Críticas
La sutil responsabilidad de una institución
Gracias a Dios
Grâce à Dieu . François Ozon. Francia, 2018.
Sobrio “testimonio”, denota delicadeza y cuidado a la hora de ejercer influencia sobre el espectador. Planteamiento que pretende ceder la última palabra al análisis, los hechos son transparentes; reconocimiento que se esmera en mantener apariencias bajo un tono comprensivo ocupado en ocultar sus límites.
El filme de Ozon juega con la indiferencia ante la condición social para ofrecernos un enfoque que hace hincapié en la universalidad de los hechos por encima de casuísticas específicas; el abuso como posibilidad e, inclusive, como medio de indentificación.
La desgracia como fuerza de motivación. Un experimento de solidaridad, desde el desconocimiento interpersonal y la diferencia social, nos remite a la fortaleza nacida de la identificación con la experiencia del otro que, no por tal, permanecerá necesariamente indefinida en el tiempo.
Alexandre es un adulto católico, de clase media alta, que padeció abusos cuando era niño por parte del Padre Preynat; decide realizar denuncias ante el Cardenal Barbarin a efectos de obtener el reconocimiento de la Iglesia y un castigo para el clérigo. A partir de allí, se desarrolla un proceso de adhesión a la causa, que incluirá la fundación de una organización promotora de denuncias y justicia: “La palabra liberada”.
Un retrato que apunta a la diversidad, bien delimitada, de personajes con características disímiles, aunque unidos por identificación a partir de vivencias semejantes. Este punto es retenido hasta el final, donde se hace un corte para establecer la diferencia que, hasta ese momento, permanecía fuera de foco en un guion que se ocupaba de otros detalles. La unidad es en torno a, y a pesar y más allá de…Pero, estos dos últimos aspectos permanecerán “stand by” a ojos de un espectador que deberá realizar el resto del trabajo, si es que lo entiende necesario. No existe una nítida toma de partido frente a las responsabilidades de la Iglesia católica como institución, y ese es el punto, el “sesgo de objetividad” que Ozon pretende resguardar para el ojo clínico que así lo desee. Se supone que la película debe continuar en la mente a partir del silencio final de Alexandre frente a una posible puesta en duda de la fe o del reconocimiento institucional. He aquí, lo más interesante del planteamiento. Ya sabemos que todo es así, y ahora, ¿qué hacemos con lo que somos? ¿Cómo lidiamos con nuestra moralidad? Una fragmentación de posibilidades inconclusas nos remite a nosotros mismos en opinión y elección. Constituye el valor más importante del filme.
Lejos de instar a la condena colectiva, promueve reflexiones acerca de cómo conducirse frente al tema de la existencia humana en religión; la puesta en duda de conceptos, caros al clero, transita sobre el eje tembloroso del “mea culpa”, como reconocimiento de un valor cuyo descrédito es directamente proporcional a su utilización. El “perdón”, en clave de absolución y solución, es mera teoría, nadie puede ejercerlo en su total e ideal dimensión; la realidad se encarga de desenmascarar lo que se creía suficiente para la conservación de un statu quo tambaleante.
Barbarin es la “fiel” representación de la caducidad de un sistema, promotor de hipocresía, bajo un ropaje de pseudocomprensión expresada en tonos y actitudes serenas delatadas por actos fallidos. Recordamos la escena donde el cardenal responde a la prensa con un “gracias a Dios” por la posible prescripción de los delitos del padre Preynat, reconoce su “error” discursivo y pretende retractarse, acto poco creíble para los presentes.
La institución asienta su poder en valores que justifican la arbitrariedad, el perdón juega ese papel, encubre la posibilidad de acciones radicales preventivas; no hay condena, no hay expulsión, no hay reconocimiento público; la acción de las víctimas se convierte en posibilidad única para la protección social y el resarcimiento moral. Su necesidad contiene el valor de operación social, de transformación institucional, ya sea apostatando o permaneciendo, lo importante es el posicionamiento que condena, a la vez que desvela, no en función de venganza, sino de alivio y protección. Es, tanto el reconocimiento a la comunidad del dolor, como la salvaguarda de las generaciones futuras.
