Investigamos
Ingmar Bergman, el viaje hacia su verdad
La herida es el lugar por donde entra la luz.
Rumi
I
No solo la obra de Ingmar Bergman es un mundo cargado de imágenes de su recorrido existencial, sino que su vida misma –desde sus orígenes, desde su infancia, hasta el final– puede ser entendida como una búsqueda constante de la trascendencia en su camino hacia la individuación.
Cuando el futuro gran director de cine nació, el mundo no había terminado aún con las matanzas de la Primera Guerra Mundial, faltaban aún cinco meses. En esa atmósfera lúgubre que asolaba a Europa, el pequeño Ernst Ingmar inicia su intensa aventura existencial, con una salud muy precaria. Él mismo relata, muchos años después, en su libro de memorias La Linterna Mágica (Tusquets): Sufrí toda una serie de enfermedades indefinibles; era como si no acabara de decidirme a vivir. La salud precaria –pronto comprendió que verlo enfermo era de las pocas cosas que conmovían a su madre, y aprendió a valerse de este recurso doloroso pero infalible para llamar su atención–, la cercanía a la muerte y, más adelante, el miedo, se instalaron muy pronto en su vida. Asimismo, a sus cuatro años, lo asaltó, con sorprendente intensidad, el demonio de los celos cuando una figura gorda y deforme se convierte en el centro de la vida familiar. Nace su hermana, lo echan de la cama de su madre y la atención de sus padres de desboca hacia esa masa informe que solo sabía dar alaridos. Junto a su hermano mayor planean deshacerse de aquel gusano. Ingmar es el encargado de ejecutar la acción; lo intenta con sus pequeñas manos, apretando el pecho de la bebé y luego la boca, cuando la agredida suelta un alarido y clava sus ojitos azules y húmedos sobre su agresor. Quizás este sea el primerísimo primer plano que Ingmar ve en su vida, con toda la carga afectiva que permanecerá indeleble en su memoria. El uso de primeros planos de rostros silenciosos, sufrientes, angustiados, sobre fondos sombríos, será una marca distintiva del lenguaje cinematográfico de este autor.
Casi toda nuestra educación estuvo basada en conceptos como pecado, confesión, castigo, perdón y misericordia, factores concretos en las relaciones entre padres e hijos y con Dios… Los castigos eran algo completamente natural, algo que jamás se cuestionaba. A veces eran rápidos y sencillos como bofetadas y azotes en el trasero, pero también podían adoptar formas muy sofisticadas, perfeccionadas a lo largo de generaciones.
Uno de esos castigos fue el germen de su particular creatividad. Lo encerraban en la oscuridad de un ropero. La cocinera sazonaba el horror, asegurando que allí había un pequeño ser que le comería los dedos de los pies. Ernst Ingmar descubrió que si escondía en un rincón una pequeña linterna, su miedo desaparecía. ¡Orientaba el cono de luz roja y verde hacia las paredes y se imaginaba que estaba en el cine!
La vida junto a su padre, Erik Bergman, un pastor luterano severo, castigador y frío, y a su madre, Karin Åkerblomuna, mujer que se mostraba distante o irritable frente a los requerimientos afectivos de su pequeño hijo –mi corazón de cuatro años se consumía en un amor fiel como el de un perro–, en una atmósfera cargada de religiosidad y moralidad austeras, dejó, pues, profundas y desgarradoras heridas en la sensibilidad peculiar de este niño sueco. Heridas por donde, eventualmente, conseguiría que, arte cinematográfico mediante, entrara la luz.
II
En el film Un verano con Mónica (Sommaren med Monika, 1953), hay un primer plano del rostro de Harriet Anderson, la actriz que personifica a Mónica, quien fuma y retira con sus dedos restos de tabaco de su boca –pequeños gestos que muestran lo que las palabras no dicen–. Muy pronto todo empieza a difuminarse a su alrededor, y quedamos solo con su cara, en un fondo completamente negro. Brevísimamente vemos el cuadro ampliarse para incluir el perfil del hombre que está con ella, y cuyo cigarrillo enciende con el suyo. Entonces, Mónica, con ojos húmedos, mira fijamente a la cámara: ¿nos busca, nos necesita, nos interpela? La soledad y la tristeza reflejadas en ese rostro, en esa mirada directa a nuestros ojos –que aparecerá reiteradamente en otros rostros, en otros films– parece mostrar la contradictoria condición de la angustia existencial del ser humano del siglo XX, simultáneamente aislado y en la búsqueda de otro; ateo y anhelante de trascendencia.
