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Las relaciones entre historia y cine: Carlos Saura cronista español contemporáneo
Tradicionalmente, muchos historiadores han mantenido cierta desconfianza hacia las representaciones históricas en la gran pantalla al considerarlas distorsionadas e inexactas. Pero esta aprensión se ha ido paliando con el tiempo gracias a algunos historiadores que han defendido el enorme valor como documento histórico que tiene un film. Uno de los pioneros en abordar esta cuestión fue Siegfried Kracauer. A mediados del siglo pasado, publicó De Caligari a Hitler: Una historia psicológica del cine alemán, un estudio psicológico y sociológico sobre la producción cinematográfica alemana del período de entreguerras, en el cual observa unas preocupaciones, temas y personajes que prefiguraban el espíritu del nazismo, sosteniendo que el cine de una nación refleja su mentalidad de forma más directa que ningún otro medio artístico.
Entonces, toda película, sea ficción o documental y trate el pasado, presente o futuro, es un reflejo del contexto en el que se produce. Incluso, muchas veces, aquellas que se inspiran en una época pasada suelen hablar más de cómo es la sociedad que las ha realizado que del referente histórico que pretenden recrear. Por ejemplo, Juan Manuel Orgaz señala que El reino de los cielos (Kingdom of Heaven, Ridley Scott, 2005), ambientado en las cruzadas del siglo XII, tiene más que ver con la contemporaneidad que con la Edad Media, ya que el film defiende el diálogo y la convivencia entre el mundo islámico y el cristiano, en el contexto actual de tensión en que se encuentran.
Uno de los principales teóricos en este campo es Marc Ferro, quién valoró el cine como agente histórico y como fuente documental, especialmente en una cultura de masas en la que la imagen precede a la palabra. Por ejemplo, argumenta que muchas películas soviéticas de los años 20 le sirvieron para entender la vida y comportamiento de los habitantes de la ciudad y el campo de una forma más directa que la historiografía tradicional. Así, Ferro defiende que el cine puede establecerse como una especie de “contrahistoria” de la historia oficial. Siguiendo la línea de Marc Ferro, el historiador y crítico cinematográfico José María Caparrós Lera, uno de los fundadores del grupo Film-Historia de la Universidad de Barcelona, propone una clasificación del cine histórico de ficción o argumental.
En primer lugar, se encuentran los filmes de reconstrucción histórica, aquellos en los que, sin la pretensión directa de hacer historia, subyace un importante contenido social que refleja la sociedad del momento. Por ejemplo, gran parte de la filmografía de Éric Rohmer plasma el comportamiento de la juventud intelectual francesa pequeñoburguesa. En segundo lugar, filmes de ficción histórica, aquellos que narran acontecimientos del pasado o las vidas de personajes importantes con un enfoque novelado del relato, normalmente con una visión idealizada y sin que la rigurosidad sea un fundamento. Son, por excelencia, muchas de las películas de género de Hollywood. Y por último, filmes de reconstitución histórica. Categoría a medio camino entre las dos anteriores, recoge las películas que sí que tienen la voluntad de hacer historia reconstruyendo un hecho histórico, eso sí, desde la subjetividad del propio cineasta. En este sentido, son unas propuestas que están más cerca de la operación historiográfica moderna que de los propios libros de divulgación. Un ejemplo perfecto son las películas que se han hecho sobre la Guerra Civil española desde diferentes perspectivas.
En el caso de la cinematografía española, podemos encontrar interesantes relaciones entre el la historia y el cine. Desde los inicios del franquismo, el cine, como medio de comunicación predilecto de las masas, fue utilizado como una herramienta ideológica y propagandística para inculcar los valores del régimen sobre la población. A lo largo de las casi cuatro décadas de dictadura, especialmente en las últimas, la relación entre la censura y el cine fue un tira y afloja que dependió de quién ocupara el puesto de la Dirección General de Cinematografía y Teatro.
