Críticas
Mientras el mundo arde
Asesinos natos
Natural Born Killers. Oliver Stone. EUA, 1994.
Retomamos la idea que inicié con la crítica de Las diabólicas . Hablamos entonces de la naturaleza del crimen en el cine como expresión de un código moral muy determinado. En el cine clásico, el asesino es carcomido por la culpa, consciente de la transgresión imperdonable que supone arrebatar una vida humana. Además, es castigado por fuerzas terrenales o por los inevitables designios de la justicia poética (que alguno llamará divina, otros kármica, pero el concepto de poesía me hace sentir mucho más cómodo en mi teoría).
En algún momento a mediados de siglo, hay un cambio en la concepción del mal, incluso en la génesis de la mente del asesino. Aparecen películas que tratan ese mal como un término más allá de la moral, algo recóndito y escondido en psiques trastornadas que están lejos del horizonte de normalidad en el que nos movemos la mayoría de los mortales, con nuestras taras y neurosis en un nivel aceptable. Aparece el asesino en serie, que no cabe dentro de los márgenes del comportamiento humano dentro del canon de bien y mal. Un monstruo escondido entre el rebaño, incapaz de frenar sus obsesiones.
Películas como Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960) o Peeping Tom (Michael Powell, 1960) cambian la idea de asesino consciente, de la culpa y de la justicia. El blanco y negro moral se desvanece, y, de repente, el asesino serial se transforma en parte de la cultura popular, entre el asco y la fascinación que supone un viaje a los rincones más perversos de nuestro inconsciente.<
En los 90, esta tendencia llegaba al paroxismo, alimentada por el eterno debate sobre el origen de la violencia, que tanta hipocresía y demagogia ha generado. Grupos como Nine Inch Nails construían universos pervertidos de sexualidad enfermiza, agarrados a un juego de espejos donde la figura del asesino en serie era transformado en una pieza más de la sintomatología propia de una época desquiciada. Entonces, aparece Oliver Stone, el eterno niño malo del cine estadounidense, con unas ideas inamovibles respecto a como funciona una película. Rueda Asesinos natos (Oliver Stone, 1994), y escupe sobre el mundo. Además, se divierte.
La culpa, la moral reinante en un mundo blanco y sin tacha, es vapuleada desde el minuto uno. Los asesinos de Stone no tienen ni la más mínima empatía con el resto de la humanidad. Es algo más que odio, más que un ego desmedido. Es la idea de que nadie es puro, nadie es inocente, nadie puede ser salvado. El director nos somete a una alucinación entre la psicodelia y el insulto, armado de tantos recursos que la película es un disparo al hipotálamo. De la parodia surrealista, pasando por el documental y la animación, al realismo crudo y enfermo,
Stone no se esconde ninguna carta. Castiga nuestros cerebros empeñado en un montaje digno de infarto, un viaje visual que es reflejo del camino elegido de los dos asesinos por excelencia. Son guapos, “cool”, excitantes, rompen las reglas, se convierten en ídolos de masas, la generación MTV vomitaba sus monstruos. Son el siguiente paso, lo que nadie se atreve a ser. Son los relucientes despojos del sueño americano. Las adolescentes llevan camisetas con la cara de dos psicópatas, y piden que las vuelen la cabeza. Como dice un psiquiatra en un momento dado de la película, los asesinos conocen la diferencia entre el bien y el mal, y les importa un carajo.
Stone nos regala entradas para el circo, para decirnos que el payaso siniestro vive al lado.
Los secundarios son una pandilla de tarados tan importantes como los dos protagonistas, camuflados en figuras de autoridad donde dar rienda suelta a sus instintos más salvajes, revestidos de la superioridad moral que da la brutalidad policial.
La liberación a través del derramamiento de sangre, evadirse de la realidad a base de provocar un incendio de proporciones bíblicas, es la fuerza que mueve a los dos protagonistas, tan carismáticos como terribles.
Es curioso en qué ha quedado el debate que generó esta película. Era rupturista en la forma y en el fondo. Era un ejercicio visual delicioso y enervante a partes iguales, era el reflejo de la esquizofrenia tras el neón y las bambalinas de perfección. Ahora, ha quedado como curiosidad y divertimento, y más si tenemos en cuenta a donde nos ha llevado el debate sobre la violencia. Asesinos Natos era una sátira incisiva y excesiva. Ahora, el mismo concepto de asesino amoral se ha trivializado y prostituido, como casi cualquier propuesta, para espectadores más interesados en la enésima vuelta de tuerca argumental (mema o estúpida, en lo general).
A mí me impactó en su momento. Lo sigue haciendo. Hay momentos realmente brillantes, icónicos e irreverentes. No hay respiro. Además, produce esa incómoda sensación, en la que todo tu sistema de valores se tambalea, en el momento en el que algo muy sórdido en tu interior se alegra porque no hay sanción. Los Asesinos Natos salen de rositas. Como espectador, eso de que las sensaciones aparezcan en crudo, sin edulcorar, se agradece.
Ficha técnica:
Asesinos natos (Natural Born Killers), EUA, 1994.Dirección: Oliver Stone
Duración: 120 minutos
Guion: David Veloz, Richard Rutowski, Oliver Stone a partir de una historia de Quentin Tarantino
Producción: Warner Bros., Regency Enterprises, Alcor Films
Fotografía: Robert Richardson
Reparto: Woody Harrelson, Juliette Lewis, Tom Sizemore, Rodney Dangerfield, Everett Quinton, Jared Harris, Pruitt Taylor Vince, Tommy Lee Jones, Robert Downey Jr., Russell Means, Evan Handler