Investigamos
Un cálido sentimiento de existencia
Abbas Kiarostami (1940-2016) defendía la idea de un cine incompleto, donde el espectador fuera capaz de crear un universo único mediante su propia experiencia. Para él, la sala de cine era un lugar donde cada uno soñaba libremente, despojados del tiempo y de cualquier atadura al mundo terrenal, y donde se configuraba la noción de un mundo ideal. Por otra parte, creía que el cine, como ventana a nuestros sueños, nos devolvía nuestro propio reflejo, a la vez que nos permitía transformar nuestra vida en beneficio de nuestros deseos. Unos cuantos años antes, vivía Forough Farrokhzad (1934-1967), poeta y cineasta iraní, quien consideraba que la poesía era un escape, y en las palabras, sus palabras, encontraba un espacio donde desahogar su existencia.
En El viento nos llevará (1999), Kiarostami dialoga con Farrokhzad más allá de la referencia del título, y en un más allá intangible: el cine. Las palabras de la poeta hormiguean bajo el tragaluz del director en una película de ventanas y sueños, donde las palabras discurren sobre el tiempo y se deslizan en la imagen. Pero me estoy adelantando, y antes de caer en afirmaciones que nieguen el arte como algo inacabado que tanto defendía Kiarostami, pretendo identificar aquellos elementos que trazan respuestas a versos incontestables en un intento condenado y limitado por la voz de mi imaginario.
Yo miro distante esta felicidad. Una minúscula camioneta recorre los sinuosos caminos de tierra que conducen a la pequeña localidad de Siah Darreh. El vehículo, insignificante frente al paisaje, deja un rastro de polvareda a su camino, mientras va y viene en el plano, a veces moviéndose de izquierda a derecha, otras veces, de derecha a izquierda, dando la impresión de estar yendo y volviendo. No es sorpresa entonces que los hombres dentro de la camioneta estén perdidos. Esta distancia visual se compensa con los diálogos que se suceden en el interior del vehículo, pero que se oyen como si uno estuviera sentado en un asiento al lado de ellos. La distancia visual se quiebra. Estamos cerca de algo que está lejos, una lejanía adulterada.
Por otra parte, el pueblo, escondido entre dos colinas, alberga al ingeniero y a su equipo por varios días. Ingeniero, porque él dice serlo, pero la naturaleza de su oficio nunca es esclarecida. Si bien el trato hacia ellos es cordial y respetuoso, un dejo de desconfianza o rechazo a su presencia se traduce en actitudes ambiguas, como el personaje del niño guía, desinteresado en hacerse cargo de ellos y más preocupado por sus lecciones del colegio. La frialdad afable traza una imperceptible barrera de distancia, a pesar de estar habitando el mismo espacio. El ingeniero observa distante, apegado a la desesperanza de esperar un evento que amenaza con no suceder. Y que casi no sucede.
Detrás de esta ventana, algo desconocido. «No se puede ver mucho desde aquí», confiesa el ingeniero al niño, cuando le pregunta por la casa de la inválida. El niño le lleva entonces a un punto ubicado un poco más alto, pero aún así no logra ver mucho más que una ventana y unos peldaños frente a una puerta. De la misma manera, y tal como lo había mencionado, la intención de estos forasteros llegados de la ciudad es siempre un misterio, pero no es la única información omitida, ni en los diálogos, ni en los planos.
Kiarostami sitúa a sus personajes fuera del cuadro visual y narra a través de aquello que existe y que se enuncia sin ver. De esta forma, un hombre conversa con el ingeniero desde el fondo de un pozo, o sus compañeros se reducen a figuras sin rostro ni cuerpo, con los cuales él conversa y duerme, pero a los cuales no vemos nunca. Solo sabemos que ellos están hartos de esperar y que matan el tiempo comiendo frutillas. Algo desconocido, en palabras de Farrokhzad se evoca constantemente. ¿No estaríamos entonces frente a una película que busca aproximarse a lo inaccesible? Esta reflexión me lleva al siguiente punto.
