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Festival de San Sebastián 2023 – Sección Oficial y Palmarés

No hay edición del Festival de Cine de San Sebastián que, a pocos días de su comienzo, la polémica más aviesa no asalte a su organización. En esta ocasión la controversia estuvo centrada en el pase y presentación del documental No me llame Ternera (2023), codirigida por el incisivo periodista español Jordi Évole (que a lo largo de su carrera ha forjado su propio personaje de tenaz y afilado informador) y Màrius Sánchez. Una carta con 500 firmas acuñadas por una tropa variopinta de gente de la cultura, políticos y personas de otros ámbitos protestaban de modo airado, sin haber visto la película, por la inclusión de este trabajo de no ficción en la programación del festival. Hay que recordar que la figura puesta delante del foco de la cámara es la de Josu Urritikoetxea, más conocido como Josu Ternera, uno de los líderes más sanguinarios de la banda terrorista ETA. Évole somete a una entrevista al pistolero para sonsacarle respuestas a su zona moral más oscura y terrible.

José Luis Rebordinos, director del certamen donostiarra, acostumbrado y cuajado para encarar cualquier altercado que suscite rabia y desafuero (hace dos años le cayó una lluvia de críticas por permitir que al actor estadounidense Johnny Depp, envuelto en acusaciones de violencia de género, le fuera entregado el Premio Donostia), salió en defensa de la presencia del largometraje aduciendo que las palabras del terrorista y el tono del entrevistador no pretenden blanquear la imagen de un villano ni tampoco de la banda criminal a la que pertenecía.

Rebordinos, con la sensatez y la calma que muestra y le precede, trató el asunto con la profesionalidad que le caracteriza, sin meterse en charcos, y zanjó el asunto apoyando sin condiciones la libertad de expresión y razonando que su festival es una panorámica de proyectos de toda índole que no ensalza a matones.

En otros tiempos, concretamente en 2003, en el marco también de este evento cinematográfico, el realizador vasco Julio Medem presentó su documental La pelota vasca, la piel contra la piedra, que trataba el avispero político y social del País Vasco a través de más de sesenta entrevistas a personajes autóctonos y de otras geografías para articular un glosario heterogéneo de la comunidad vasca, atendido desde un montón de puntos de vista. La pieza del autor de Vacas (España, 1992) fue, en su momento, objeto de ataques y manifestaciones, acusando al filme de hacer propaganda a favor de ETA.

Por lo tanto, por una razón u otra, al festival de cine de San Sebastián, con creces el más destacado de cuantos se celebran en España, le persigue esa marejada bastante torticera sobrevenida en su mayoría del lado más conservador de la sociedad española, que levanta con proselitismo su garrote más reaccionario de manera anticipada y sin visionar el trabajo con el que se ensañan.

Fuera de la parcela del debate y la tensión que nada tiene que ver con el cine y con los guionistas, productores y realizadores de ambos sexos que nos proporcionan sus artefactos visuales y expresivos, la 71ª edición del Festival de Cine de San Sebastián se desarrolló desde el día 22 hasta el 30 de septiembre. La programación se conformó con sus habituales apartados, siendo la sección oficial a concurso y perlas de otros festivales las que acaparan la máxima atención. Lo cual no quiere decir que otras secciones también relevantes y muy importantes no sean objeto del interés del enviado especial.

Sí es importante subrayar que todos los bloques tuvieron su público. El espectador curioso y deseoso de empaparse de toda propuesta está con el ojo avizor y especialmente atento a las aportaciones de cualquier autor que con su dispositivo narrativo nos brinda una historia.

