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Los parecidos. Ratones en un laberinto sin salida
Aunque sea fácil sospechar que las cosas se van a poner muy raras si encerramos a varios desconocidos en una estación de autobuses, en medio de la noche y con una lluvia torrencial en el exterior, es imposible predecir la espiral de terror que los llevará incluso a no reconocerse a sí mismos. El ambiente de la desconfianza permanente se siembra desde el momento en que sabemos que los protagonistas de “los parecidos” han coincidido, con muy diversos motivos, en un aparentemente imposible viaje a la gran Ciudad de México, la víspera de lo que sería el evento más sangriento y vergonzoso de la historia moderna del país.
Los parecidos es una película de 2015, escrita y dirigida por el mexicano Isaac Ezban (El incidente, 2014). Los eventos acontecen en la madrugada del 2 de octubre de 1968, fecha memorable en el ideario de todos los mexicanos, y que inmediatamente remite al pensamiento catastrófico. Toda la historia se desarrolla dentro de una estación de autobuses, en la cual ocho personajes completamente ajenos van a coincidir gracias a que en el exterior, la lluvia torrencial ha conseguido que los autobuses sufran retrasos. El fenómeno meteorológico, de una evidente anormalidad, azota diversas partes del mundo y, según nos vamos enterando, presenta ciertas manifestaciones en las personas, lo que hace que los científicos teman por la seguridad mundial.
Es indudable que la integridad mental de una persona sea parte del reconocimiento de sí mismo como distinto de los demás, y es así como Isaac Ezban deconstruye la personalidad de cada protagonista para dejar en su lugar una suerte de masa humana dubitativa, que no solo desconfía de lo que es “el otro”, sino que termina por reconocerse a sí mismo en este otro, como alguien en quien desconfiar a su vez. Con los vestigios de humanidad despersonalizada, Ezban reconstruye la historia, pero con miras hacia una autodestrucción impulsada por aquello que parece sobrevivir la pérdida de la identidad física, y que es el instinto de supervivencia.
La apertura del filme remite inmediatamente al formato histórico-documental de la época, pues una voz en off localiza temporal y espacialmente los eventos, mientras la secuencia introductoria deja ver una cámara en blanco y negro, que se pasea por una típica estación de autobuses de finales de los años 60. Apenas le tomó unos minutos a Ezban para poner al espectador a la defensiva y con los sentidos completamente sensibilizados, al evocar la innombrable fecha y mostrar un agujero tenebroso y solitario como escenario de su historia.
El primer personaje que conocemos es Ulises, el protagonista de esta historia, quien tiene una necesidad imperiosa de salir hacia la Ciudad de México, pues su esposa está a punto de dar a luz. La tormenta ha retrasado las salidas y es fácil predecir que no podrá dejar pronto ese lugar. Enseguida conoceremos a Irene, una mujer con varios meses de embarazo, que ha abandonado y, quizás, asesinado a su marido, y quien llega a la estación tratando de huir hacia la ciudad. En la estación se encuentran otros tres personajes: el dependiente que les informa a todos que, debido a la tormenta, quedarán encerrados allí indefinidamente; la mujer que cuida los baños; una chica de pocas palabras, que representa la fragilidad de la inocencia; y la mujer indígena, que solo puede comunicarse por medio de su dialecto, pero que pronto hace patente su inquietud ante lo que ocurre en el exterior y que ahora ha llegado al interior de la terminal. Finalmente, entran en escena el estudiante de medicina, quien tiene urgencia por asistir en la capital a la famosa marcha estudiantil a la que se ha estado convocando, y la elegante y refinada mujer, crítica gastronómica, que se presenta con su hijo enfermo que, además de depender de un extraño ventilador, sufre de crisis psicóticas controladas solo por su madre con la administración de un desconocido agente tranquilizador.
La historia empieza a torcerse cuando algunos de los personajes, luego de sufrir crisis convulsivas, presentan una especie de mutación facial, que, sin importar su género o edad transforma sus rostros en uno idéntico al de Ulises. Poco a poco, y con la excepción de los últimos en llegar, todos los personajes tienen la cara de Ulises. La crisis que inicialmente despertó los más altruistas sentimientos de ayuda por aquellos que convulsionaron, hace que estos se transformen en la cara de la desconfianza y el sentimiento de supervivencia ante el otro ajeno, pero a la vez idéntico. En la convulsa historia hay un rifle que va pasando de mano en mano, mientras que en las diferentes áreas de la estación se van conformando grupos de lucha que buscan, en primer lugar, salir vivos de la estación donde se cierne una amenaza tácita, al mismo tiempo que intentan comprender lo que está ocurriendo.
Aunque el guion en su estructura global demuestra la artificialidad de una historia que va poniéndose a modo; en lo individual, resulta absolutamente necesario y genuino seguir este modelo, pues cada personaje va exponiendo de una forma casi natural sus propios motivos y a través de sus propios rasgos característicos, lo que los va convirtiendo en arquetipos conceptuales, que sirven a la perfección para dar una fuerza de empuje que deja ver los efectos de su inercia en el desenlace.
