Críticas
De carne, hierro y cristal
Crash
David Cronemberg. Canadá, 1996.
25 años después, Crash (David Cronemberg, 1996 ) no ha perdido un ápice de fuerza. Es malsana, extraña, límite, capaz de provocar reacciones encontradas, entre la excitación y el asco, removiendo las adormecidas conciencias de espectadores aletargados, acostumbrados a las emociones prefabricadas y teledirigidas. David Cronenberg nunca se ha caracterizado por ser sutil. Implacable, cruel, investigador impenitente de rincones oscuros del alma humana, encuentra en Crash uno de los mejores ejemplos de su retorcida visión de la existencia. A través de la malformación, física y mental, el director canadiense disecciona los males, obsesiones y agujeros de una sociedad que, vista a través de sus ojos, es un estercolero moral abocado al abismo.
El retorno de Crash a los cines es silencioso, convertido en fenómeno de culto, como si la provocadora propuesta de Cronenberg estuviese superada, como si pudiésemos permanecer ajenos a esos rincones que pretendemos invisibles, como si nuestro presente fuese menos esquizofrénico que aquel pasado. Como si en nuestro interior no latiese la misma oscuridad, la misma pulsión destructiva, esa terrible sensación de tedio destructivo, agitada con el hastío vital que nos encamina a sendas que arden como incendios incontrolables.
Si de colisiones hablamos, era inevitable el encuentro entre Cronenberg y J.G Ballard, autor de la novela que inspira la película del director canadiense. Escritor del vacío, de páramos olvidados y silenciosos, de mundos deformados pero parecidos al nuestro, de elegancia siniestra y crudeza poética. Son muchos los puntos que comparten ambos. Y Crash, en concreto, es un feliz encuentro de obsesiones, de exploraciones viscerales sobre la vida y la muerte.
Cronenberg habla de la transformación, de la nueva carne, de los monstruos extirpados de la tecnología en constante conflicto con el ser humano creador. El coche como símbolo fálico, la adicción a la velocidad y el culto a la leyenda de muertes entre el acero y cristal a lo James Dean confluyen en esta subversión enfermiza sobre la sexualidad humana, a través de un grupo subterráneo de fanáticos que encuentran el goce en la frágil frontera con la muerte, la excitación en los cuerpos magullados y las cicatrices, el éxtasis físico en las consecuencias del desastre. El protagonista acepta estos nuevos mandamientos enarbolados por un magnífico Elias Koteas, sumo sacerdote del dolor cromado, del olor a gasolina derramada y los cuerpos rotos en comunión sexual.
Crash, a pesar de los años, sigue siendo una revolución. Lo es en el cine de Cronenberg, certificando que el director arriesgaba en nuevos territorios sin abandonar del todo sus primeros años. De los cuerpos monstruosos por situaciones de ciencia ficción pasa a las psiques destruidas los ambientes deprimidos que se manifiestan en fisionomías malformadas por razones muy físicas y palpables. Con El almuerzo desnudo (David Cronenberg, 1991) daba un paso de gigante, casi suicida, que se confirmaba con Crash.
Revolucionaria por la explicitud con la que trata el sexo, no ya como conjunto de emociones humanas, si no como vía de escape radical, más allá de lo físico, pero con lo físico, precisamente, mostrado de manera salvaje. Obscenamente elegante, pero sin ocultar la suciedad innata al acto sexual, lanzado al extremo de lo humano. Hombres y mujeres confundidos con sus posturas, aprisionados por carrocerías, que recuerdan inevitablemente al sexo. Atados a camas cromadas, atrapados en corsés y correas de cuero, sus huesos atravesados por clavos de metal, la fusión de la carne con el vehículo es la delirante elevación de lo físico, síntoma y consecuencia de un mundo tenebroso en el que máquina y carne aspiran a ser una sola.
Crash, en su momento, no pasó inadvertida. Dividió a la crítica y desconcertó al público, aunque, curiosamente, es de las cintas más galardonadas de Cronenberg. El tiempo ha otorgado, además, la etiqueta salvadora de «de culto». Crash, quizá, era una película destinada a eso, a lo subterráneo y oculto, como es la esencia misma de la obra. Esa clase de cine capaz de remover algo por dentro, pero también a nivel exterior, fascinante y repulsiva, confrontación entre pulsiones contrarias que encuentran un hilo conector en el sexo, tabú y obsesión, susurro y deseo, intimidad derribada traspasando límites, hasta el punto de que no fueron pocas las voces que calificaron la cinta de pornográfica.
Crash sigue resultando incómoda, neblinosa, obra de un autor consciente de la rareza, pero reivindicando esta como espacio de libertad. Cronenberg no hace cine para reconfortar al espectador. En Crash, lo convierte en voyeur, lo invita a la desinhibición, al mismo tiempo que le pone un espejo delante, le muestra su propia suciedad, sus propios impulsos, las taras que nos hacen lo que somos. nos grita sin compasión que somos monstruos, que vivimos rodeados de otros monstruos.
Pero no pasa nada. El cine de Cronenberg no viene a dar esperanza. Viene a constatar una realidad cenicienta, afilada como navajas.
Crash vuelve, en el año más inclasificable de nuestras vidas, retratando una sociedad al límite. Quizá, cuando todo esto acabe, todas nuestras pulsiones enclaustradas durante meses de tensión, aislamiento y desconcierto exploten de alguna manera. Quizá, de aquí a unos años, aparezca una película tan rompedora como Crash, consecuencia de todo ello.
Mientras tanto, disfrutemos de la rareza extrema de Cronenberg. No hay nadie como él para retratar nuestras miserias.
Ficha técnica:
Crash , Canadá, 1996.Dirección: David Cronemberg
Duración: 100 minutos
Guion: David Cronemberg
Producción: Alliance Communications Corporation, Recorded Picture Company (RPC), The Movie Network (TMN), Téléfilm Canada
Fotografía: Peter Suschitzky
Música: Howard Shore
Reparto: James Spader, Holly Hunter, Elias Koteas, Deborah Kara Unger, Rosanna Arquette, Peter MacNeill, Yolande Julian, Cheryl Swarts, Judah Katz, Nicky Guadagni, Ronn Sarosiak, Boyd Banks, Markus Parilo, Alice Poon, John Stoneham Jr.