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El estilo trascendental en la era de Tik-Tok

“Me di cuenta de que había un puente entre la espiritualidad en la que me habían educado y el cine “profano” que me gustaba. Y era un puente de estilo, no de contenido. La gente de la Iglesia había estado utilizando películas  desde el principio para ilustrar creencias religiosas, pero esto era algo diferente. La convergencia entre cine y espiritualidad tendría lugar en el estilo, no en el contenido. En el Cómo, no en el Qué.”

Estas palabras pertenecen a la introducción de Paul Schrader a la versión revisada de su libro Trascendental Style in Film (2018) que publicó originalmente en 1974, cuando solo tenía 24 años. La nueva introducción lleva por título Rethinking Trascendental Style y es un gran esfuerzo de síntesis de la evolución durante los últimos cincuenta años de lo que él acertadamente llamó “estilo trascendental” refiriéndose al de tres autores: Yasujiro Ozu, Robert Bresson y Carl T. Dreyer. La tesis del libro era que el cine posibilita una experiencia trascendental independientemente de su contenido; la espiritualidad no está en el “texto” de la película sino en la experiencia del espectador. La elección del adjetivo “trascendental” es importante; Schrader lo elige porque “espiritual” es un término muy condicionado culturalmente y relacionado sobre todo con creencias. La experiencia trascendente para Schrader es más abierta, no es necesario que espectador ni cineasta compartan o transmitan ningún tipo de creencia, tampoco que el espectador sea una persona espiritual o se haga más espiritual por el visionado de la película. Trascender significa acercarse al misterio, lo que Antonin Artaud describía como “…una puerta abierta que los lleve a un lugar al que nadie hubiera consentido en ir, una puerta simplemente ligada con la realidad.” La experiencia trascendente es poética, es más la sensación de estar a punto de entender algo que la de entenderlo. Schrader delimita así una experiencia cinematográfica que puede ser espiritual en un sentido amplio y que está basada en propiedades que son únicas del cine y la diferencia de otras experiencias relacionadas con la espiritualidad pero muy distintas, basadas en otras propiedades del cine. Por ejemplo, una película de tema espiritual como Kundun (Martin Scorsese, 1997) sobre la vida del decimocuarto Dalai Lama, que incluye tanto un retrato antropológico-religioso del lamaísmo como un relato sociopolítico de la invasión china del Tibet, proporciona una experiencia estética e intelectual, y puede ser instructiva para cualquier persona interesada en el budismo o en las tradiciones espirituales pero su técnica es convencional aunque lo sea de forma magistral ¡se trata de una película de Scorsese! La abundancia de estímulos y de información visual, el montaje y los encuadres que guían la atención del espectador cada momento, la música omnipresente que nos indica el tono emocional que corresponde a cada escena…todo corresponde a un cine narrativo que Scorsese domina a la perfección. La experiencia es gratificante pero pasiva, agradable, se nos exige poco, se nos da todo. No es estilo trascendental. Sin embargo hay luminosos ejemplos en los que forma y contenido van de la mano, como Paths of the Soul (Zhang Yang, 2015) una película que es como un ejercicio de meditación en la que la cámara sigue a un grupo de peregrinos budistas que caminan haciendo postraciones cada pocos pasos en su viaja a pie a Lhasa. No se nos dice nada, no se nos enseña nada, no se nos propone admirarlos ni juzgarlos, solo se nos invita a caminar con ellos. Es estilo trascendental, fascinante para algunos, mortalmente aburrido para muchos.