El joven Ulises, que representa, en su afán por encontrarse con su esposa en labor, un motivo genuino y honorable para llegar a la ciudad, y que contrasta francamente con el de Irene, quien al huir manifiesta la vergüenza de dejar atrás aquello de lo que no se quiere hablar. En el otro extremo está Álvaro, el estudiante que representa el idealismo de la mentalidad colectiva, y que presume que su motivo es el más valioso de todos, pues es por el bien de la comunidad, el asistir a la marcha estudiantil. Es en ese justo momento donde la ideología del bien común desata la violencia del individuo, que ve en el que piensa distinto al enemigo de este bien gregario. Es imposible dejar de sentir una amarga empatía por el reproche que hace el idealista estudiante acerca de la obligación de acudir a la marcha, ante el conocimiento colectivo que el espectador tiene de la muerte a la que se enfrentarán todos los bien intencionados estudiantes. Ezban hace de esta secuencia un retrato en miniatura de la violenta confrontación entre los ideales juveniles y el no menos ciego autoritarismo del que cree ya saber lo que debe hacerse, y que dio pie a más de trescientos muertos en la Plaza de las Tres Culturas.
Cada uno de los personajes juega un rol definido dentro del guion, Ulises e Irene, que son los que sufren en su interior, son los elementos móviles, los peones que se mueven para darle dinámica a la torcida narrativa del cineasta. Álvaro es el polo opuesto, la furia encendida que echa a andar la violencia en la espiral, mientras que los tres habitantes de la estación son los catalizadores de los hechos; en ellos recae la responsabilidad de destapar la incertidumbre. El empleado es el ancla a la realidad, es la única pieza de cordura y centralidad, es el vínculo con el presente que ocurre fuera de la tormenta que a todos transforma. La indígena representa la sabiduría ancestral, ajena a ideologías de lucha social y de vínculos afectivos patológicos con el futuro o el pasado, ella hace su propia lucha por sacar el mal que aparentemente solo ella ha visto de frente. La chica del baño, inocente personaje sin motivos y sin ideales, se mueve a donde va la inercia, frágilmente recibe la maldición de verse en el callejón sin salida y sin herramientas para confrontarlo. Finalmente, la llama de la desgracia, el chico enfermo e inestable, el lobo vestido de oveja, que transforma todo a su alrededor bajo la única fuerza de su capricho, y a su lado, su madre, solapadora y dominada por el mismo temor de perderlo.
El guion de Ezban está matemáticamente conformado al más puro estilo de un experimento de laboratorio. Mientras transcurren los hechos, ocurren las transformaciones y vamos viendo la respuesta de cada personaje ante la despersonalización y la incertidumbre. De esa manera, va creciendo indudablemente la sensación de estar observando un laberinto prefabricado, donde un científico, de dudosa cordura mental, ha puesto a ocho ratones a correr y luchar por encontrar la salida y a luchar entre ellos, colocándoles trampas absurdas en el contexto de una realidad coherente, pero que, en el contexto del experimento, despiertan interesantes respuestas que revelan quizás los verdaderos motivos para querer salir.
La estructura visual es inmejorable, y aunque se siente repetitiva y poco original, se vale de un diseño de producción absolutamente genial, que logra no solo reconstruir la época, sino el tenso ambiente emocional de esa madrugada de octubre. El formato en blanco y negro, con una paleta de grises azulados intencionalmente desdibujados, deja recovecos y sombras constantes, donde se percibe el mal ocultándose. Ezban aprovecha los recursos fílmicos para mantener la tensión como una constante en cada secuencia. La construcción formal es muy eficiente y va encaminada a crear esa sensación de enjaulamiento y de laberíntica carrera, con callejones sin salida en cada área de la estación, así como la constante percepción de ser observados para anotar sus reacciones. El marmolado del suelo evoca la repetitiva marcha de los pensamientos durante las crisis de psicosis; los personajes transitan por estados alterados no solo físicamente, sino afectivamente, y juegan sobre este tablero movidos por la mano invisible del loco que observa. En general la historia es de gran solidez y funciona por la cohesión que Ezban ha hecho de las secuencias y el balance que ha puesto en cada personaje y en sus relaciones con los otros. Los eventos transcurren con la discreta artificialidad que demanda el género del horror, pero sin abusar de la innecesaria sorpresa. Finalmente, aunque Ezban resbala de manera imprudente, cayendo en la tentación de recurrir al fenómeno paranormal gráfico y explícito, la absoluta y demandada necesidad de una explicación al extraño fenómeno llega a su debido momento y de una manera tan natural, que en tan solo una secuencia, el cineasta revela todo lo que ha ocurrido en la película y en el ideario del espectador.
Los parecidos juega con la cordura del público, poniendo a prueba la verdadera identidad de los arquetipos humanos cuando estos se llevan a situaciones límite. El filme en general debe leerse como un experimento controlado, donde está bajo caprichosa observación aquello que mueve al hombre. Ezban encontró como resultado final que, al aplicar la despersonalización como un elemento desestabilizador de los protagonistas, quedan expuestos sus motivos internos, y la lucha por el bien gregario se transforma en la batalla por la supervivencia. Pasada la tormenta, y habiendo superado el agobiante episodio en la estación, el cineasta no pierde la oportunidad de hacer un guiño a su obra previa y de resaltar, con elegancia y sin ser demasiado incisivo, que la tragedia de Ulises y de sus acompañantes tiene poca relevancia real, a la luz del tan próximo evento que dejará teñidas de sangre las páginas de la historia de México.
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