Críticas
Tiempo detenido
El paso suspendido de la cigüeña
To Meteoro Vima tou Pelargou. Theo Angelopoulos. Grecia, 1991.
El protagonista de esta película es un reportero de la televisión griega (Gregory Karr). Mientras se dirige a la frontera entre Grecia y Albania, recuerda con voz en off un incidente que sucedió en el Pireo, en el que unos polizones de un barco heleno se tiraron al agua y se ahogaron, tras denegarse su petición de asilo. Theo Angelopoulos detiene su cámara frente a los cuerpos flotando en el mar. La música se interrumpe. Desesperación cuyo reflejo encontraremos en el lugar en el que se dirige el periodista. Allí se apilan miles de refugiados ilegales a la espera de que el gobierno griego les permita ir “a otro lugar”. Son kurdos, turcos, albaneses, polacos, rumanos, iraníes, todos amontonados en la penuria. Se trata de desplazados a causa del conflicto de los Balcanes que esperan, esperan, esperan… El director griego introduce la trama de la desaparición de un famoso político que se esfumó años atrás, sin que jamás volviera a dar señales de vida. Nuestro periodista cree reconocerlo entre aquellos seres olvidados en tierra de nadie.
La mirada de Angelopoulos se extiende a través de un mundo desolado por la guerra, por el odio, por la intransigencia… Un cosmos amordazado por una línea matemática, una división ficticia que separa el hogar de la ausencia, el pobre o el rico, el musulmán o el ortodoxo. Una línea a la que denominamos frontera. Unos límites que actúan como murallas infranqueables y detienen demasiadas vidas, ilusiones, esperanzas. En definitiva, se les paraliza el tiempo a muchos seres humanos, atrapados en un limbo infinito hasta la muerte. Esas fronteras pueden dividirse en tierra por una fina línea arbitraria. Como aquella que, al principio y al final de El paso suspendido de la cigüeña, aparece con un recorrido circular por la replicación de una escena, la primera vez con un coronel que actúa en el filme al modo de coro griego y la segunda con el reportero protagonista. Se sitúan justo en la separación entre Grecia y Albania, sobre un puente. Al fondo, soldados armados de este último país los vigilan con suspicacia. Hay tres líneas pintadas en el suelo, dos marcando los límites de cada nación y la del medio, la blanca, en territorio neutral. Levantan un pie justo en el margen divisorio y exclaman: “Si doy un paso más…”.
Pero además, los territorios también pueden fragmentarse con ríos. Así, un elemento asociado a la noción de continuidad se convierte por obra de la estupidez, avaricia y maldad humana en creador de discontinuidades. Con precisión, es en la poética del western en el que se transforma en una tierra prometida, en un obstáculo natural frente a la misión “divina” de los primeros colonos americanos. Se exhibe con maestría por Anthony Mann en Horizontes lejanos (Bend of the River, 1952). Es justamente un río fronterizo el que el realizador griego registra en toda su dimensión funesta, macabra, lírica y también patética. Allí se celebra una de las escenas más hermosas del largometraje, una boda en la distancia entre dos seres que no pueden abrazarse gracias a los odios y las ambiciones que nos dominan. La belleza de la composición se impone con los planos largos característicos del autor, la profundidad de campo y el silencio, solo roto por el agua al pasar. El tiempo se interrumpe, como el paso suspendido de la cigüeña.
Los planos secuencia del realizador heleno consiguen que aprehendamos los acontecimientos compartiendo ideas en lugar de limitarse a exhibir únicamente ciertos acontecimientos. Como decía Bazin, frente a dicha técnica cinematográfica se produce una labor de atención y de elección por parte del espectador. Invitan a que este último experimente una andanza síquica por la que se abra a la aportación de su propia experiencia. La verdad, la emoción, la profundidad del filme se encuentran en las imágenes. Es un cine que va más allá de la narración y en el que la ausencia y el silencio sobrecogen. Es un tiempo de espera en el que parece no suceder nada y en el que la incertidumbre de aquello que no acaba de llegar va eliminando capa a capa, lentamente pero sin pausa, cualquier atisbo de expectativas. No pasa nada: hombres, mujeres y niños esperando. Su pasado se va borrando sin remedio, el presente se transforma en puro desasosiego y el futuro parece no existir. Un tiempo de transición en el que no cabe más que esperar en un estancamiento demoniaco. Ausencias y esperas. Esperas y ausencias. Eso es todo.
