Investigamos
Cahiers, ¿el fin de una cierta cinefilia?
Un hombre se acerca a la taquilla de un cine de barrio. Se detiene ante los pósters que anuncian la programación y oímos su voz en off: “… el dueño del cine tenía sin saberlo la mejor programación de toda Francia, igual que Feuillade hacía obras maestras sin saberlo”. Discute con el taquillero por el precio de la entrada o porque quiere sentarse en la primera fila; discute con la acomodadora (todavía hay acomodadoras), que insiste en acompañarlo a su sitio en primera fila porque “si no, cuando se apaga la luz se escabullen hacia las otras filas, que son más caras”, pero él insiste en que por nada del mundo se sentaría más atrás (quiere que su experiencia de la película sea “inmersiva”). Del bolsillo de su chaqueta asoma una revista doblada, de color amarillo. Todas sus acciones transmiten la idea de que está haciendo algo muy importante, como cumpliendo un ritual. Pero todo lo que lo rodea contradice esa idea. El cine es decadente, los empleados vuelven a pegar las entradas ya cortadas, el proyeccionista reemplaza las bobinas según le conviene, los niños del barrio ocupan la primera fila para divertirse y hacer ruido… ¿Quién este hombre que parece estar haciendo algo con un significado profundo que nadie más entiende? Es un cinéfilo. La revista que asoma en su bolsillo es Cahiers du Cinema. Esta extraña y olvidada película, Les Sieges de l’Alcazar (Luc Moullet, 1989) es una delicia para cualquier cinéfilo, porque reconocerá en ella -retratados con una mirada cariñosa y crítica al mismo tiempo- todos los tics de la obsesión por el cine; es un divertido espejo en el que mirarte si en alguna época de tu vida has tenido esa obsesión y un absurdo disparate si no la has tenido. Según avanza el metraje veremos cómo nuestro héroe no está solo en ese microcosmos que es el pequeño cine. Acuden otros cinéfilos, a los que Guy se ha empeñado en convencer de que Cottafavi ( un director que existió realmente y cuyas películas ya nadie recuerda) es el único cineasta que hace cine de verdad. Todos aspiran a ser críticos y el objeto mágico que les daría entrada a ese círculo de elegidos es la tarjeta verde, la que les permitiría tener acceso gratuito a todas las salas (“hay tres días importantes en la vida: cuando naces, cuando publicas tu primera crítica y cuando te dan la tarjeta verde”). Se generan bandos enfrentados a muerte y se habla de traiciones. Se exige lealtad absoluta a tal o cual cineasta. Guy se debate entre su misión de conseguir que el mundo reconozca el genio de Cottafavi (y de paso su propio genio por haberlo descubierto) y el deseo de guardarlo para sí, seguir siendo el único que, en la oscuridad de la sala, entiende la magnitud de lo que está viendo. Las pasiones se desatan cuando a las proyecciones del cine Alcázar empieza a asistir Jeanne Cavalero, crítica de Positif, la revista especializada que compite con Cahiers y que tiene una tarea amenazadora para Guy: escribir un artículo, nada menos que sobre “la cinefilia y su sustrato reaccionario”, es decir, un disparo a la línea de flotación de Cahiers. El conflicto es inevitable. El romance también. “Nos gustaban películas diferentes. ¿Cómo podíamos amarnos?”.
El título de la película es un curioso juego de palabras que se podría traducir como “los asientos del (cine) Alcázar” pero también como “el sitio del Alcázar”, un episodio de la Guerra Civil española durante el cual militares del bando fascista fueron sitiados durante meses por tropas republicanas en una fortaleza, en la ciudad de Toledo. Guy se apellida Moscardo, como Moscardó, el general que comandaba las tropas golpistas. Curiosa elección, porque la resistencia del Alcázar pasó a formar parte de la mitología del régimen franquista. En la película de Moullet cobra el sentido del Álamo: un reducto asediado donde resisten unos cuantos fieles. Su tono de parodia, casi caricaturesco en algunos momentos, es engañoso. Para ser un mediometraje, que dura apenas una hora, condensa admirablemente lo que fue un tipo de cinefilia, la que creció y se desarrolló alrededor de la revista Cahiers du Cinéma. Moullet sabía de lo que hablaba: fue crítico de la revista y, como tantos otros que escribieron en ella, se convirtió después en cineasta. Describe un nuevo tipo de intelectual: no alguien que lee y a veces va a ver buen cine, sino alguien que básicamente va al cine (bueno y malo, porque lo que sea bueno para la mayoría puede no serlo para él, y viceversa) y a veces lee, normalmente sobre cine. Se aventura en las salas de barrio, que a veces ofrecen películas, cuya calidad los propios gerentes que las programan ignoran. Descubre esa calidad desde un criterio que ha desarrollado de forma autodidacta y que se basa no en un análisis metódico, sino en haber visto miles de películas -o pocas películas miles de veces- y en una idea de la autenticidad establecida por unos pocos críticos, a los que sigue y que se agrupan alrededor de alguna revista o medio de difusión. Sus juicios son absolutos y los expresa de forma que no da lugar a discusión ni a matices. Para él o ella, las películas, o no son cine (la inmensa mayoría) o son Cine. Profesa la religión del autor: todo en el inmenso trabajo coral que forma parte del cine está al servicio de la mirada de un genio, el director. Este cinéfilo es siempre un crítico, aspire o no a serlo de forma profesional, y solo lee a los críticos que son también cinéfilos. Suele expresarse en primera persona y, al igual que un catador, relata lo que pasa en su boca cuando prueba un vino, él nos cuenta sus reacciones al ver la película (“me sumió en un estado comatoso…”) y da a esas reacciones una validez definitiva, son el criterio fundamental de su aparato crítico. Vagamente progresista pero no de izquierdas, sus gustos no reflejan una postura ideológica clara. Se ha formado con el cine de la nouvelle vague (o el free cinema, o el cinema novo); por lo tanto, con películas más comprometidas con el propio cine que con la transformación social, en las que los personajes hablan y leen mucho, dudan sobre todo, principalmente sobre sus propios sentimientos, y no pretenden llegar nunca a una conclusión. Aunque nuestro cinéfilo sea dogmático al sentenciar una película o a un autor, curiosamente, en sus películas favoritas nadie está muy seguro nunca de nada. También es lo que hoy llamaríamos un antisistema, pero solo en contra del sistema de los grandes estudios. Su filosofía reivindica un cine de pocos medios, algo minimalista, no necesariamente intelectual y eso le permite apreciar la obra de John Ford o la de Hitchcock en lo que es quizá uno de sus grandes méritos: una mirada especial que les permite descubrir a francotiradores del gran cine ocultos en la corriente mainstream.