Un reconocimiento del combate al poder, desde la denuncia social portadora del germen capaz de transformar la cultura. La declaración pública no como instrumento para la justicia, sino como herramienta direccionada hacia la prevención.
Se cuestiona el tácito disimulo, un reconocimiento ex profeso en el pretendido ejercicio de procedimientos formales de vasta tradición en el dogma. Un como sí, que corroe la imagen de una institución, ocupada en establecer equilibrios entre la defensa de un prestigio en cuestión y la aplicación de una inexistente severidad normativa, para una justicia cristiana.
El destaque en la dirección de actores está presente en el juego de presencias caracteriales. Destilan rasgos concordantes o disonantes, en tanto señales emitidas frente a mensajes implícitos en el comportamiento de las autoridades y actores vinculados a la iglesia. Faceta que viabiliza la circunspección como camino de credibilidad; solo se iniciará una claudicación, ante las denuncias masivas asociadas a la intervención de la prensa y la justicia. La difusión amenaza a la imagen, por tanto, amerita un nuevo comienzo en la revisión de posturas públicas. Barbarin queda en la cuerda floja, es la cara visible del sistema. Visibilidad, como corolario de la invisibilidad del poder refugiado en la visión impresionante del atuendo exhibido en plano inicial. La cámara acompaña a la autoridad eclesiástica en desplazamiento de espaldas sobre el techo de la fortaleza. Supone la ausencia de una identidad definida. La institución como responsable en la personificación del poder apañado en la figura sacerdotal al servicio de un dogma protector. Una redención que se extiende por su sola presencia y sin distinción, refugio de evitación, bloquea cualquier tipo de autocrítica real en función de medidas concretas. Digamos que, la redención, como absolución, obtura la posibilidad de cuestionamiento, no ofrece lugar a juicio alguno. Se asienta una concepción anestesiante del dolor, que el filme condena abiertamente. El ser humano no puede perdonar, si esto significa aceptación e inalterabilidad de las circunstancias.
El pequeño travelling es sustituido por un plano general que denota el poder de la Iglesia. El sacerdote esgrime la cruz hacia un cielo plagado de oscuros nubarrones que anticipan lo que se viene. Pueden observarse las edificaciones por debajo de algo que semeja una fortificación por encima de la sociedad. Hermosa fotografía para denotar la idea de lo imponente de un espectáculo que, gradualmente, irá abriendo espacio a cuestionamientos carentes de histrionismo y teñidos de sobriedad.
Es interesante cotejar este comienzo con los planos finales, donde resaltan discusiones y posturas reflexivas, pero ya desde el llano, a la altura de los edificios, el ciudadano de a pie está recuperando lo que le corresponde, la capacidad crítica que destruye el dogma, en tanto lo penetra y desgarra a partir de sus contradicciones intestinas. Un filme que, además de todo lo expuesto, se caracteriza por una firme exaltación de la participación ciudadana. La racionalidad es valor excluyente.
Ficha técnica:
Gracias a Dios (Grâce à Dieu ), Francia, 2018.Dirección: François Ozon
Duración: 137 minutos
Guion: François Ozon
Producción: Coproducción Francia-Bélgica; Mandarin Production, Scope Pictures
Fotografía: Manuel Dacosse
Música: Evgueni Galperine, Sacha Galperine
Reparto: Melvil Poupaud, Denis Menochet, Swann Arlaud, Eric Caravaca, François Marthouret, Bernard Verley, Josiane Balasko, Hélène Vincent, François Chattot, Frédéric Pierrot, Martine Erhel, Aurélia Petit, Julie Duclos, Jeanne Rosa, Amélie Daure