La década de los 60 fue un período que experimentó cierta apertura, aunque solo fuese una especie de maquillaje cara al panorama internacional para demostrar que Spain is different. Esta pretendida modernidad por parte del régimen se vio reflejada en el cine, especialmente gracias a José María García Escudero, figura muy importante en la historia del cine español, que como nuevo director general promovió reformas más tolerantes respecto a la censura. También, fue muy importante el papel de productores independientes que incentivaron un cine diferente, como es el caso de Elías Querejeta. En este contexto, aparecieron nuevos cineastas que empezaron a realizar un cine con un enfoque renovado y con un lenguaje susceptible a diferentes interpretaciones para poder sortear la censura. Esta etapa se conoció como el Nuevo Cine Español y, a pesar de su corta duración y su escaso impacto en el público, supuso una importante oxigenación para el panorama cinematográfico. Entre sus integrantes, hay uno que destacó por la utilización de metáforas y simbolismos para soslayar el aparato de control franquista: Carlos Saura.
El director aragonés es una de las figuras claves de nuestro cine. Siguiendo la influencia de aquellos que empezaron a hacer un cine de disidencia, Berlanga, Bardem y Fernán Gómez, y de directores de corte más experimental, como Buñuel o Godard, consiguió realizar un cine moderno y de autor que, a través de un lenguaje elíptico y anfibologías, supuso una radiografía de la sociedad española del momento. La Caza (1965) es una de sus películas más representativas. Con un estilo realista, narra un día de cacería de cuatro hombres haciendo una parábola de la Guerra Civil y las heridas que dejó, revelando la naturaleza violenta de un régimen totalitario.
Los años 70 fue la etapa más prolífica del director, llegando a realizar ocho películas. Cabe señalar que, aunque la censura seguía vigente, esta década se caracterizó por un cine de oposición con un punzante discurso antifranquista que sí que logró conectar con el público y contra el cual poco podía hacer un régimen desgastado y jadeante. Durante este período, Saura continuó destripando el franquismo y la sociedad española con un cine metafórico, partiendo del análisis de la familia y la burguesía. Es este aspecto destaca Ana y los lobos (1972), tal vez su película más alegórica.
En un imponente caserón perdido entre la maleza de la sierra madrileña vive una esperpéntica familia. La madre (Rafaela Aparicio) está enferma y vive añorando tiempos pasados. Es excesivamente sobreprotectora con sus tres hijos. José (José María Prada), autoritario y militarista, Fernando (Fernando Fernán-Gómez), místico y religioso, y Juan, obsesivo y reprimido sexual, casado con Luchy (Charo Soriano), mujer a la que no desea y con la que tiene tres hijas. Este ambiente familiar quedará perturbado con la llegada de Ana (Geraldin Chaplin), una joven inglesa que acude para cuidar a las niñas.
Saura se inspiró en las convenciones de una España tradicional y católica en la fue educado: “He convertido a los personajes en prototipos inspirados en los tres temas de conversación tabúes cuando yo era niño, la religión, la política y el sexo, y que resultan ser aún las tres grandes prohibiciones de la censura española que continúa tratándonos como a niños”. Las metáforas no destacan precisamente por su sutileza pero eso no impide que actúen de forma potente y mordaz. La esperpéntica familia es una representación de la sociedad española: un padre ausente (Franco se encontraba en sus últimos años de vida), una madre castradora y controladora, y tres hijos que encarnan los valores del aparto ideológico franquista, la disciplina militar, la unidad familiar y el celo religioso. Asimismo, cada uno de los personajes ocupan unos espacios o portan unos objetos que son una extensión de su condición como símbolo.
José se encarga de mantener el orden y no duda en usar la violencia cuando sea necesario. Alberga un museo militar propio, en el que colecciona uniformes y armas de todo tipo que viste y luce por la casa. Hay un plano de José a caballo, vestido de militar, que nos remite rápidamente a la imagen del caudillo. Juan es el único de los hermanos que ha formado una familia, estereotipo de un burgués conservador. Su espacio es el despacho, habitación a oscuras en la que hay un proyector, sugiere que ve pornografía, y en la que mantiene relaciones a escondidas con las criadas. Obseso sexual reprimido, escribe cartas eróticas anónimas a Ana, así como se cuela en su habitación husmeando sus cosas. Su esposa Luchy, que apenas recibe atención, representa la condición social de la mujer reprimida, y sus hijas, la juventud adoctrinada en un régimen violento y perverso.