Este crítico/cinéfilo había sido precedido durante el período de entreguerras por otro mucho más light, que concebía el cine como un hobby y, aunque ya participaba en actividades asociativas, en clubes y en tertulias, lo hacía en el contexto de una vida cultural que tenía muchas otras facetas y con la alegre idea de participar en algo que era tecnológicamente innovador, más divertido y moderno que ir a la ópera, también más barato, y a veces, hasta interesante. El aparato crítico se había ido construyendo en los años posteriores a la Primera Guerra Mundial con revistas como Bianco e Nero o Sight and Sound. Y fue gracias a auténticos amantes del cine como Henri Langlois, que apareció en ese período algo como la Cinémathèque Française (1936), que proyecta la idea de la conservación del cine del período mudo como una empresa cultural de enorme importancia, al margen de filias y fobias. El cine se había ganado un puesto en la vida cultural, en el corazón de la gente y en los círculos intelectuales.
Pero no fue hasta la aparición de Cahiers, ya pasada la posguerra, que eclosiona el tipo de “cinefilia fuerte” tan bien retratada en Les Sieges de L’Alcazar. La revista aparece en 1951, fundada por, entre otros, André Bazin, un erudito que reivindica el papel pedagógico de la revista, dirigida a un público con conocimientos de cine, un público al que ya se puede llamar cinéfilo. Pero mientras una revista como Positif, fundada solo un año después, tiene ya desde sus inicios una línea editorial claramente de izquierdas y reivindica por tanto un cine, si no claramente de denuncia, sí al menos con un contenido social, el compromiso de Cahiers y sus críticos (Godard, Truffaut, Chabrol, Rohmer…) se limita al cine y, aunque reivindique el minimalismo formal de la nouvelle vague, lo hace más por criterios estéticos que políticos. Es con el artículo de François Truffaut de enero de 1954, Une certaine tendance du cinéma français, que la revista toma un rumbo diferente y empieza a militar por un tipo de cine. Lo más interesante de ese proceso es, precisamente, que el tipo de cine que se defiende no está claramente definido, aunque en mi opinión todo gira en torno a cierta idea de autenticidad en el retrato del ser humano. No por un interés político en su emancipación, ni por un interés psicológico o filosófico que daría lugar algo más tarde a un cine como el de Bergman, sino por una coherencia estética que tiene una dimensión ética difícil de encuadrar. Es la búsqueda de esa autenticidad que se escapa y se resiste a ser racionalizada la que define al cinéfilo de esta época y la que determina algunos de sus comportamientos más irracionales y sectarios. Aunque la causa era noble. Hay un retrato maravilloso -quizá idealizado- de esta época en el trío de amigos cinéfilos de Soñadores (Bernardo Bertolucci, 2003), que se conocen cuando se encadenan para defender la Cinèmatheque.
Mayo del 68 acabó con esa línea de pensamiento, al menos tal como se articulaba alrededor de Cahiers. La revista se volvió radicalmente de izquierdas, inspirada por el ferviente maoísmo de Jean-Luc Godard, y cinéfilos como nuestro entrañable Guy Moscardo pasaron a ser tildados de reaccionarios, solo buenos para ser reeducados por el trabajo manual. No es broma, la Revolución Cultural había empezado en China solo dos años antes, en el 66, y en el clima político del París del 68 los placeres intelectuales resultaban sospechosos.
No hay una, sino muchas cinefilias. Aparecerán otras, aparecerán seriefilias -ya han aparecido- y otras filias que ahora no podemos imaginar. Pero hubo una que fue La Cinefilia, difícil de entender para quien no haya buscado la sabiduría en cines de barrio, o no haya llevado nunca una revista amarilla doblada en el bolsillo, como una bandera apenas oculta.
El profundo y claro analisis del nacimiento de la cinefilia – y su exposicion ante el mundo de hoy, me resulto esa sabiduria «de barrio», llevando en el saco estudiantil doblada el emblema «tiempo de cine», mas que una bandera. Muy bueno.
Creo que la afirmación “lo hace más por criterios estéticos que políticos” puede llevar a confusión y pensar que los “Cahiers” defendían un cine estético sin contenido.
No son criterios estéticos los que guiaran el trabajo de Bazin i sus sucesores. Para aquel la cultura es un medio de emancipación popular y defendiendo otra manera de ver, defiende un cine realista. Para los críticos de Cahier la estética nunca va separada de la ética y se posicionan contra un cine “bien hecho”, académico, filmado en estudio, lo que llaman “la cualidad francesa” y defienden un cine en donde la elección de un plano sea consecuencia de un punto de vista moral. Los cahiers se posicionan en contra de un cine político didáctico ya que el consideran políticamente nulo.