Críticas
Contrastes
El infierno del odio
Tengoku to Jigoku. Akira Kurosawa. Japón, 1963.
Akira Kurosawa realizó su cuarta incursión en el filme noir con El infierno del odio, tras El ángel ebrio (Yoidore tenshi, 1948), El perro rabioso (Nora inu, 1949) y Los canallas duermen en paz (Warui yatsu hodo yoku nemuru, 1960). Es la adaptación de King’s Ransom, una novela negra de Ed McBain. Se traslada la acción a la época del desarrollo económico de Japón tras la Segunda Guerra Mundial. Kurosawa tenía la convicción de que con un guion malo ningún gran director puede hacer una película atractiva; no obstante, si es bueno, puede llegar a la obra maestra. Es justo lo que sucede en este largometraje, basado en un guion excelente, sin fisuras y repleto de contrastes. Un guion dividido en movimientos y tiempos como una sinfonía. Pero además, la maestría del realizador debe extenderse a “la preparación de actores, los cámaras, la grabación de sonido, la dirección artística, la música, el montaje, el doblaje y la mezcla de sonido”. Ningún aspecto que no dominara el autor.
Kingo Gondo (Toshirô Mifune) es un empresario acaudalado. Vive con su mujer y su hijo de alrededor de nueve años en una mansión, situada en lo alto de una colina. Desde arriba, puede observar los suburbios, zonas de la ciudad mugrientas y deprimidas. Pero lo que se puede ver desde la opulencia de arriba, también puede ser registrado desde abajo, desde la perspectiva de quienes residen en las casas más humildes. Un cielo y un infierno que se hacen patentes tanto en el título original en japonés, Cielo y tierra, como en su traducción al inglés, Arriba y abajo. Diferencias sociales que se detectan día a día, mes a mes, año a año. Gondo es un hombre hecho a sí mismo, que surgió desde la nada. Y le gusta observar con deleite y satisfacción el increíble salto al que le ha llevado su tenacidad y esfuerzo. Cabe decir que también ayudó la dote de su mujer, de procedencia acaudalada. La trama se centra en la equivocación que se produce al secuestrar al hijo de su chófer en lugar de al propio.
La película se compone de dos partes bien diferenciadas, divididas por la trepidante escena de intento de entrega del rescate. Y se remata con un final digno de engrandecer cualquier obra, abierto a demasiadas interpretaciones. En la primera, predomina la puesta en escena teatral, con una cámara muy estática y que se mueve, sin prisas, para seguir a los personajes. Unos trávelin que huyen de los zooms que tanto abominaba el director, al considerar que hacen patente la presencia de la cámara. Se desarrolla prácticamente en una sola habitación. En el rescate nos montamos en un tren, claro homenaje a la película que más impresionó a Kurosawa, La rueda, de Abel Gance (La roue, 1923). Una rueda del destino simbolizada en la de las locomotoras, llevadas a pantalla con cortes muy rápidos y vertiginosos. Con la segunda parte, se adopta un tono semidocumental que sigue con rigor la investigación policial. Con radicales cambios de ritmo aborda dinámicamente las pesquisas, dejando de lado el punto de vista de Gondo. En cuanto al final, merece comentario aparte.
Como subraya Jean Mitry, si deseamos obtener una captación total de las cosas, resulta imprescindible, además de experimentarlas desde la fijeza del montaje y la movilidad del trávelin, considerarlas desde muchos ángulos. Y el maestro japonés lo hacía mediante la colocación de diversas cámaras en una misma escena. Para el director, “la peor cosa que puede hacer un actor es mostrar que sabe dónde está la cámara”. Con el uso de varias, se evita la tentación de que el intérprete deduzca cuál es la que está rodando. Por otra parte, las películas surgen para Kurosawa en su deseo de “decir algo determinado en un momento determinado”. Y en esta ocasión, lo que pretendía era denunciar la baja pena que podía alcanzarse por secuestro en su país, en el que los secuestradores tenían el límite de tres años de cárcel si la víctima no muere. Justamente, lo que se consiguió con ella fue el aumento de secuestros en Japón. Lo que lleva a la necesaria reflexión sobre la oportunidad de alcanzar ciertas sonoridades en asuntos muy delicados.
