva a tener una nueva mirada sobre el concepto mismo de western.
El protagonista del episodio encarna perfectamente esta subversión, así como el personaje epónimo nos revela un conjunto de reglas que intentan deshacerse de aquellas leyes imperantes de las películas de este género: Buster Scruggs es un tipo feo (su cara parece haber sido sacada de obras grotescas), exactamente como el prospector de All Gold Canyon. Lo hermoso que puede tener un rostro no es algo fundamental en estos dos casos, sino más bien algo del que deshacerse. Nuestros prejuicios (los juicios que existen antes de que se vea algo), nuestras expectativas, tienen que verse frustrados.
Analícese la figura de nuestro prospector según el significado del concepto de edad: en las películas, los héroes son personas jóvenes, y esto, normalmente, porque encarnan (supuestamente) nuestros deseos. Lo que vemos no es una simple historia, sino que entre el protagonista y nosotros se crea una conexión profunda, llevándonos a una identificación casi completa: la pantalla no es solo un trámite hacia otros mundos, sino que permite que nuestras fantasías logren liberarse de sus inhibiciones, lo que nos autoriza a disfrutar del producto más profundamente en lo que se podría llamar un sueño colectivo.
La presencia de la vejez, su actuación, en el rostro del protagonista, significa insultar y transgredir el canon, exactamente como significa, para el espectador, darse cuenta de que aquel mundo de imaginación no está exento de la realidad de la muerte, así como del transcurrir del tiempo. La visión dual con la que habíamos empezado vuelve aquí con más fuerza: el cine es el mundo de lo perfecto, de lo inmortal, de lo eterno, mientras que nuestra realidad se ciñe de imperfección, de mortalidad, de perecedero. El prospector es la pesadilla que nos hace despertar, lo incómodo que puede ser la verdad, el darnos cuenta de que no vamos a vivir para siempre y que nuestra vida no tiene sentido en la totalidad del universo.
La historia es (quizás demasiado) simple: un hombre busca oro, lo encuentra en un cañón, otra persona intenta robárselo, disparándole, la herida no es mortal, el hombre mata a su asesino, el hombre se va. Se siguen los pasos clásicos del imaginario western (y no solo eso), los esfuerzos por salir de la pobreza, el amor por la vida, el posible fracaso superado gracias a nuestra constancia; más aún, se rinde homenaje a la figura del buscador de oro, aquel ser vivo capaz de alejarse de la civilización para poder volver cargado de piedras amarillas.
Durante la visión del episodio, la dicotomía se hace más profunda, ya que el objetivo es “destripar” (desde un punto de vista abstracto) al espectador como el canon: la presencia del enemigo, del malo, es una subversión doble. Por un lado, queremos que gane el bueno y que pierda el malo, pero si el bueno es viejo y feo, mientras que el malo es joven y hermoso, nos encontraremos ante un cortocircuito. Crisis no querida, terrible, necesaria; nuestra cultura nos dice que la juventud significa vida, exactamente, como la vejez muerte. ¿A quién queremos ver conquistar su objetivo?
El enemigo, el malo, podría representar nuestro deseo de vivir para siempre (la inmortalidad no basta, es necesario ser jóvenes y hermosos como los seres de la pantalla). Pero es un sueño imposible, separación, esta, entre lo realizable y lo irrealizable. Hay que matar al viejo (a lo viejo), entonces, aunque solo sea de forma irreal, cinematográfica: un golpe y el prospector cae, se derrumba, la sangre le sale de la espalda. Holocausto microscópico, ofrenda a los dioses del cine. Se logra la repetición, la posibilidad de seguir con nuestra vida, con nuestro vigor, para siempre, sombras en movimiento sobre la pantalla.
Aquí los Coen vuelven a jugar con las reglas: el bueno tiene que vivir, el malo tiene que morir. Lo que parece una herida mortal no lo es. Simple espejismo. El prospector se levanta, lucha, agarra la pistola del malo y lo mata; esta vez sí está presente la muerte. Doble ficción, la del filme en cuanto historia no verdadera, y la del protagonista, que finge haber muerto. El espectador no sabe qué hacer: el bueno ha ganado, el malo ha perdido, pero falta la identificación.