El tiempo climático acompañó al certamen, con temperaturas calurosas e impropias de comienzo de otoño en la zona cantábrica y el aspecto glamuroso, el de la alfombra roja, se notó empañado por la huelga de actores y guionistas estadounidenses. En el transcurso del festival, los reporteros recibimos la estupenda noticia del acuerdo alcanzado por los sindicatos que defendían los intereses de los gremios antes aludidos y cuyo pacto se consensuó en términos satisfactorios para los dos colectivos. Esta pugna por conquistar derechos de igualdad y equiparación no evitó que actrices relumbrantes, como Jessica Chastain, se acercaran a la ciudad para recabar flashes y selfies, añadir estrellato y, de paso, presentar uno de sus últimos trabajos, Memory (EUA, 2023), del cineasta mexicano Michel Franco.

Antes de reseñar el material visto durante los intensos y extenuantes nueve días de cine en San Sebastián, mencionamos que EL ESPECTADOR IMAGINARIO tuvo a tres de sus críticos: Ana Ferrá, Pilar Roldán Usó y un servidor, quienes en distintas promociones cursamos el Máster de Crítica Cinematográafica de Aula Crítica en su campus digital y on line, pululando por las salas de proyección como acreditados. Por allí nos vimos las caras y pudimos cambiar impresiones de lo que íbamos visionando.

El trabajo que fue considerado el mejor de la sección oficial y que obtuvo su máximo galardón, la Concha de Oro, a juicio del jurado internacional, presidido por la realizadora francesa Claire Denis, fue O corno, primera producción gallega en ganar tan importante reconocimiento.

O corno, dialogada en varios idiomas, preferentemente gallego, es un escueto y poderoso drama rural dirigido por la cineasta vasca Jaione Camborda. La guipuzcoana se instaló en Galicia hace una década y quedó imantada de su paisaje, sus gentes y sus vivencias. En esa tierra fronteriza con Portugal, sitúa una relato de sororidad femenina. Ambientada a principios de los años 70, cuando el tardofranquismo todavía estrangulaba, Jaione propone, con un toque penetrante y fotografía muy ajustada en tonos oscuros, un argumento de mujeres. Abnegadas chicas, trabajadoras, entregadas casi todas ellas a las labores del duro esfuerzo en el campo compartido con las permanentes tareas domésticas. Eran tiempos difíciles, de mucho coraje y de gran resistencia. Había que aguantar el machismo rampante y saber adaptarse a una geografía, sobre todo la de las aldeas, muy exigente. Aún así, la vida debía fluir, con más o menos problemas, y este largometraje trata precisamente de eso, de la vida. Y la vida, el nacimiento y todo lo que viene después, es una cualidad de las mujeres, capaces de todo, de parir, educar, limpiar y madrugar para salir al campo o al mar para sobrevivir.

La película tiene una estructura circular. Comienza con una escena de un parto. Dura más de cinco minutos y su directora, con planos cortos, capta el esfuerzo y el dolor del alumbramiento. Apenas dos mujeres atienden a la parturienta y todo se desarrolla en un ambiente desnudo, sin adornos, propio de la gente de campo. En esta secuencia, filmada con tacto y captando el suplicio de sacar un ser vivo de la barriga y rematado con la felicidad del final dichoso. Una de las mujeres que está en la habitación es María (Janet Novas, en su primer trabajo para la pantalla grande, bailarina de profesión), que sabe lo que es que una embarazada esté pariendo. Porque ha echado una mano a muchas, aunque ella no haya pasado por esa experiencia por motivos que no conviene revelar.

Este personaje se va a convertir en el centro del relato. María es una mujer solitaria y vive apartada; pero es un ser muy querido. Cuando una adolescente del pueblo queda embarazada y la chica acude a ella para que la libre del feto, pone en práctica sus conocimientos sobre el aborto. Este desafío, en una área de aldeanos, era un riesgo tremendo. Eran años duros y el yugo de la represión por cualquier acto incívico era duramente castigado. La tarea sale mal y María debe huir y refugiarse en el país vecino, Portugal, para labrarse un porvenir y futuro más agreste todavía del que deja atrás.

