Críticas
Ante el sofoco del miedo
Matar a la bestia
Agustina San Martín. Argentina, 2021.
Las nubes borrascosas vaticinan una tormenta. El sol, o acaso la luna, queda matizado bajo el manto gris que cubre el cielo. Los grillos cantan en el frenesí de un atardecer sombrío mientras los truenos se funden con los acordes lúgubres que emiten los fuelles del órgano. Con una valija en mano, de aquellas con ruedas que de nada sirven sobre el barro colorado, Emilia arriba a la frontera entre Argentina y Brasil con la intención de encontrar a su hermano a quien no ve hace mucho tiempo. Parada en medio del camino de tierra, un tanto desconcertada sobre hacia dónde debe ir, es obvio que no pertenece ahí. Pero ella no es la única intrusa en el pueblo. Entre los habitantes circula el rumor de la presencia de un espíritu maligno que adopta la forma de un animal para acechar a sus presas. Algunos dicen que es el espectro de un hombre malvado, mientras otros advierten a las mujeres e instan a que no salgan de noche.
Situada en un espacio fronterizo, aquí los confines de un país y del otro son inexistentes. La selva que rodea al poblado lo aísla de cualquier otro asentamiento, una paradoja para un lugar definido por su ubicación como punto transitorio. En contrapartida, los idiomas que se fusionan, sumado a un acento particular que no responde ni al español ni al portugués, componen una eufonía maleable en el habla. El mensaje del contestador de Mateo, el hermano de Emilia, responde al vacío con palabras grabadas en portugues, mientras ella intenta localizarlo a toda costa, a pesar inclusive de la evasión de Inés, la tía y dueña del hospedaje donde ella se queda. Pareciera que los personajes de Matar a la bestia hablan sin ser contestados, como si cada quien hablara su propio idioma. Sin buena señal de celular, y con equipos electrónicos que cada tanto dejan de funcionar, la incomunicación prima en el día a día. Las preguntas de Emilia sobre el paradero de su hermano solo se responden con silencios o advertencias sobre la bestia.
En Matar a la bestia, la religión ha sitiado al pueblo. Tal como la bruma vespertina enturbia los hogares, las creencias dominantes han invadido los espacios a la fuerza. A veces, es el pastor que lidera una cacería nocturna para encontrar a la bestia, otras, es el Ave María remezclado con un ritmo electrónico moderno que sintoniza la radio de Inés. A pesar de esquivar este fanatismo un tanto perverso, que predica palabras de pánico y persecución, los lugareños se desplazan bajo el acoso insistente de una religión lapidaria, que determina las conductas moralmente aceptadas y que bendice los linderos del monte para mantener al borde a todo aquello que produce disconformidad, sea algo tangible como un animal de cuernos imponentes o la rebeldía de quien se resista a adscribirse a las normas. Por otro lado, la parroquia se erige como lugar omnipresente y reservorio de lamentos que se susurran sobre la imagen de la cruz. Del pánico a la violencia, solo basta predicar la imposición de uno sobre el otro para tornarse agresivo e imponerse como ley.
A medida que la persecución de la bestia se intensifica, el viaje de Emilia llega a un punto muerto: Mateo no contesta y nadie sabe dónde podría estar. Pero la llegada de Julieth al hospedaje, una mujer que viene a visitar a unos amigos, obliga a que la búsqueda adopte otra forma. A través de la rendija de la puerta, Emilia espía a Julieth en silencio sin atreverse a más que una sufrida contemplación, tal como vimos aflorar su deseo por otra mujer en algún tiempo pasado. Si la bestia adquiere la forma de un buey, para ella son los besos, los cuerpos, ese roce de piel en un auto que aprovecha una proximidad momentánea. La humedad y el calor que descansa sobre el ambiente deja traslucir cuerpos semi desnudos que palian el ardor bailando y bebiendo, y Emilia no puede hacer más que observar aquello que desea. De los planos estáticos que la enmarcan, se percibe su agobio. Las ventanas y espejos que la contienen en la imagen, superficies que parecieran estar siempre un tanto brumosas o sucias, discurren sobre su silencio enajenado, como si fuera tarea imposible observarse sin los linderos reales e imaginarios que la separan de su entorno.
Matar a la bestia es además una fábula sensorial. Tal como el clima húmedo que empaña la fotografía evoca un mundo mitológico de bestias y animales, el diseño sonoro se configura mediante una amalgama de capas que borra los márgenes entre un sonido rítmico y una melodía. Sobre las casas vacías que emanan una que otra luz, los murmullos acompañan el mugido de un buey hasta que es el resoplido el que marca la cadencia de los lamentos de los insectos. De la misma manera, el sonido de un cortocircuito eléctrico es el bajo de un ritmo que baila Julieth y que se extingue cuando el lavarropas del hospedaje deja de funcionar. En esta fluidez sonora, de ruidos cambian de forma tal como la bestia lo hace, reside un tinte onírico donde nada es taxativo: existe un poco de miedo en el deseo, un poco de contención en los impulsos, y un tanto de estupidez en la felicidad.
En este sentido, la liberación sexual de Emilia llega en un momento de conciliación con su pasado, pero también de derrota frente al fracaso de su viaje. Acostada en la cama, ella despierta con el tarareo de una melodía familiar que atraviesa los muros de su habitación. Con un paneo lento que flota sobre los pisos empapados, los gemidos retumban entre las hojas del monte y encuentran, finalmente, a la bestia. Pero esta vez, ya no es el animal el que vigila a Emilia sino es ella la que desafía a su enemigo. Resolver conflictos anteriores le dota de fuerza para mirar a su adversario a los ojos, sea quien sea este demonio, quizás un sentimiento, quizás un símbolo de opresión, quizás una institución, pero delimitarlo aquí no interesa. Decía Sontag que interpretar una obra era domesticarla. Y si de bestias y de demonios hablamos, esta aseveración no podría estar más acorde. Dejemos que Emilia mate a su bestia y nosotros a la nuestra, porque al fin y al cabo en la pregunta que nos hace Agustina San Martin reside la experiencia mística -y un tanto erótica- de Matar a la bestia.
Ficha técnica:
Matar a la bestia , Argentina, 2021.Dirección: Agustina San Martín
Duración: 79 minutos
Guion: Agustina San Martín
Fotografía: Constanza Sandoval
Reparto: Tamara Rocca, Ana Brun, João Miguel, Sabrina Grinschpun, Juliette Micolta
No se que película viste pero es la película más aburrida que he visto. Sin final. Sin narración clara Sin pies ni cabeza. Cine arte a nadie. Muy mala lenta y fome.