Los temas que aborda El infierno del odio se despliegan como una verdadera cartografía de la naturaleza humana. Desde arriba culpabilidad, admiración, responsabilidad, gratitud, egoísmo, generosidad, codicia…; desde abajo, el rencor, la venganza, la envidia, la impotencia, el odio… Sí, ante todo el odio del título, una aversión hacia el otro, que en este caso es genérica, además de incontrolable. Y nos metemos, cómo no, en territorios del azar. ¿Por qué yo? ¿Por qué en mí lo absurdo? ¿Por qué soportar lo arbitrario desde la propia inocencia? ¿Por qué ceder a lo disparatado? Desatinos que deben enfrentarse desde el egoísmo a la generosidad, desde la mezquindad al humanismo, en una fina cuerda que puede romperse en cualquiera de los extremos. Y no se olvida, con respecto al capitalismo, el asunto de la codicia. Ya sabemos que las empresas no son instituciones benéficas; pero, ¿dónde se encuentran las barreras entre voracidad y beneficios? Además, quizás debería darse una vuelta sobre la necesidad de repartir la riqueza o, por el contrario, la de expandir la pobreza. Algunos políticos deberían meditar sobre ello.
En el filme se encuentran escenas de excelente calidad escénica y profundos contenidos. Recodamos aquí aquella entre brumas, en la opacidad y neblina de un “callejón del drogadicto”. Un momento que nos lleva al mundo de las pesadillas desde una penosa realidad; hombres y mujeres que se mueven como zombis con la desesperación de su abstinencia. También nos acordamos de aquel bar o club de alterne en el que cuerpos se van amontonando y movimientos acelerando, mientras tomamos conciencia de la época histórica en la que nos situamos. Justo aquella, tras la contienda bélica, en la que la presencia de los ganadores en territorio de los perdedores todavía era demasiado nutrida (no deben pasar por alto la vestimenta de las camareras).
Los abismos entre las clases sociales han tenido una presencia constante en la filmografía de Kurosawa. En Un domingo maravilloso (Subarashiki nichiyôbi, 1947) ricos y pobres comparten pantalla como espejo cinematográfico en el que se refleja el desprecio de unos hacia los otros; en Duelo silencioso (Shizukanaru Kettô, 1949), los desgraciados enfermos ya empiezan a hacerse patentes desde la comprensión subjetiva del médico; en El ángel ebrio (citado con anterioridad), la miseria se simboliza, al igual que en El infierno del odio, con un charco inmundo. Distancias inevitables, dualidades que marcan la estructura narrativa. Claustrofobia y confusiones que se expanden más allá del error en el secuestro. El intercambio de ropas también puede hacerse con la moralidad o la riqueza. Voluntariamente o no. Las cortinas de la mansión son incapaces de actuar como telón ante un mal que funciona como Gran Hermano, como una exposición buscada que no se puede clausurar según voluntad propia. Thriller y psicología se dan la mano en esta exploración de los más oscuros e íntimos recovecos del alma humana.
Estamos ante un filme que dialoga entre el bien y el mal, que exprime los límites entre ambos extremos. Y creemos que no nos encontramos únicamente ante una película policíaca excelente en la que la intriga no disminuye, como sostuvieron algunos críticos en su estreno. Al suspense, hay que unir el drama psicológico. Y toca centrarse aquí en esa soberbia y enigmática escena final. Víctima y secuestrador separados por un cristal en el que las caras de ambos se funden. ¿Son puestos intercambiables? ¿Cualquiera podría estar en el lugar del otro? ¿La suerte debe unirse a otros factores como la constancia y el esfuerzo? Planos y contraplanos se van alternando, hasta desembocar en una súbita separación entre ambos mediante la bajada cortante e inalterable de la persiana que los separa. Los dados ya están echados. Y el destino no es lo que podría haber sido, sino lo que ha resultado. El repliegue de una/as vida/s desde fuera de nosotros hasta nuestro interior. En un mundo caótico, el hombre se mide según las decisiones que toma. También, una conciencia de la propia insignificancia tan característica del budismo zen.
Tráiler:
Ficha técnica:
El infierno del odio (Tengoku to Jigoku), Japón, 1963.Dirección: Akira Kurosawa
Duración: 143 minutos
Guion: Hideo Oguni, Akira Kurosawa, Ryuzo Kikushima, Eijiro Hisaito
Producción: Kurosawa Production Co., Toho
Fotografía: Asakazu Nakai, Takao Saito
Música: Masaru Satô
Reparto: Toshirô Mifune, Tatsuya Nakadai, Kyôki Kagawa, Tatsuya Hihashi, Isao Kimura, Kenjirô Ishiyama, Takeshi Katô, Takashi Shimura, Jun Tazaki, Nobuo Nakamura, Yûnosuke Itô, Tsutomu Yamazaki