Fernando es el personaje más misterioso y complejo. En busca de una experiencia mística, se desprende de todos los placeres mundanos y se retira a una cueva cerca de la casa, la cual pinta de blanco, símbolo del ascetismo y la mortificación. Pese a parecer el “mejor hijo de todos”, así lo define su madre, el presunto anacoreta también esconde sus fetiches y corta el pelo y entierra a la muñeca con la que juegan las niñas. Estos tres lobos están amamantados por la madre, anclada en un pasado glorioso y enferma dependiente de unas criadas a las que trata con gran desprecio. Su espacio es el caserón, imponente aunque viejo, resquebrajado y aislado simboliza el régimen franquista autárquico desconectado del resto de Europa.
Este clima patológico y casi endogámico quedará patas arriba con la llegada de Ana. Es extranjera, lleva vestidos cortos y escucha música en radiocasete. Representa la modernidad europea que pone en peligro las costumbres y tradiciones españolas (personaje característico de los films de Saura que introdujo en Peppermint Frappe, 1967). Como mujer es todo lo opuesto a la madre de la familia, delgada, guapa, sin hijos y con aires de libertad. Su presencia desafiará la unidad familiar que cuida la madre, y los hijos empezarán a competir entre ellos para ganársela para sus deseos y obsesiones.
Todas las situaciones extravagantes e incluso violentas que ocurren en la casa no dejarán indiferente a Ana, que parece aceptarlas sin resignación e, incluso, cuando descubre el pasado de los hijos y, por tanto, el origen de sus fetiches, empezará a jugar con ellos con un tono burlesco. Así, se va tejiendo una tensión que estallará cuando Luchy, la mujer ignorada de Juan, pretenda suicidarse y, por tanto, se rompa esa unidad familiar. La madre exigirá a sus hijos que expulsen a la joven de la casa. Ana hará la maleta y abandonará la casa. Pero de repente, entre los matorrales salen los tres lobos y la ejecutan con acciones que son una extensión dramática de sus fetiches: Juan la viola, Fernando le corta el pelo y José le dispara un tiro en la cabeza.
La película reúne los rasgos característicos del cine autoral de Carlos Saura. Con un estilo realista impregnado de metáforas, construye una fábula que trata sus temas predilectos, la familia, la infancia, la religión, el sexo, la figura materna, la violencia y la muerte, teniendo como trasfondo la dictadura. De esta forma, consigue hacer una radiografía crítica de la sociedad española franquista.
Volviendo a las relaciones entre cine e historia y a la propuesta clasificatoria de Caparrós Lera, podemos incluir a Ana y los lobos en los filmes de reconstrucción histórica. Evidentemente los hechos que narra no ocurrieron, pero bajo la fábula yacen aspectos sociales que nos brindan información de la sociedad del momento, aunque sean desde la visión de Saura. Tampoco, la forma tradicional de historia escrita se escapa de la subjetividad del historiador. Esta consideración nos plantea un interrogante interesante: ¿Si el cine pueden ser una fuente documental, puede el cineasta ser un historiador?
Robert A. Rosenstone, un importante teórico en el campo de las relaciones entre cine e historia, defiende la figura del historiador cinematográfico. Sostiene que algunas de las formas de realizar la disciplina histórica a través del lenguaje cinematográfico son, entre otras, el desdoblamiento de personajes, las metáforas y la sintetización de realidades culturales y sociales diversas en personajes arquetípicos. Como hemos visto, Carlos Saura pretende representar la sociedad española franquista a través de dichos recursos y claves.
Resulta muy delicado establecer respuestas claras a la posibilidad de ejercer el oficio de historiador a través del formato audiovisual. Es todo un campo por explorar, en el que las conclusiones son nuevos interrogantes. Pero no hay duda de que, de la misma forma que los films expresionistas de los años 20 reflejaron la mentalidad alemana en la que se dio la ascensión del nazismo, el Nuevo Cine Español de los años 60 y el cine de oposición de los años 70 son un reflejo de la sociedad española del momento: por un lado, los últimos suspiros de un régimen fascista castrador que se aferraba a sus tradiciones y costumbres y, por otro, una parte de la población que demandaba aires frescos de libertad. Carlos Saura es un cronista contemporáneo que ha sabido trasladar este escenario al medio cinematográfico.
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