Críticas
No basta con mostrar la sangre
Holocausto caníbal
Cannibal Holocaust. Ruggero Deodato. Italia, 1980.
Existe, en la historia del arte, la tendencia a la creación de obras que tienen como objetivo, entre otros, excitar los sentimientos. Normalmente se trata, en su mayoría, de aquellas emociones que se pueden catalogar bajo el nombre de llanto o risa: se llora o se ríe según nos encontremos ante una tragedia o una comedia. La estrategia resulta ser muy simple: yo, creador, entablo una serie de acciones que te llevan a ti, usuario, a tener cierto tipo de reacción. Las técnicas empleadas, obviamente, se unen para así obtener el efecto global deseado: hacer que rías o llores tendrá como segundo objetivo la necesidad de crear un diálogo más bien abstracto. Las lágrimas que salen de los ojos, teóricamente, son el resultado de un proceso de identificación: cuando la obra quiere salir de una fruición superficial, lo que hace es profundizar el significado intrínseco al que quiere llevarnos. Lo que sentimos, entonces, no es sólo un fin en sí mismo, sino la vía gracias a la cual podemos alcanzar un resultado más fuerte: aun en los casos menos cerebrales, no se ríe sólo porque queremos reír, sino porque reír nos hace sentir bien (intentamos sacar provecho de una situación definida).
En el caso de las películas de terror el sentimiento excitado es el del miedo: para dar cuenta de esta elección y, sobre todo, del porqué el público sigue viendo estas obras, tenemos dos opciones, o sea admitir la existencia de un proceso de masoquismo negativo (me hago daño y no recibo placer) o de masoquismo positivo (me hago daño y recibo placer). El gusto (a veces amor o pasión) por sentirse en peligro quizás se deba a que, en el subconsciente, sabemos que lo que hay en la pantalla no se espeja en lo que hay en la realidad: nuestra butaca nos permite asegurarnos de nuestra seguridad física. Ver, en este caso, significa entrar de manera casi pornográfica en aquel mundo que nos está prohibido: yo no puedo vivir aquellos eventos (podría morir), pero sí puedo verlos, si bien la sociedad me dice que se trata de algo clandestino.
Cannibal Holocaust (1980), con dirección de Ruggero Deodato y guion de Gianfranco Clerici), decide seguir el camino del terror para ir más allá: se supera el concepto de miedo, se saca lo gráfico del horror (sólo el concepto), se busca el realismo y se le ofrece al público un producto cuyo objetivo es sacudirlo, hacer que pierda sus coordenadas y que se abra (que abra los ojos) ante un espectáculo horrible. No basta con mostrar la sangre: es fundamental, ontológicamente necesario, que la violencia esté en primera línea, que se cumpla una violación del espectador capaz de hacerle querer volver la cabeza y cerrar los párpados. Rechazamos la mirada, huimos de la pantalla, porque lo que se nos enseña es algo que no podemos soportar: la carga emocional (el asco) es tan fuerte que sentimos la necesidad de alejarnos, de no dejarnos arrastrar por una obra que parece haber sido concebida como acto negativo, perversión del concepto típico del mundo cinematográfico, o sea la acción de mirar.
El diálogo con el alma voyerista del espectador se ve subrayado por la estructura misma de la película. Estamos ante diferentes niveles de fruición de lo filmado: primero estamos nosotros, en nuestras butacas, después el profesor Monroe, quien encuentra una película, y finalmente la película misma en la que vemos lo que pasó (el misterio de la desaparición de un grupo de jóvenes reporteros). Lo que pasa es entonces una red de relaciones visuales: el ojo del espectador es el ojo de Monroe que es el ojo de quien rodó las escenas en la selva. A través de este mecanismo se hace visible la particularidad de lo que significa ser espectador: nuestra pasividad es total, ya que no podemos elegir qué ver, desde qué punto de vista, durante cuánto tiempo. La relación entre pantalla y público resulta ser no un diálogo sino un monologo; se construye una red de poder en la que nosotros, sentados ante unas imágenes en movimiento, no tenemos ninguna capacidad activa. La única opción que tenemos para salir de esta esclavitud es la de escapar de la película, volver al mundo real y cerrar los ojos o mover la cabeza, acciones estas que señalan la presencia de un control necesario, de una vuelta a la corporeidad.
Lo somático, la presencia del cuerpo es el segundo punto neurálgico de la película. La violencia en sí no basta, hay que enseñarla: destripar aquí funciona sólo si es posible filmar esta acción. Lo que no se ve no ocurre, la cámara es el manantial de la existencia: la presencia física es el resultado de una mirada que sigue las siluetas de los cuerpos, intentando superar la frontera de la pantalla. Si lo que vemos son, desde un punto de vista científico, sólo luces y colores, fantasmas sin materia, su descuartizamiento nos empuja a reflexionar sobre la distinción entre realidad y ficción: la destrucción del cuerpo es un acto violento, pero su representación nos permite acceder a este acto sin que nos sintamos completamente incómodos, lo cual aumenta la violencia global ya que el hecho de que nos permitamos ver acaba en un malestar psíquico.
Resulta imposible no tener una reacción ante la brutalidad de las imágenes: su fuerza las hace parecer reales y nuestro cerebro las registra como tales, como si fueran verdaderas. Todo esto nos lleva a cuestionarnos sobre el componente voyerista que forma parte del cine: ¿por qué nos gusta ver y, sobre todo, hasta qué punto queremos dejar abiertos los ojos? Al espectador se le presenta así la necesidad de analizar sus deseos, situándose ante el mecanismo de la curiosidad (como también de la morbosidad), motor de toda búsqueda de conocimiento.
Tráiler:
Ficha técnica:
Holocausto caníbal (Cannibal Holocaust), Italia, 1980.Dirección: Ruggero Deodato
Duración: 98 minutos
Guion: Gianfranco Clerici
Producción: F.D. Cinematográfica
Fotografía: Sergio D’Offizi
Música: Riz Ortelani
Reparto: Robert Kerman, Francesca Ciardi, Perry Pirkanen, Luca Barbareschi, Salvatore Basile, Gabriel Yorke, Ricardo Fuentes