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Lo vampírico cinematográfico: vida y muerte en el cine
Los colmillos que penetran la carne, la sangre que alimenta una eternidad y el cuerpo que no se refleja en el espejo. Pocos mitos han gozado de tanta fascinación como el del vampiro, sin duda, una de las principales encarnaciones del mal en el imaginario popular. Prueba de ello es la casi innumerable lista de adaptaciones y reinterpretaciones literarias, teatrales y cinematográficas que llega hasta nuestros días, lo cual evidencia que a pesar de que acabe atravesado con una estaca en el corazón o desintegrado por los rayos del sol al final de cada obra, el mito del vampiro es eterno, que su sombra siempre está al acecho.
Como construcción imaginaria del mal, el vampiro es un “otro” que representa aquello que nos obsesiona a la vez que nos atormenta: las pulsiones reprimidas y la muerte. Su figura ha estado presente a lo largo de muchos siglos en el folklore de diversas culturas y lugares, especialmente en Occidente, y podemos rastrearla hasta tiempos remotos, con cuestiones antropológicas como los rituales de sangre y el miedo a la noche, la oscuridad y la muerte. Pero, el vampiro tal y como lo conocemos en la actualidad surge en la literatura de terror moderna del siglo XIX. Se suele considerar el relato de J. W. Polidori, The Vampyre (1819), como los inicios de la figura moderna del vampiro, forjado en la Villa Diodati juntamente con el mito de Frankenstein, que más tarde acabará asentando Bram Stoker en su popular novela de Drácula (1897). Sin embargo, hay un vampiro real entre nosotros, que se alimenta de los rostros, cuerpos y objetos del mundo que nos rodea. Un vampiro que también promete la eternidad, que rara vez se refleja en el espejo y que, en lugar de colmillos, tiene un gran ojo succionador: este es el cine.
Dos años antes de que Stoker publicara su novela, en un pequeño sótano de un café de París, los hermanos Lumière realizaron la primera proyección pública cinematográfica. Los espectadores quedaron perplejos ante tal espectáculo fantasmagórico y se corrió la voz. Había nacido otro mito. Dos días después, uno de los nuevos asistentes escribió: “Cuando estos aparatos sean entregados al público, cuando todos puedan fotografiar a los seres que les son queridos, no ya en su forma inmóvil, sino en su movimiento, en su acción, sus gestos familiares, con la palabra a punto de salir de sus labios, la muerte dejará de ser absoluta”. Asimismo, son conocidas las palabras del escritor Maxim Gorki tras asistir a otras de las proyecciones: “La noche pasada estuve en el Reino de las Sombras […] No es la vida sino su sombra, no es el movimiento sino su espectro”.
Hay algo fantástico (y vampírico) en lo cinematográfico. Por su capacidad para embalsamar momentos de la vida que son efímeros, de crear la ilusión de vida y, sobre todo, por su posibilidad de reanimar mediante sombras fantasmales antepasados fallecidos, el cine guarda interesantes paralelismos con el vampiro moderno. Ambos son creaciones finiseculares, en un momento en que la modernidad irrumpía con nuevas tecnologías (que aparecen en la novela de Stoker y guardan paralelismos con los poderes de Drácula). En ambos convergen el conocimiento científico y tecnológico y un carácter fantástico y sobrenatural. Así, el cine, como dispositivo fantástico, de naturaleza espectral, surgía como un medio idóneo para que habitaran las criaturas fantásticas, entre ellas el vampiro. Ambos pertenecen al Reino de las Sombras.
Sin duda alguna, si hay un vampiro cinematográfico por excelencia es el conde Orlok. En 1922, F. W. Murnau llevaría al cine la primera adaptación de Drácula, suponiendo todo un ejercicio de experimentación de las formas fílmicas, relacionando así el vampirismo con el cinematógrafo. Los poderes y habilidades, así como la naturaleza sombría del vampiro dependen de las posibilidades técnicas del film: el montaje, sobreexposiciones, aceleraciones, stop-motion, solarizaciones y la fotografía expresionista dan vida al no-muerto en la gran pantalla. Tanto el cine como el vampiro operan fuera de las reglas de espacio, tiempo y causalidad.
Pero, donde esta conexión se hace más fuerte es en la magnífica escena donde muere el conde Orlok, en la que encontramos algunas de las imágenes más potentes de la historia del cine. Ellen, que tiene un “corazón puro”, decide sacrificarse y entregarse para salvar al pueblo del vampiro y su plaga. Así, le dice a Hutter que se vaya de la habitación y espera al vampiro al lado de la ventana abierta. Entonces, vemos la sombra del vampiro subiendo por las escaleras. Ellen, perturbada ante la aparición del conde, se pone la mano en el corazón y cae en la cama. De nuevo, únicamente vemos su sombra, de la cual destacan sus garras que se acercan lentamente al corazón de Ellen y hacen el gesto de arrancárselo, al que ella reacciona retorciéndose de dolor. Solo vemos la sombra del vampiro proyectada sobre superficies blancas (del mismo modo que el filme se proyecta en la pantalla), pero es una sombra que funciona como un cuerpo, ya que Ellen queda totalmente estremecida. El conde Orlok se encuentra entre lo corpóreo y lo espectral, como las imágenes cinematográficas.