Está pendiente de nosotros. La idea de un mundo invisible, pero que coexiste en el mundo tangible o visible, es una constante en la película. Vida y muerte invaden el plano y desaparecen en la imagen con la misma facilidad que sus personajes. Por un lado, el equipo afirma estar buscando tesoros en el cementerio, pero en realidad parecieran estar aguardando la muerte de la anciana, quizás con fines de registro documental. Son reiteradas las oportunidades donde el ingeniero pregunta sobre el estado de la anciana, y los altibajos de salud de ella: a veces dicen que está muy mal, otras veces que está mejorando. Al final de la película, la anciana muere, pero justo en el momento en que el ingeniero y su equipo están abandonando el pueblo. Es más, pareciera que el evento que tanto esperaba el ingeniero hubiera tenido lugar sin que él lo supiera y lo intuye, únicamente, a través de personas vestidas de luto y la repentina aparición de calzados frente a la puerta de donde habitaba la recién fallecida.
Por otra parte, la vida encuentra resguardo en la vecina embarazada que vive al otro lado de la habitación del ingeniero. En un momento, ella le cuenta que tiene nueve hijos, pero tan solo al día siguiente, cuando conversan de nuevo, ella ya no está embarazada y la familia tiene un integrante más. El nacimiento y el fallecimiento, dos momentos que determinan nuestra existencia, persisten en un fuera de campo manifiesto, como si la entrada y salida a este mundo fueran eventos irreconocibles. Y en cierta manera lo son, porque de ese antes y de ese después no existe registro ni evidencia alguna. El mismo doctor de la película lo admite: es mejor sacar provecho de este mundo, porque nadie nunca ha vuelto del más allá para verificar cómo es.
Este techo que a cada instante parece derrumbarse. El ingeniero o informante, si se quiere, recibe asiduamente llamadas en su teléfono móvil, pero como no hay señal en el pueblo, debe subir al cementerio para tener una mejor conexión, un lugar en la cima de la colina donde están, irónicamente, cavando un pozo para telecomunicaciones, sea lo que aquello signifique. ¿Será un poste? Durante el primer viaje que realiza el ingeniero, un hombre que se encuentra dentro del pozo y fuera de cuadro, y cuya presencia advertimos por una melodía que él canta, encuentra un hueso mientras cava, el hueso de la pierna de un hombre alto. La noción de la muerte ingresa en el plano de abajo hacia arriba, un hueso que se arroja desde bajo tierra y que el ingeniero guarda como muletilla en su vehículo.
Estas llamadas y estos viajes frenéticos a la colina se repiten una y otra vez, casi con un tono ceremonial, donde Kiarostami aprovecha para describir el desplazamiento y las conversaciones crípticas, que tiene el ingeniero, con sutiles paneos que acompañan el traslado del personaje, con una despreocupación hacia el tiempo enfocada en la mera repetición rutinaria y desatenta quizás a las intenciones del protagonista. ¿Acaso la vida no es eso? ¿Una serie de actos que se repiten día a día, y que a cada instante parecen derrumbarse o, más bien, que podrían derrumbarse?
Por otro lado, los saltos temporales y las elipsis insisten sobre determinados momentos del día, en especial la mañana, o las conversaciones con los paisajes como telón de fondo, a la vez que omite ciertos momentos del día que dejan de lado una serie de actividades y personajes que habitan el fuera de campo, como el final de la tarde y el regreso de los hombres del pueblo que trabajan los cultivos. La belleza para Kiarostami reside aquí en los rituales matutinos y la naturaleza imponente salpicada por árboles solitarios que conforma el paisaje.
Leche y piedra. El ingeniero cita a Farrokhzad casi con la misma frecuencia que un personaje entabla una conversación directa con la cámara. La charla con el profesor del colegio toca temas como los rituales y el duelo con una soltura propia de diálogos más intrascendentes, tanto así que pareciera que dichas conversaciones empezaron mucho antes de ser filmadas y continuaron fuera de la película, o bien, si a la ficción nos referimos, que el docente haya intuido el interés de los visitantes. Es incierto determinar con precisión, pero es una inquietud casi serena. ¿Será el ingeniero un espía?