El problema de la muerte no aparece por primera vez en sus películas, sino en uno de sus cuadernos, donde ya, en 1938, escribe una pequeña historia, cuyo protagonista es interpelado por la muerte (una figura negra, de rostro blanco) sobre cuestiones centrales de la vida. La misma figura aparecerá repetidamente en varios de sus filmes.
En El séptimo sello (Det Sjunde Inseglet, 1957), ambientada en la Edad Media, Antonius Blok, caballero cruzado –personificado por Max von Sydow–, juega una partida de ajedrez con la mismísima muerte –a cargo de Bengt Ekerot–, que ha venido por él. Este juego propuesto por el caballero es su manera de ganar tiempo y encontrar un acto que le dé sentido a la vida, antes de partir definitivamente a ese otro viaje, después de haber pasado diez años en las Cruzadas. En el interior de Bergman se debaten el creyente y el escéptico, como Antonius y su escudero Jöns.
A pesar de la angustia existencial que recorre la vida y la obra de Bergman, en realidad, sus personajes se niegan a caer en la nada, se niegan a desaparecer; encuentran, en cambio, una rendija donde mantenerse. Si no en Dios, pueden refugiarse y mantenerse gracias al arte. Estos seres, además, se interesan y se preguntan por el otro, por los otros, por el sufrimiento del mundo en el cual viven: el nazismo y la guerra, en El huevo de la serpiente; la inmolación de un monje budista, en Persona y, posteriormente, en Pasiones; la inmigración y los campos de refugiados, en La vergüenza. Ese interés por los otros, a pesar de que los protagonistas de sus películas estén inmersos en una nada íntima, es un rayo de luz en la concepción de la vida y en la obra de este director.
Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, 1985), su última obra, hecha especialmente para cine, parece completar el viaje, doloroso viaje, que Bergman y sus personajes han recorrido. Aparece la crueldad, pero también la belleza del vivir. La historia transcurre durante la Navidad, época de conmemoración del nacimiento del Niño Divino, símbolo de nuevas oportunidades. La familia de artistas o empresarios de teatro –homenaje a su primera pasión– celebra el bautizmo de dos niñas, la hija de Emelie y el cruel pastor ya fallecido, y la de Gustav Adolf con la niñera, a quien su esposa recibe y acoge: lo femenino reiterado, celebrado y aceptado, cualquiera sea su origen.
La cita de August Strindberg que lee Helena Ekdahl parece mostrar varias claves: Todo puede suceder, todo es posible y probable, tiempo y espacio no existen. En el delgado marco de realidad, la imaginación gira, creando nuevos patrones. Abre amplias puertas a lo posible (esperanza); la imaginación, que Alexander posee de sobra (no la razón) da vueltas y crea; y si tiempo y espacio no existen, no estamos tan encadenados a la realidad material como creemos (trascendencia). En la mesa, donde comparten un banquete opulento, están sentados, unos al lado de otros, familiares, sirvientes y amigos. Todo puede suceder y sucede. Y juntos terminan cantando y danzando, tomados de la mano, por un lugar particularmente hermoso. Arte, belleza y reencuentros. Y todo lo demás. Vuelve a aparecer la muerte, pero rodeada de luz –gracias a ese genio de la iluminación que es Sven Nykvist, su director de fotografía– y más integrada a la vida.
III
Hacia su madurez, Bergman parece haber exorcizado buena parte de sus demonios. De su conflictiva relación con su padre llega a decir: No hablábamos nunca de nuestras desavenencias, que databan de tantos años como la vida de un hombre. Pero nuestra amargura se había volatilizado, aparentemente. Para mí el odio al padre era una enfermedad rara, que había afectado, en una ocasión infinitamente lejana, a otro hombre, no a mí.
Este otro hombre había ensanchado su mirada. También su imaginación. No solo pudo enfocar desde otros ángulos a su padre, sino que descubrió, en una íntima conversación con su madre, mientras se recuperaba de su segundo infarto, que detrás de la distancia afectiva que ella le mostró de niño se ocultaba una prescripción médica: un pediatra le había aconsejado rechazar los acercamientos enfermizos del hijo si quería evitar dañarlo para toda la vida. En una reflexión introspectiva, y admitiendo cuánto había mentido a lo largo de su vida –aprendizaje que se inició en sus diversos y creativos intentos de conquistar el amor de Karin Åkerblomuna–, declaró que el que ha vivido en el engaño ama la verdad. Su vasta obra fílmica es un testimonio de la búsqueda de esa verdad que se oculta detrás de las múltiples máscaras que portamos, mientras vamos al encuentro del ser que somos.