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Metrópolis: los de arriba y los de abajo
Metrópolis (Fritz Lang, 1927), junto a El gabinete del doctor Caligari (Robert Wiene, 1920) y Nosferatu (1922), conforma la tríada cumbre del expresionismo alemán. En este caso, las características expresionistas se hacen evidentes, esa actitud vital ante una visión interpretativa del mundo y de una época determinada. Mientras María cuenta la historia de Babel, ella y Freder intentan salvar a los niños, en esos primeros planos donde la expresión y la mirada nos dice todo y uno recuerda los principios del Manifiesto Expresionista: “Nosotros que poseemos el futuro, queremos libertad de acción y pensamiento con respecto a la rígida y vieja generación”. María y Freder pertenecen a esa nueva generación que viene a derrumbar los postulados de la anterior, representada en Fredersen. Son ellos quienes tienen el porvenir en sus manos y pueden actuar para cambiarlo. El film está ambientado en el futuro y la ciudad está dividida en dos sectores, el de los ricos poderosos y el de los trabajadores esclavizados al servicio del bienestar de los primeros. María pertenece a este último e intenta mantener la esperanza de los obreros, mientras Freder, hijo del dueño de Metrópolis, se enamora de ella y se embarca en un periplo para terminar con las injusticias que viven los humildes.
Desde el comienzo se plantea la problemática de la clase obrera, explotada y alienada, repitiendo el trabajo rutinario que no les permite reflexionar sobre la situación en la que se encuentran. Esa premisa, base del Marxismo, se manifiesta en el film de Lang, en un momento histórico donde el fordismo se encuentra en su apogeo y la máquina parece sustituir al ser humano. En la película queda bastante claro que no importa perder vidas, mientras las máquinas estén funcionando: el futurismo parece penetrar en la narrativa fílmica. Esa veneración a las máquinas y al movimiento que plantea Marinetti en el Manifiesto Futurista de 1909: “Pretendemos exaltar el movimiento agresivo” y “la belleza de la velocidad”.
Aunque fluctúe entre ambas vanguardias y que muchos elementos pertenezcan al expresionismo tardío, es un film difícil de clasificar. Además de las características de ambos movimientos, creo que estamos frente a una película formadora de dos géneros que comienzan a surgir con fuerza en el siglo XX: la ciencia ficción y la distopía. Las huellas y la sombra del expresionismo dan paso a ese carácter distópico que recuerda a Nosotros (Evgueni Zamiatin, 1920) o a Un mundo feliz (Aldous Huxley, 1894). Quizá sea una de las primeras, por no decir la primera, distopía cinematográfica. Esa ciudad magnífica, nueva, lujosa, donde todos los placeres se pueden conseguir, se sostiene a costa del esfuerzo sobrehumano del suburbio subterráneo de los obreros. La tecnología en la década del 20 crece de forma exponencial, las utopías se transforman en distopías y los seres humanos deambulan, buscándole sentido a la vida. Freder lo encuentra cuando se da cuenta de que no puede seguir viviendo en su burbuja de privilegios y permitir que su padre siga actuando de la misma manera a costa de sus propios “hermanos”. María también lo encuentra en la lucha pacífica, en la religión, en la figura de Freder como el Mesías. Ellos serán los encargados de intentar romper con el sistema capitalista que esclaviza a los sujetos.
El escenario en Metrópolis es artificial, construido especialmente para la película con un componente dramático que aporta significado al film, donde las líneas oblicuas organizan el espacio escenográfico, rasgo típico del expresionismo. Estas dos “ciudades” o dos “mundos”, el de los dominantes y el de los dominados, se ven reflejados en esa escenografía: una sofocante y opresiva, la otra cómoda y abundante. Las máquinas y sus derivados cumplen un rol fundamental para explicar qué es lo que sucede en esta ciudad, cuyos extremos están representados por los que trabajan de mameluco día y noche, y los señores de traje y oficina. Esas máquinas son el leitmotiv que une a ambos mundos en un escenario que, finalmente, va a enfrentarlos.