Sin embargo, esta obra de Jaione Camborda, en sus apenas noventa minutos, expresa, con escenas duras y realistas, la solidaridad y el afecto que vincula a las mujeres cuando el desarraigo y los infortunios amenazan la supervivencia. María ahora está en otro ámbito y en otra cultura. Pero esa condición de escapada y asentada en otro país no es muy severo cuando hasta una prostituta cede sus humildes cuatro paredes para que se gane la vida.

María representa a un tipo de mujer valiente y decidida. Refleja su pesar y sufrimiento con minimalismo. Se nota que no es actriz profesional y su trabajo es realista. Ataja en su locuacidad expresiva que es máxima y no se dispersa. El destino ha sido generoso con ella. En la estructura circular de la película, logra crear vida, con el mismo dolor del comienzo, pero ahora es ella misma la que pasa por el trance. Para Jaione la unión hace la fuerza y las mujeres son las que están ahí para ayudarse y hacer de este mundo un sitio, si se puede, mejor.

En las secciones oficiales a concurso predominan los dramas y los guiones más o menos severos. Las sonrisas cuesta expresarlas, porque pocas veces lo que transcurre en el lienzo blanco está pergeñado para la espontaneidad de la carcajada. El humor escasea pero no la ironía y el humor negro.

De las pocas películas que me hizo carcajearme por su absurdo disparate fue Fingernails (EUA, 2023), de Christos Nikou, que en su momento de estreno comercial aparecerá en la cartelera bajo el título de Esto va a doler.

Tiene buen reparto, encabezado por la actriz norteamericana, Jessie Buckley, siempre inmersa en conflictos sentimentales en la que le toca soportar a parejas mermadas o emocionalmente inestables. Aquí vive en sólida pareja con Ryan (Jeremy Allen White), pero en su nuevo trabajo, como consejera/terapeuta sentimental, conoce a un compañero, Hamed (Riz Ahmed), que desempeña la misma función que ella, por el que se siente atraído.

Lo curioso de esta comedia agridulce, cuya acción se ubica en los años ochenta, es la excentricidad de su cometido. El largometraje aborda el inacabable mundo del amor y la pareja. Pero aquí lo lleva a extremos grotescos y patéticos. En este sorprendente y alocado planteamiento está su mejor baza. Porque la finalidad de la trama es mofarse y ridiculizar las teorías sobre el porcentaje que una pareja tiene para que su relación funcione. Para saber el grado de afinidad, los solicitantes deben someterse a un corto pero insufrible test basado en gesto violento: les arrancan las uñas. La idea es desternillante y gruesa. Pero sin ningún tipo de rubor y miedo al espanto, Christos Nikou nos hace llegar la cara más cutre y delirante de las terapias. Y de paso, mofarse de los mismos expertos, que inseguros de sí mismos, acuden a la misma tortura para conocer su convergencia o su distancia.

Como no podía ser de otra manera, los daneses, en confluencia con los suecos, en un tanto por ciento muy elevado, construyen, según su rigor y estilo de vida, ásperos dramas que dejan ver su lado más siniestro y desasosegante. Su naturaleza, atribulada y repleta de pesares y traumas, es una especialidad tan suya y particular que han construido piezas tremendas.

De esta nacionalidad es Kalak (2023), de Isabella Eklöf, que ganó el premio de fotografía. La textura de su imagen, con grano y colores desvaídos, recuerda, salvando las distancias, a los minimalistas aportes del movimiento Dogma 95. Pero sin respeto a su nomenclatura y rigor. La cineasta localiza la acción en Groenlandia, una isla donde perderse y tratar de olvidar las villanías de la vida. El largometraje habla de horribles conmociones del pasado que necesitan ser liberadas para ser uno mismo y dejar atrás las partes más infames del ayer.

