Críticas
Retrato de una mujer con lanzallamas
Ema
Pablo Larraín. Chile, 2019.
Pablo Larraín, película a película, se transforma en un director fascinante. Sin duda, es ya una de las voces más peculiares y únicas de la cinematografía mundial, y su afán experimentador conecta con la libertad que se ha ganado a pulso. Su capacidad de adaptación no mina el poder visual de sus películas ni la particular forma de contar historias en imágenes de la que hace gala. Al revés, somos capaces, como espectadores, de encontrar las particularidades de su cine con independencia del producto.
El director chileno es capaz de aunar en su obra el descenso a los abismos más profundos del alma humana con la belleza formal de imágenes evocadoras, planeadas al milímetro, contrastes desconcertantes que añaden misterio al conjunto. Ema (2019), su último estreno, es buena muestra de esas maravillosas contradicciones, de la espesura del viaje psicológico, repleto de hipnótica delicadeza, basada en la disparidad entre el movimiento casi primitivo del baile urbano y el melancólico silencio de la pérdida.
Ema es una historia de destrucción y resurgimiento, de personajes turbios perdidos en una parte oscura de sí mismos que se descubren a lo largo de la película. Es la red de mentiras en la que se ven atrapados por sus propias sombras, de las pulsiones de sus deseos, tan humanos como inquietantes. Larraín construye un plantel de miserias, de excesos, de secretos susurrados, de sudor de baile y sexo, como si no hubiese diferencia entre ambos como puerta de liberación.
El director retoma alguno de sus lugares comunes, como el desvanecimiento de las relaciones íntimas, tal y como las imaginábamos, golpe de realidad a cualquier sueño romántico de «y comieron perdices». Larraín narra lo que ocurre tras el final del cuento, cuando los sueños se fragmentan en mil pedazos de lo que pudo haber sido, cuando lo único que queda son los reproches o los violentos silencios de la indiferencia.
Ema es salvaje, tierna, implacable, inocente, arrolladora, un cúmulo de imperfecciones y contradicciones que dejan para el recuerdo la humanidad de este personaje que asiste al derrumbe del pequeño cosmos personal que había construido con Gastón, su pareja. El fracaso como padres de ambos, tras devolver al pequeño que habían adoptado, descubre algo en el interior de Ema, capaz de arrasar con todo a su paso, sin importar el qué o a quién, como el fuego que aparece como metáfora durante toda la película, representación del alma de la protagonista.
No se conforma, no claudica. Ema aspira a recuperar eso que parecía la felicidad, aunque tenga que hacerlo sobre las cenizas del universo.
Desde los compases iniciales de la obra, Larraín deja claras sus intenciones, armado con una capacidad narrativa salvaje y elegante a partes iguales, conjugando la evocadora experiencia visual que roza el éxtasis con el torrente de emociones desatadas que experimentan los personajes, auténtico pilar de la irreverente puesta en escena del director chileno. Ema es, al mismo tiempo, elevada y callejera, reivindicación de los sonidos del barrio, del baile como expresión primitiva, del amor como laberinto y del sexo como pulsión de libertad y dolor.
A pesar de las peculiaridades de la propuesta de Larraín, es sencillo dejarse arrastrar por la pasión que destila la película, camuflada de tensa calma. El drama da lugar a los engaños, a los juegos de poder y seducción, mostrando al ser humano como un ser pasional, que roza lo animal e instintivo, capaz de caer en la evidente manipulación si el juicio es nublado con las promesas de lo físico, de lo prohibido y novedoso.
A pesar de lo explícito, Larraín no pierde el pulso, y es sutil hasta lo sublime. Llena la pantalla de cuerpos en movimiento orgiástico, danza femenina sin complejos, aquelarre sugerente y límite, en el que se establecen las reglas de un juego perverso. En contrapunto, nos arroja a la intimidad de la habitación, de las cuatro paredes testigos de conversaciones que son puñales, de las lágrimas y la amargura de lo que un día fue amor y ahora es desprecio y recriminación.
Ema es fascinante como personaje, y eso significa la necesidad de una actriz entregada, a la búsqueda de los matices, luces y sombras del rol, capaz de transmitir por encima del texto. Hay exigencia física y emocional en cada plano de esta película, a pesar de la aparente frialdad de Larraín tras la cámara. Mariana Di Girolamo se corona como reina de la función, sin discusiones. Sobre sus hombros recae el peso de la obra, es en sus miradas, su rostro angelical y la fuerza arrebatadora de su fiereza contra todo y contra todos. Delicada y brutal, es sobrecogedor el despliegue de contrastes plasmado por la joven actriz, que arrastra al resto del reparto a la espiral de lo que ella entiende como justicia retributiva, caiga quien caiga.
En el plantel encontramos a clásicos como Gael García Bernal, en diálogo continuo con la protagonista, aportando la madurez de los años y la sensibilidad del drama, dibujando un hombre en batalla constante entre su ego y sus inseguridades.
Ema es otro acierto de un director del que ya no es sorprendente que sorprenda. Quizá peque de cierto acomodo en lo estético, de recreación excesiva en lo visual. Por mi parte, perdono cualquier exceso, si los hubiera (personalmente, creo que no), por el majestuoso descenso y resurgir de las cenizas, sin olvidar el latido urbano, de barrio, que esconde en el fondo de su esencia Ema. No tengo dudas de que será de las películas destacadas de esta extraña temporada. Disfruten, que hay mucho cine (y poesía, callejera, sucia, pero poesía, al fin y al cabo) en esta película.
Tráiler:
Ficha técnica:
Ema , Chile, 2019.Dirección: Pablo Larraín
Duración: 107 minutos
Guion: Guillermo Calderón, Alejandro Moreno, Pablo Larraín
Producción: Fabula
Fotografía: Sergio Armstrong
Música: Nicolas Jaar
Reparto: Mariana Di Girolamo, Gael García Bernal, Santiago Cabrera, Giannina Fruttero, Catalina Saavedra, Eduardo Paxeco, Mariana Loyola, Paola Giannini, Antonia Giesen, Josefina Fiebelkorn, Susana Hidalgo