En el espacio interior, se encuentran los obreros, sumidos en las profundidades, donde el paisaje se muestra monótono, austero, vacío. Los pasillos son tan estrechos que en las escenas los vemos caminar codo con codo y, en el cambio de turno, las rejas evidencian que unos “presos” salen y otros entran. No hay espacios abiertos, no hay naturaleza, es todo artificial, no se respira aire, no se respira. Toda la masa marcha apagada, sin vida y los planos se encargan de decirle todo al espectador: caminan con la cabeza gacha como animales al matadero. En ese paisaje, el ascensor, medio que tienen para llegar a su “trabajo”, cobra protagonismo: es una caja de metal estrecha y agobiante que lleva a los obreros, como si fueran mercancía, hacia abajo, al supuesto lugar que les corresponde, a su infierno. Con el movimiento del ascensor solo vemos placas de metal oscuras que se suceden, como la vida de los trabajadores, sumidos en ese pozo, donde las máquinas absorben la fuerza y la vida va dejando en su lugar retazos humanos. El contraste que se ve en la escena en que Freder está viendo cómo se llevan a los obreros heridos, oscuros, anónimos, sin auxilio, resalta con el propio protagonista en segundo plano, con su ropa clara, iluminada e impecable. Su rostro se transfigura, entendiendo la situación inhumana en la que se encuentran estos hombres: ve la triste realidad, ellos no tienen pistas de atletismo ni jardines exóticos, sólo tienen máquinas que agobian sus esperanzas.
Muy diferente se presenta el paisaje de los de arriba: la ciudad de Metrópolis es exuberante y moderna y la torre de Nueva Babel, luminosa y soberbia, se yergue como un panóptico que todo lo observa, como un ídolo al que se le debe rendir culto. Hay jardines donde los hijos de los ricos disfrutan de la naturaleza y el aire puro, como si de un Edén se tratase: hacen deportes, juegan, ríen, corren. Allí viven los poderosos, por lo tanto, el espacio refleja su condición. Vemos el contraste cuando Freder sale de la ciudad de los obreros, donde todo es monótono y los vemos marchar a pie por una calle de edificios cuadrados, sin distintivos, sin ánimo, como ellos. En cambio, a medida que se acerca a la Nueva Babel, el plano general muestra edificios con una estética moderna, calles atestadas de vehículos, trenes, aviones, autopistas, todo lo que el mundo de los pobres no tiene. La oficina de Fredersen es amplia, tiene ventanas y está iluminada. Es un lugar idóneo para la persona encargada de manejar toda la ciudad, con un escritorio desde donde la controla, espacios abiertos y cómodos, ambientes de poder donde los números y las vidas de los obreros son sinónimos. El ventanal de la oficina deja ver toda la ciudad, que es ordenada y organizada desde allí, y a su vez, puede impedir que la vean desde afuera, cerrándose al resto, a través de las cortinas.
La iluminación en Metrópolis cumple claramente una función dramática y de composición que agrega carácter al espacio y al paisaje que se construye. Por ejemplo, al proyectarse desde arriba, enfocando a un personaje, como sucede en varios planos de Fredersen, mientras ve la lucha de su hijo con Rotwang y cae de rodillas, demostrando su culpabilidad. Otro efecto dramático es utilizado cuando María cuenta la historia de Babel a los obreros, construyendo un aura mística con reminiscencias religiosas en un altar donde aparecen cruces de madera rudimentarias, mientras todos rodean como suplicantes a María, ubicada en el centro, con una luz que la enmarca en una especie de liturgia elemental y primordial: la escena se lleva a cabo en el subsuelo sofocante que casi parece una cueva o un agujero en la tierra, digno lugar de los pobres de abajo que no tienen oportunidad.
El vestuario también acompaña al paisaje: los obreros están idénticamente vestidos con mamelucos del color del trabajo, de la enajenación, de la pobreza, del agotamiento. Es un vestuario genérico, como ellos, son una unidad, son números sin identidades que mantienen a las máquinas en funcionamiento en el espacio cerrado que les fue destinado. Solo Gregory es individualizado, porque el héroe lo necesita para intercambiar su papel. Los señores visten de traje y corbata, y el héroe en tonalidades claras, porque es el futuro Mesías, es quién va a unir las manos y la cabeza, evidenciando que es la generación joven, es bondadoso y va a ser quien ponga “fin” a las injusticias. Ese vestuario está en consonancia con los espacios que los de arriba y los de abajo tienen destinados: mamelucos para las cuasi catacumbas de los obreros, trajes y vestidos para las alfombras, los escritorios y los cabarets de los de arriba.