Isabella Eklöf va al grano desde la primera escena. Abre su historia con un joven echado en un sofá, con el torso desnudo y vistiendo solo el pantalón del pijama. Por la parte izquierda de la cámara irrumpe un personaje adulto. Se sitúa en el borde del butacón, le saca el miembro viril en perfecta erección y procede a hacerle una felación. Cambio de escena por corte directo y en la siguiente escena vemos al personaje principal, Jan (Emil Johnsen), que trabaja como enfermero en un hospital de una ciudad de Groenlandia, que está casado con August (Asta Kamma) y que tienen dos hijos.

La forma de ser, la manera de comportarse, las constantes salidas del hogar marital para buscar otras sensaciones sexuales con otras chicas, indican algo perturbador e intranquilo en el errático comportamiento de Jan. Se detecta cierto descontrol y una tara emocional grave. Consciente o inconscientemente no se da cuenta y no evalúa que su infeliz alma comete arbitrariedades que perjudican a los que le rodean.

Jan es un típico y característico personaje nórdico que no está en paz consigo mismo, que necesita una reflexión y proceder a exorcizar los demonios. La película husmea en el terreno de los abusos sexuales y el silencio por no proceder a la denuncia. Jan se siente culpable y toda la trama llena de congoja debe liberarla. Para alcanzar ese estatus de estar conforme consigo mismo atraviesa un proceso calamitoso y mal manejado hasta lograr una oportunidad, única, que le permite quedarse tranquilo y actuar en proporción al complejo que se le quedó en el alma.

La veterana cineasta española Isabel Coixet, con una ecléctica filmografía, se presentó en la sección oficial con Un amor (2023, España), para poner imágenes a la novela homónima de Sara Mesa sobre la soledad y las obsesiones (o no) sexuales.

La realizadora catalana recurre a la actriz Laia Costa para que interprete a Nat, un personaje huidizo, sin un carisma especial y agitada por la rudeza del entorno rural en el que se ha escondido. Nat es una traductora que ha sido testigo de las confesiones que los inmigrantes cuentan de su espantoso y crudo trayecto para llegar a un país civilizado. Por este motivo y quizás otros que desconocemos, Nat quiere aislarse y estar lejos del mundanal ruido. Para estar en otra dimensión y cerca de la naturaleza pura elige un asentamiento enclavado en un valle y entre montañas. Su idea de paz y confort espiritual se lo niegan los vecinos.

Nat ha alquilado un casa destartalada llena de goteras y grietas. Todos los desperfectos, que necesitan una reforma, como ella, son una metáfora de los sinsabores personales y de la intromisión de la que va a ser objeto. Lo que en apariencia era un refugio de tranquilidad y sosiego, poco a poco, se va convirtiendo en una prueba de aplomo y entereza frente a la hostilidad de un marco que, a ratos, semeja, salvando las distancias, a la brutalidad de los lugareños en Perros de paja (Straw Dogs, EUA, 1972), de Sam Peckinpah.

Nat es una mujer que, sin buscarlo, va a sufrir situaciones incómodas y agresivas. Da igual que sean patriarcales, como la que representa el propietario de la vivienda, un hosco primitivo misógino, el guapo vecino que piensa en el ligue o el satisfecho y pomposo matrimonio, cuyo chalet está cerca de su morada. Hay excepciones, un perro apaleado, que es una válvula equiparable a su frustración, pero el único socorrista que hace una función reparadora sin proponérselo es un tipo enorme como un armario, Andreas (Hovik Keuchkerian), de origen alemán, quien con una franqueza rústica le ofrece un trueque con el sexo como mediador (y liberador) que sirve de contrapunto, de alivio y de sujeción.

Personajes detestables y antipáticos, formato cuadrado, la vida en el campo nada halagüeña, la amarga existencia y las insatisfacciones del devenir cotidiano conforman un microcosmos cerrado que, para Isabel Coixet, la única solución es convertir el sexo en una vía atractiva como peligrosa.

De vacío se marchó de San Sebastián la película de nacionalidad francesa, Le Successeur (2023), de Xavier Legrand. El autor de la sobrecogedora Custodia compartida (Jusqu’a la garde, Francia, 2017) se adentra, en este caso, en un epígrafe que ya había salido en otros filmes de esta sección, los abusos sexuales.