Las constantes miradas a cámara de los personajes secundarios, que cada tanto parecen ser capturados por el encuadre, alude a una ficción inmiscuida en el mundo real, donde trazar los límites de cada relato es tarea fútil. El ingeniero y su equipo, una cámara de fotografías, sugiere incluso una película sobre una no película, o una película sobre una noticia, una intención flotante que aún no fue plasmada en un celuloide inexistente. El voyerismo se da incluso desde ambas partes; el ingeniero observa a la gente local tanto como ellos lo observan a él. Kiarostami sitúa, además, objetos insólitos en sitios infrecuentes. La tan anhelada leche fresca para el desayuno se encuentra en un sótano oscuro y húmedo, la antítesis de un deseo cumplido que, además, impide al espectador el alivio de observar a la mujer que había transitado fugazmente el plano en unas escenas anteriores. El alivio de la materialización del fuera de campo es opacado por un no saber en dónde la imaginación de cada uno proyecta sus propias expectativas, un lugar donde la tierra deja de girar. Así mismo, la cámara sirve de espejo para el ingeniero cuando este se afeita, un recordatorio que estamos viendo una película. Pero ¿quién observa a quién y quién nos observa? ¿El ingeniero o el propio Kiarostami?
El viento nos llevará consigo. “De la vida y muerte no conozco nada, pero el viento nos llevará”, recita el ingeniero, una entrega incondicional, supeditada a la dirección del viento y a los viajes casuales en motocicleta. Antes de abandonar el pueblo, quizás para siempre, el ingeniero se detiene frente a un arroyo, donde limpia el vidrio de la camioneta, mientras en un fuera de foco los pueblerinos atienden su rebaño. Él agarra el hueso, que había permanecido frente al volante desde el inicio, y lo arroja lo más lejos posible, pero la corriente lo arrastra de vuelta en su dirección. La cámara acompaña el movimiento fluctuante del hueso hasta que empieza a desaparecer del encuadre. El agua llevó al hueso, a su manera y a su tiempo, de la misma manera que el viento trajo y llevó al ingeniero.
Ventana y escape, términos utilizados por el cineasta y la poeta para referirse al arte, son casi sinónimos o, al menos en significancia, implican una apertura, un hueco en la pared por donde escabullirse o dejar ser aprehendido. Podemos afirmar con certeza, tanto así que suena a obviedad, que Kiarostami leyó a Farrokhzad y que es muy probable que haya visto sus películas, pero no podemos decir lo mismo de Farrokhzad con respecto Kiarostami, pues ella falleció muy joven, en un accidente de coche. Aún así, la presencia de ambos autores se evoca en la sensibilidad de las palabras y en las imágenes de la película, donde pasado y presente se entrelazan para dejar en claro que nada es más misterioso e indomable como vida y la muerte, y que el cine, por supuesto, no tiene las respuestas. ¡Qué alivio tan exquisito!
El viento nos llevará (Forough Farrokhzad)
En mi pequeña noche
¡Ay!
El viento tiene una cita con las hojas de los árboles
En mi pequeña noche
Amenaza la ruina
¡Escucha!
¿Oyes la corriente de las tinieblas?
Yo miro distante esta felicidad
Apegada estoy a mi desesperanza
¡Escucha!
¿Oyes la corriente de las tinieblas?
Algo atraviesa la noche
La luna está roja y agitada
Y sobre este techo que a cada instante parece derrumbarse
Las nubes aguardan enlutadas
A derramar sus lágrimas
Un instante.
Y después nada
Detrás de esta ventana tiembla la noche
Y la tierra deja de girar
Detrás de esta ventana algo desconocido
Esta pendiente de nosotros
¡Ah!, tú, verde, todo verde,
Pon tus manos como un recuerdo encendido
En mis manos amantes
Y como un cálido sentimiento de existencia
Confía tus labios a las caricias de mis amantes labios.
El viento nos llevará consigo.