En Freder, el maquillaje es un poco más acentuado que en los demás, dándole una blancura llamativa que delimita los rasgos faciales y remarca las expresiones del héroe, ganando en profundidad, a medida que las acciones se van suscitando, denotando así lo que va sintiendo y haciendo a lo largo de la historia. El maquillaje en el cine expresionista tiende a la exageración, justamente para resaltar a los personajes y acompañar la trama. Subraya la juventud y la bondad de Freder frente a su padre, a Josaphat y a Rotwang, que tiene unas ojeras oscuras, porque su mirada no es pura como la del héroe, está contaminada por el mal y la locura. En Freder y María el maquillaje alrededor de los ojos es claro e ilumina el rostro, otorgándole profundidad a la mirada. En María, el maquillaje es tan sutil como el vestuario, en función del personaje. Cuando el androide usurpa la identidad de María, el maquillaje alrededor de los ojos se torna más oscuro, porque pierde esa inocencia y naturalidad, ya que no es la verdadera María y tiene intenciones malignas. Su vestuario cambia a negro y es más llamativo y provocativo. El peinado pierde armonía y se torna descuidado, el vestido se abre, la mirada, la actitud corporal, el discurso y sus acciones acompañan la euforia del androide que arenga a los obreros para causar estragos, y es Feder quien nota el cambio.
Tomaremos como ejemplo una secuencia con claras reminiscencias a Nuestra Señora de París (1831), de Víctor Hugo, o de El jorobado de Notre Dame (1939), de William Dieterle. El propio Rotwang está a mitad de camino entre un Cuasimodo no deforme físicamente y un Frankenstein que enloqueció. La escenografía tiene un estilo gótico, presente en la arquitectura, en las estatuas y en las gárgolas de la Catedral, cuyos medios y primeros planos envuelven al espectador en esa atmósfera peligrosa: en cualquier rincón de piedras resquebrajadas puede suceder algo. El juego de sombras constante de las escenas enfatiza aún más el conflicto presentado en un tiempo que parece “estirarse”, Lang vuelve una y otra vez a los planos del espacio de los balcones sombríos, acelerando la acción.
Las escaleras, las rampas y los balcones en ruinas de la Catedral se transforman en lugares amenazantes para Freder, donde cualquier caída o golpe parecen inminentes. Todos esos detalles preparan el espacio para la batalla que terminará en lo alto de la cúpula, en un lugar reducido donde apenas se puede caminar: en esa cumbrera se definirá todo. Justamente, es un espacio ínfimo y alto, inalcanzable para los demás, salvo para el héroe y el villano que terminan cayendo y, entre las gárgolas y las sombras, el “científico loco” es derrotado. Esas escenas se intercalan con escenas del espacio donde están los obreros y Fredersen que, en su sufrimiento, podemos entrever arrepentimiento, subrayado por los picados y contrapicados que aportan dramatismo al paisaje: ¿su hijo saldrá vivo del enfrentamiento?
Encontramos en Metrópolis ciertas ideas y valores generales, como el rumbo que el mundo está tomando y las posibles consecuencias que eso puede traer. Quedan claros distintos temas como los de las clases sociales, las relaciones humanas, el uso y abuso de la tecnología, el problema obrero, la alienación humana: el espacio y los ambientes de la película denuncian las condiciones miserables en las que algunos viven, mientras otros tienen todo a su disposición. Queda en evidencia, quizá revelando la posición ideológica del director, que hay dos visiones del mundo, la de los de arriba y la de los de abajo, que deben estar unidas y trabajar juntas, de lo contrario el mundo se puede transformar en un caos que lleve a la decadencia humana. La última secuencia es capital para comprender esto, cuando vemos, en un plano general, a los obreros subiendo las escalinatas de la Catedral. El ambiente ya no es oscuro ni gótico, las gárgolas no están presentes y las estatuas están iluminadas. No es casualidad que el espacio elegido para esa escena sea la puerta de la Catedral: es el momento en el que los de arriba y los de abajo, a través del Mediador, logran la unión.
Por último, me gustaría mencionar que la película, magistral si pensara en un solo adjetivo, está basada en la novela de Thea von Harbou, la esposa de Lang, que además colaboró con el guion. El rastro y el vestigio distópico quedan en evidencia en ambas obras, donde las consecuencias de un posible futuro nefasto, si la humanidad no logra un equilibrio entre el explotador y el explotado, parecen adelantar catástrofes futuras. La propia escritora abre su novela diciendo: “Este libro no es de hoy ni del futuro. No habla de un lugar. No sirve a ninguna causa, partido o clase. Tiene una moraleja que se desprende de una verdad fundamental: entre el cerebro y el músculo debe mediar el corazón”. La síntesis con respecto a este film se desprende de la propia cita, porque Metrópolis es universal, trascendente y fundamental.