Elías (Marc-André Grondin), modisto de prestigio y en la cresta de la ola de fama y popularidad, es avisado del fallecimiento de su padre. Se traslada a Montreal a resolver los trámites funerarios. En el sótano de la casa de su padre descubre una ominosa sorpresa.

La película tiene expectativas muy altas gracias a su hipnótico comienzo: un desfile de modelos rodado con vértigo, imaginación y talento visual. El arranque es a lo grande, fascinante, recursos, fotografía y música hechizan por su fortaleza expresiva.

Ya en territorio canadiense, Xavier Legrand se acomoda en el thriller perturbado para describir secretos abyectos. A Elías le coincide su triunfo como diseñador con la aberración de su progenitor. El realizador filma una inquietante pesadilla acerca de los monstruos que cualquier sociedad puede tener camuflados como venerables vecinos y conciudadanos. El siniestro planteamiento se tuerce hacia la comedia negra por culpa de las ilógicas decisiones que adopta el creador de vestidos. Cuesta creer y comprender a Elías tomando una postura que se me antoja arbitraria. Claro, si el guion fuese convencional, los derroteros argumentales serían canónicos. Pero Xavier Legran opta por el suspense y el artificio más sutil. El grado de tolerancia hacia los giros del largometraje están articulados por la irrupción de personajes secundarios (la vecina y el amigo íntimo del finado), que convierten su presencia en artefactos ambiguos con resolución brutal. Pese a su desabrido y algo chanchullero guion, los McGuffins funcionan y, a veces, con contradictoria tribulación.

El asunto de los abusos a menores emerge otra vez, en este caso, bajo la mirada de un cineasta, Joachim Lafosse, acostumbrado a retratar momentos de crisis matrimoniales con picos de emoción y gravedad, plasmados en la pantalla con bastante ardor. Un silence (2022) es una producción belga con todos los atributos para lograr la conexión con el espectador. Un tema rasposo, de máxima atención y denunciable, un reparto brillante (Emmanuelle Devos y Daniel Auteuil) y la firma del responsable de Un amor intranquilo (Les Intranquilles, Francia, 2021).

Sin embargo, el resultado es desconcertante y me pareció algo gratuito. François (Auteuil) es un abogado de renombre, acusado de pederastia. Su mujer, Astrid (Devos), conoce las anomalías enfermizas de su esposo. Pero por el bien del confort social y económico, se calla como una bellaca.

Este trabajo de Lafosse, como otros comentados aquí, gozan de inicios elaborados para generar incertidumbre y desasosiego. Hasta que el metraje no alcanza, al menos, la media hora, carecemos de asideros para atar cabos. La estructura no lineal, su tono villano y la dudosa actitud de los personajes principales te mantienen en modo detectivesco, para rellenar los muchos huecos que la acción deja en su discurrir narrativo.

En cuanto las putrefactas entrañas dejan ver el lado más siniestro de François, Un silencie se torna visceral y su repelente trama afronta la pedofilia. Aquí tenemos a otro monstruo que ocupa una posición privilegiada, sometido a la presión de la prensa y a nuevos cargos contra él.

François ha hecho su particular travesía por el desierto, penando por su delito e intentando redimirse, intentando contener su patología. Pero para Joachim Lafosse, su criatura masculina es un tipo al que juzga y no perdona, lo inmola. Más grave es, si cabe, el juego de Astrid, a quien el director con el título de un silencio le otorga su parte de responsabilidad al acometer la cobardía como dañina para denunciar la depredación sexual.

Película de autor, contada sin concesiones, triunfa en el polo actoral y desprende turbación en su desarrollo. La confusión inicial queda reconducida y aparecen elementos siempre crispados en relación al meollo central, que dejan una sensación de que nadie está libre de pecado, y no en un sentido cristiano.