La cámara nos ayuda (o nos engaña) en este cambio de perspectivas. El ojo está arriba cuando registra al protagonista encontrando el oro, mientras sobre él cae la sombra de su asesino. Después del disparo salimos de las entrañas de la tierra y podemos ver al joven fumando, en un momento de completo éxtasis: el silencio de la natura, un cielo azul despejado, y aquella mirada en la cara del joven como si, aun dándose cuenta de lo hecho, supiera que, en un mundo como el del Oeste americano, acciones de este tipo están más allá de los conceptos de justicia.
Cambio: el prospector se mueve, no ha muerto. Lucha entre los dos, juventud y vejez, los dos en el agujero, la mirada desde arriba. Segundo disparo, esta vez la muerte se siente satisfecha: el ojo de la cámara se divide, primero el punto de vista del joven, con el prospector apretando el gatillo, después el del protagonista, con el cuerpo del enemigo perdiendo su fuerza. El público se desdobla en los dos personajes.
Se trata de una lucha que resulta violenta, concreta, y al mismo tiempo abstracta (como la lucha entre dos ideas opuestas): efectivamente, nos lleva a un punto final preciso, en el que hay quien gana y hay quien pierde. Si de algo se tiene que hablar, si resulta necesaria una lectura ulterior, se trata de la problemática de la repetición, de lo infinito que va a contrarrestar el camino de lo finito.
Estamos, fundamentalmente, ante lo difícil o casi imposible que le resulta al hombre pensar en la extensión del tiempo, sobre todo, el suyo. Si morir, para una persona, significa la desaparición de sí, en cuanto materia y en cuanto ser de este universo, morir es también un concepto que, en cuanto idea, parece no poder perecer: por lo raro que pueda resultar, la vida, exactamente como la muerte, no puede acabar si la examinamos desde una perspectiva abstracta. El hombre concreto muere, pero la idea de hombre parece seguir otro destino y formar parte de lo infinito, de lo perenne; lo mismo les pasa a los conceptos de muerte y de vida.
Se repiten los mecanismos basilares, los a los que nos hemos acostumbrado. Repetición de algo que ya conocemos, exactamente como si estuviéramos viendo una película otra vez. De hecho, ¿es posible decir algo nuevo sobre el mundo del Oeste americano? ¿Acaso lo que nos están ofreciendo los Coen no es la necesidad, así como la imposibilidad, de salir de esta repetición? La pregunta a la que nos enfrentamos es entonces la que nos pide describir lo que es un western.
Los personajes siguen con sus características y, según quien gane (o quien muera), se puede hablar de un sentimiento de satisfacción o de su opuesto. El canovaccio puede tener sus pequeñas variaciones, pero el camino a tomar no permite muchas novedades, ya que el público prefiere no salir de lo canónico. Hermoso el héroe (o la heroína), joven, inteligente, un poco atrevido, en busca de algo (sea lo que fuere, desde el amor hasta la fama), feo el malo, horrible, terrible, imposible de amar (alguien, si quiere, puede otorgarle una pizca de charme, aquella especie de atracción y repulsión que forman parte de una misma persona).
Si hay un canon hay que seguirlo. Si quieres subvertir las expectativas, tienes que saber cómo hacerlo, exactamente como se hace en All Gold Canyon. No siempre una estrategia de cambios radicales puede llevar al resultado esperado, pero, cuando lo hace, no le permite al espectador que olvide fácilmente lo que acaba de ver. Es como si los hermanos Coen quisieran sacudirle, mostrarle que es posible tener perspectivas diferentes: salir de lo normal para entrar, cabeza abajo, en un mundo en el que las cosas pueden ser distintas.
Mors tua, vita mia. Estamos ante un mundo al revés, más allá de nuestras concepciones habituales, las que nos permiten acceder a un mundo más simple, más “limpio”, con una división muy clara entre el blanco y el negro. El protagonista logra escapar de la muerte, pero ¿hasta cuándo? Su edad no le permitirá vivir mucho tiempo (no ha muerto hoy, pero va a morir mañana). El éxito le pertenece a él, la fortuna lo ha ayudado: ha accedido al misterio de la resurrección. El espectador se siente incómodo. Dicotomía: que muera el canon (el protagonista es viejo), que viva el canon (el bueno mata al malo). Repetición de una realidad que se confunde en lo imaginario.