El griego no es el único que ha fijado su cámara en lugares de tránsito. En realidad, son sitios que carecen de personalidad y en los que la estética de la repetición se impone. Rigoberto Perezcano se detiene en el que separa México y Estados Unidos en Norteado (2009); Amos Gitai en los límites entre Israel y Jordania en Zona libre (Free Zone, 2005); sin abandonar Israel, en Los limoneros (Etz Limon, 2008), Eran Riklis se entrega a la zona limítrofe con Cisjordania; por último, el viaje a ninguna parte se materializa en toda su magnitud con Hacia rutas salvajes de Sean Penn (Into the Wild, 2007), en un itinerario con destino a Alaska que se estanca para no conducir a nada. Solo queda el sueño o la muerte. Unos no espacios, unos no tiempos que en manos de Angelopoulos se distorsionan hasta mudarse en reproductores de La melancolía fin de siglo, justamente el título del libro que acababa de escribir el político desaparecido.
En esta obra, es el plano secuencia el elemento que hace fluir ese tiempo detenido. Una suspensión del flujo temporal de los recuerdos donde el sol no brilla, solo llueve y nieva. Parecía que la revolución era sólida en la centuria anterior pero, tristemente, llegó a convertirse en el siglo de los desencantos. Integrantes del grupo de expulsados del relato oficial son los pertenecientes a los espacios que la cámara del griego explora. Angelopoulos logra que las emociones despierten en todos nosotros, dejándonos entrar en una dimensión onírica con la que además de compadecernos con sus personajes, consigue que compartamos sus pasiones. Pero la desesperación de final del siglo hace que no encontremos unos culpables o enemigos claros contra quienes debamos luchar o destruir. Con sus largas y detenidas tomas de exteriores, sin el recurso a primeros planos, el director, al tiempo, nos distancia y nos aproxima al dolor de los desdichados por la historia. Su estática y calmosa contemplación se cargan de fuerza para otorgarle peso y agudeza. Rechaza el montaje mientras aquí, en este filme, nos sitúa en una época que termina en tanto otra está a punto de nacer.
Conectando con lo último referido en el párrafo anterior, Angelopoulos se carga de optimismo a pesar de todo y a lo largo del largometraje va introduciendo pistas que puedan llegar a reanudar la comunicación perdida. Por ejemplo, en esa hermosa escena en la que un hombre envía cintas de música por el río al otro lado de la frontera. Y los operarios de amarillo reparando las líneas telefónicas se van dosificando hasta imponerse en la escena final. Trece trabajadores subidos a trece postes reparando las conexiones que físicamente se han perdido. Postes como crucifijos en una suerte de tormento para acceder a una nueva resurrección que a lo mejor, solo a lo mejor, sería capaz de conducirnos, en palabras propias del director, a un “nuevo humanismo”.
Tráiler:
Ficha técnica:
El paso suspendido de la cigüeña (To Meteoro Vima tou Pelargou), Grecia, 1991.Dirección: Theo Angelopoulos
Duración: 143 minutos
Guion: Theo Angelopoulos, Tonino Guerra, Petros Markaris
Producción: Coproducción Grecia-Francia-Italia-Suiza; Arena Films, Erre Produzioni, Greek Film Center, Eurimages, Canal+, Greek Television ET-1, Vega Film
Fotografía: Giorgos Arvanitis, Andreas Sinanos
Música: Eleni Karaindrou
Reparto: Marcello Mastroianni, Jeanne Moreau, Dora Chrisikou, Gregory Karr, Vassilis Bougiouclakis, Ilias Logothetis, Gerasimos Skiadaressis, Dimitris Poulikakos, Nadia Mourouzi, Akis Sakellariou