La determinación, el coraje, la astucia y la resolución de un conflicto a favor de las chicas se deja sentir en la producción australiana The Royal Hotel (2023), de Kitty Green. Una película cuya acción se sitúa en el interior de Australia, en el típico y socorrido paraje en medio de la nada, donde dos jóvenes novatas en el tema laboral aceptan una propuesta de trabajo que perfectamente hubiesen podido rechazar, pero las necesidades de dinero las empuja a aceptar.

Un consentimiento casi a ciegas que conduce a Hanna (Julia Garner) y Liv (Jessica Hanwick) a incorporarse como camareras en el Hotel Royal, ubicado en un lugar recóndito, rodeado de serpientes y más feo que el infierno. Un establecimiento decrépito y destartalado, cuya clientela está compuesta de hombres, operarios de una empresa cercana, aficionados a la cerveza y ávidos de sexo.

Cuando llevas una vida desordenada, de parranda, bebida y ligue y la tarjeta de crédito no atiende las necesidades básicas hay que pasar al lado del contrato laboral. Una situación normal y corriente, salvo cuando cuando un sí se convierte en una experiencia arriesgada y, más tarde, temeraria.

Película terrosa, como la localización, bañada por una fotografía arenosa, de color ámbar, como el tono de la cerveza y de fisicidad muy austral. El arranque de la historia se asemeja al filme Bar Coyote (Coyote Ugly, 2000, EE UU), con chicas sirviendo detrás de una barra y otras bailando encima del mostrador de manera provocativa.

Todo en un ambiente de alcohol desenfrenado y presencia de hombres poco delicados y nada sensibles. En este tugurio, a cientos de kilómetros de la civilización más cercana, las dos amigas tratarán de ganar algo de dinero y lidiar con machos rijosos.

Hanna y Liv se muestran empáticas y disciplinadas. Pero el clima es amenazante, ven peligrar su integridad y deberán encarar el agobio mostrando sus armas de mujer. La película es convencional, adivinas su progresión y anticipas todos los giros. No hay sorpresa. Los tipos son aborrecibles y fastidiosamente vulgares, de instintos básicos, y las chicas, ante la adversidad, forjan un temperamento luchador que las lleva a adoptar medidas disciplinarias contundentes.

Palmarés completo de la 71ª edición del Festival de Cine de San Sebastián:

Concha de Oro a Mejor Película: O Corno, de Jaione Camborda

Concha de Plata a la Mejor Dirección: Tzu-Hui Peng y Ping-Wen Wang por Chun Xing/ Un viaje en primavera

Concha de Plata a Mejor Interpretación Principal: Tatsuya Fuji por Great Absence y Marcelo Subiotto por Puan

Concha de Plata a Mejor Interpretación de Reparto: Hovik Keuchkerian por Amor

Premio Especial del Jurado: Kalak, de Isabella Eklöf

Premio del Jurado a Mejor Guion: María Alché y Benjamín Naishtat por Puan

Premio del Jurado a Mejor Fotografía: Nadim Carlsen por Kalak

Premio Nuev@s Director@s: Bahadur the brave, de Diwa Shah

Premio Horizontes: El castillo, de Martin Benchimol

Premio Zabaltegi: El auge del humano 3, de Eduardo Williams

Premio Zabaltegi Mención especial: El juicio, de Ulises de la Orden

Premio del público: La sociedad de la nieve, de Juan Antonio Bayona

Premio del público a la mejor película europea: Io Capitano, de Matteo Garrone

Premio Irizar al cine vasco: El sueño de la sultana, de Isabel Herguera

Premio Euskolabel: Latxa, de Mikel Urretabizkai

Premio Otra Mirada: The Royal Hotel, de Kitty Green

Premio de la Cooperación Española AECID: La estrella azul, de Javier Macipe

Premio Mejor Película Culinary Zinema: La passion de Dodin Bouffant, de Tran Anh Hung

Premio Feroz Zinemaldia: Un amor, de Isabel Coixet

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