Momentos después, vemos a Ellen tendida en la cama mientras Orlok ejecuta su mordida vampírica. Pero, en su acto sacrificial, ha conseguido retener a la criatura de la noche hasta el amanecer. Con el canto del gallo, aparecen los primeros rayos de sol. El conde trata de huir, pero queda atrapado por estos que entran a través de la ventana y se desintegra mediante de una disolución lenta. Este momento es revelador, ya que es una aportación original de Murnau. En la novela de Stoker, Drácula muere con un puñal atravesado en el corazón. En cambio, Nosferatu se desvanece con la luz, de la misma forma que el celuloide se desvanece si está sobrexpuesto a la luz.
Quizás, una de las propuestas que más han llevado hasta el extremo esta relación de cine y vampirismo es la gran maldita del cine español: Arrebato (1979). Si Murnau utilizaba al vampiro para reflexionar sobre el propio medio cinematográfico, Zulueta representa a este literalmente como un vampiro que seduce y que promete la vida eterna. José Sirgado, desencantado con la vida y el cine, acaba de rodar una película sobre vampiros. Al llegar a casa, se encuentra con un enigmático paquete de su amigo Pedro P., un cineasta amateur obsesionado con experimentar la “pausa” para paliar el paso del tiempo. El paquete contiene la confesión de su posible desaparición en cintas magnetofónicas y cinematográficas, ya que en las autofilmaciones que se realiza mientras duerme, un fotograma rojo va devorando, poco a poco, la película.
Entonces, José va a su casa para constatar el misterio que se encuentra detrás de este inquietante suceso. Recupera la última cinta que Pedro no le ha podido enviar y, al proyectarla, es completamente roja, a excepción de un fotograma, en el cual se encuentra su amigo atrapado. José obtura la proyección, pero en la suspensión del fotograma, Pedro se mueve y, con un leve gesto, lo invita a postrarse en la cama, delante de la cámara, y entregarse al arrebato total. En este momento, pasa su mano delante del objetivo, lo que no supone ningún tipo de alteración de la imagen proyectada. La cámara vampírica ha succionado a Pedro de la realidad, quien divaga como un muerto viviente en la dimensión cinematográfica. En ese mismo instante, la propia cámara cobra vida propia, moviéndose sobre su propio trípode, indicándole a su presa que se postre en la cama. José sucumbe, se cubre los ojos con una venda y, como un condenado al paredón, espera su consumición por la cámara, representada como un violento ametrallamiento.
El momento de la cámara como un sujeto animado nos remite, sin duda, a El hombre de la cámara. No obstante, mientras que para Vertov el dispositivo permitía a los individuos oprimidos comprender los fenómenos de la vida, siendo un instrumento para la emancipación de las masas, transformador de la sociedad; Zulueta lo considera como un mecanismo que aniquila y succiona al individuo de la realidad. El hombre de la cámara se convierte, entonces, en el hombre devorado por esta. El aparato se empodera, invirtiéndose los roles de sujeto-objeto que tradicionalmente ocupan el cineasta y la cámara, y absorbe a los personajes de la dimensión real. No obstante, sus personajes se entregan a esta. Pedro, que no quiere crecer y se aferra en la niñez, y José, cansado de su cotidianidad, se “dejan hacer” por la cámara, arrebatarse, penetrando así en el otro lado, el de la materialidad cinematográfica, quedándose en una continua “pausa” en la dimensión de las imágenes, escapando a la inexorabilidad del tiempo.
Si tenemos que buscar un antecedente de esta mirada vampírica de Zulueta, lo encontramos en la otra gran maldita del cine español: Vida en Sombras (1949) de Llobet-Gràcia. La vida de Carlos Durán tiene una vinculación espacial con el mundo del cine. Más allá de ser un “hombre de la cámara”, es también un hijo de esta. En una esperpéntica y fascinante secuencia inicial, se representa el nacimiento del protagonista que ocurre en una proyección de barraca, como una sátira de la Anunciación, parece que nace de la luz del proyector. A lo largo del film, el cine parece actuar como una epifanía, influyendo en el porvenir de los personajes.
Uno de estos momentos más significativos es cuando Carlos se enfrenta al rostro fantasmagórico de su difunta esposa, Ana. Después de un tiempo renegando del cine, el protagonista decide asistir a ver Rebecca, de Hitchcock. Durante la proyección, queda conmocionado cuando Max de Winter recuerda con culpabilidad la muerte de su esposa Rebecca. Carlos, angustiado por verse reflejado en la pantalla, abandona rápidamente la sala y se recluye en su habitación. Allí, en una penumbra intermitente, imagina una escena de Rebecca, en la que la pareja visualiza sus películas caseras durante sus felices vacaciones. Entonces, como una revelación, enciende su antiguo proyector y reproduce sus filmaciones domésticas con Ana.
Así, ocurre uno de los momentos más conmovedores e inolvidables de Vida en sombras. En un primer plano, vemos a Carlos cabizbajo, enfrentándose al rostro vivo de su esposa difunta. Ana, desde el otro lado (el mismo en el que habitan los protagonistas de Arrebato) sonríe, pero no lo mira. Desaparecida de la realidad material, se revela en la materialidad cinematográfica. Carlos trata de paliar la ausencia de su estimada a través del cinematógrafo. No obstante, después de su muerte, solo queda su reflejo fantasmagórico, sus sombras; solo quedan imágenes. De la misma forma que en Arrebato, en Vida en sombras, realidad y cine, vida y muerte, se encuentran profundamente relacionados, separados, en muchas ocasiones, por una volátil frontera que tiende a disiparse.
Bibliografía
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Realidad y cine. Cine y realidad. Imaginacion inviolable de la vida humana.