Desde que Ozu, Bresson y Dreyer inspiraron a Schrader a definir el estilo trascendental, el cine ha cambiado mucho y la sociedad también. ¿Tiene sentido hablar de cine trascendental en la era de Tik-Tok? ¿O quizá lo necesitamos más que nunca? Lo que fue una investigación ¿puede haberse convertido en medicina? En estos años ha ido adoptando varias formas: trascendental, slow cinema,  cine no narrativo, espiritual…pero siempre podemos identificarlo por lo que propone al espectador: una oportunidad para ejercitar su atención de forma activa, para atreverse a una mirada no convencional. En sentido opuesto, un cine que solo pide al espectador que rinda su atención, que se deje secuestrar por una narración en el fondo idéntica a muchas otras narraciones y que responda de la forma prevista a una avalancha de imágenes y sonidos tan avasalladora que no deja espacio a la imaginación. El espectador, de forma más o menos consciente, se presta al juego: ya que paga, quiere obtener su dosis de emociones, ya sean las sadomasoquistas del cine de terror o las amorosas de la comedia romántica. Por supuesto que ese consumo emocional  ha formado siempre parte del cine, que siempre tuvo mucho de entretenimiento, y no se trata aquí de juzgarlo, pero la lógica del capitalismo -y el cine es una industria- va en el sentido de generar la necesidad de un consumo cada vez mayor. Julian Jason Haladyn en un curioso  libro, Boredom and Art, explica el aburrimiento como una técnica consciente con la que ciertas tendencias artísticas intentan resistir a la pulsión productiva del capitalismo. En la dirección opuesta del cine de consumo hay otro que, a riesgo de aburrir, busca el “menos es más” de la imagen y el tiempo del cine para ofrecer una experiencia introspectiva, misteriosa, meditativa:

– Menos narración. Cuando la revista “Sight & Sound” tras una gran encuesta a críticos, declaró a Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles (Chantal Akerman, 1975) la mejor película de la historia, desplazando a Ciudadano Kane o a Vértigo, estaba reivindicando un cine no narrativo y encumbrando una película en la que, aparentemente, no pasa nada: un día en la vida de un ama de casa de clase media ¿qué interés puede tener comparado con la biografía de un magnate de los medios de comunicación? y, sin embargo, si uno tiene la paciencia de entregarse a su ritmo pausado, descubre que la serenidad y concentración con que esa mujer hace sus tareas quizá no sea tan diferente de la de un monje zen. Pero es el silencio y el espacio que da la película lo que nos permite jugar con esa chocante idea.

– Menos música: la banda sonora colorea emocionalmente una película, nos indica cuándo conmovernos o si lo que vemos es misterioso o épico. El cine espiritual reduce al mínimo el aporte emocional de la música, nos da la libertad de sentir cosas diferentes. Ha habido en los últimos años varías películas que se presentan como espirituales: Awaken (Tom Lowe, 2018), Baraka (Ron Fricke, 1992), todas ellas no narrativas, pobladas de imágenes bellísimas, pero la omnipresencia de una banda sonora de inspiración New Age satura nuestra atención y condiciona lo que se supone que debemos sentir. La experiencia es más estética que espiritual.

– Menos color: Gregory Colbert, en Ashes and Snow (2005) una inspiradora película poblada de seres vivos, humanos y no humanos, en un estado cercano al trance en plena naturaleza, está filmada en un color sepia que nos invita a mirar lo esencial, a dejar que nuestra imaginación coloree o no las imágenes. Despojado de color, el film no homenajea la naturaleza, busca el misterio de lo que ocurre entre nosotros y ella.

– Menos tomas, encuadres, montaje, menos gestualidad e intensidad en las interpretaciones: es interesante comparar con esta perspectiva dos películas del mismo autor, Pawel Pawlikowski. Ida (2013) y Cold War (2018). Ambas películas excepcionales, puro cine de autor en blanco y negro. Ambas austeras y elegantes en su cinematografía. Ida es exigente, nos da pocos puntos de apoyo, hay que estar ahí mirando la pantalla en una toma fija cuando el personaje desaparece de la imagen y seguir mirando el espacio vacío hasta que vuelve a entrar, hay que ejercitar la atención; y nada nos fuerza a empatizar con Anna pero desarrollamos un misterioso interés por ella. Cold War es apasionante y sexy, puro jazz y pasión, desde la primera escena en que oímos cantar a Joanna Kulig estamos atrapados. Ida es hermosa y trascendente, Cold War hermosa y apasionante. Ida puede aburrir, sí, pero también fascinar. Cold War solo puede emocionar. Misterioso cómo el mismo autor puede generar algo tan diferente utilizando parecidos recursos.

El mayor peligro de meditar es dormirse, porque hay que dejar que el pensamiento se acerque al aburrido vacío para que ocurra algo inesperado. No hay una fórmula segura para hacer un cine -o un poema- trascendente, solo quitar cosas y, así, arriesgarse a aburrir.

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