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La objetividad histórica bajo la lupa: J. Edgar (Clint Eastwood, 2012)

J. Edgar

Uno de los edificios más famosos en el mundo del cine y ahora de la televisión es, sin duda, el edificio J. Edgar Hoover en Washington DC, la sede central del FBI. Es casi imposible calcular la cantidad de películas y series de televisión que, de una u otra forma, han tenido relación con el FBI y con sus oficinas centrales en la capital de los Estados Unidos. El modelo de agente, el tipo de investigación y uso de la inteligencia y la fuerza de alto nivel han hecho de esta oficina estadounidense una fuente inagotable de inspiración y de recursos para el cine. Sin embargo, la historia del hombre detrás de ese nombre y que sentó las bases para la creación de esta institución, se aleja bastante del dominio popular. Las historias de Hoover se acercan más a la leyenda y se entretejen bajo aires míticos con los eventos que dieron cuna a Norteamérica en una época de gran convulsión.

Es difícil pasar por alto la curiosa relación mítica y de leyenda del hombre que ha traído a la luz una versión menos mitológica, pero mucho más humana y real del hombre que dio a luz al FBI. Clint Eastwood, con toda el aura de grandeza que rodea a uno de los titanes en la industria del cine, presenta a un  J. Edgar Hoover a través del tiempo y de sus diferentes facetas como ser humano. Un hombre que, detrás de una estructura impenetrable, esconde los complejos de un jovencito temeroso y que tiene que enfrentar, no solo a la historia misma de los Estados Unidos, sino a sus propios sentimientos en cada evento.

La película J. Edgar, de 2012, dirigida y producida por Clint Eastwood, relata cómo un muy joven J. Edgar Hoover (Leonardo Di Caprio, genial como siempre), protegido del Fiscal General, trabaja para desarticular una banda de anarquistas que ha participado en actos terroristas, incluido el intento de homicidio del propio fiscal. Su innovadora visión científica de la persecución criminal y el éxito para sentar precedente en la deportación de inmigrantes sospechosos de conspiración le ganan sentarse en la silla del director de la oficina de investigación, donde consigue armar un equipo de gran fuerza intelectual y física, con el que trabajará para resolver un caso de secuestro que ha ganado la atención nacional. Sus progresos y logros le valen conseguir influencias y presupuesto para fundar lo que será el Buró de Inteligencia Federal o FBI, como se le conoce. En el camino, y a través de los años y las vicisitudes, Hoover no solo enfrentará a sediciosos, conspiradores y comunistas, sino que sus peores enemigos serán su soledad, los complejos de la infancia, incluido el patológico apego a su madre, el valor de la lealtad, el contrapeso con la vida personal y, finalmente, su sexualidad.

La película es una muestra de la genial visión de un veterano del cine, no solo por la madurez con la que construye de manera coherente una narrativa tan compleja y de tantas líneas paralelas, sino por el valor con el que presenta ciertos episodios de la historia de los Estados Unidos desde la puerta trasera. Es encomiable el trabajo del guionista Dustin Lance Black (reconocido no solo por su trabajo en cine y televisión, sino por su activismo a favor de los derechos LGBTQ+) para conseguir mantener sólido a un Edgar Hoover ante los vendavales que confronta, pero sobre todo ante las revelaciones que él mismo va teniendo sobre su debilidad sexual, afectiva y emocional. Gracias al trabajo de guion y dirección, en ningún momento se pierden de vista cómo los férreos principios morales y su lealtad a la nación fueron los que guiaron al FBI hasta el sitio que hoy ocupa. A su vez, estos mismos principios le fueron llevando a portar máscara sobre máscara para enterrar la imagen que veía en el espejo.

Es entonces indudable que el logrado trabajo de construir al personaje con esa profundidad y redondez se debe a una perfecta asimilación de la posmodernidad en el cine y los alcances de lo que Lipovetsky y Serroy llamarían hipercine (Lipovetsky, Serroy, 2009). Si bien esperaríamos, en un ejemplo de cine posmoderno, el collage de formas y de estéticas con una narrativa ligera y austera, en esta gran película, el posmodernismo ha sido madurado al grado de aprovechar todos los recursos que el cine puede aportar a una historia que demanda haber superado, no solo la historia como metarrelato de la verdad, sino las diferentes versiones de los “intocables” en la memoria colectiva, y sobre todo, la libertad del cuestionamiento sobre la sexualidad como una condición polar al estilo de blanco y negro. La superación de las limitaciones de la era moderna en este bello ejemplo de cine dan por resultado una obra tan libre que plantea un permanente cuestionamiento acerca de las verdades absolutas.

  1. Edgar como película es, entonces, una prueba de lo bien que puede funcionar el hipercine, tanto en su contenido, conducido por el guion que siembra la constante duda, así como por su forma, que se vale de recursos creativos para entretejer los hilos de la historia de Estados Unidos alrededor de un hombre que dentro lleva a un tímido niño.

 

El cuestionamiento a la historia y los valores de Norteamérica

Es sabido que uno de los pilares de la funcionalidad social consiste en sentar una sólida base histórica sobre la cual construir los valores de cada comunidad. Clint Eastwood no da nada por hecho, y plantea una revisita a la historia de Estados Unidos de los años 50, pero ahora desde una óptica mucho más valiente para cuestionarla. Con gran acierto, siembra, en un hombre de sólidos principios y de lealtad incuestionable, el árbol que dará la manzana de la discordia para que el espectador la pruebe. En las primeras secuencias de la película, el joven Edgar demuestra una profunda convicción ante sus valores como servidor público y su deber de protegerlos. Vuelca, así, toda su fuerza intelectual para desenredar el conflicto de los anarquistas, y es ahí donde se propone el primer gran conflicto, ese que dará a conocer a un Hoover inamovible, que incluso, ante la falta de evidencia, considera como aprobable el daño colateral, aun tratándose de personas desprotegidas.

Luego de la deportación de una influyente activista, que desde el escritorio del protagonista se lee como un éxito para la protección nacional, Eastwood nos deja ver algunas conversaciones con personajes de la política y con la sobrina misma del joven Hoover, en donde aflora el conflicto ante la posibilidad de deportar a inocentes que no solo pueden resultar buenos ciudadanos trabajadores, sino que resultan posibles luchadores de los derechos que potencialmente modernizarían a la nación. En cada episodio, Edgar sobrepone argumentos que terminan por enterrar la posible comisión de una injusticia, justificada con la importancia de la seguridad nacional. Es evidente cómo este repetido argumento, va empoderando al protagonista, hasta llegar a reconstruir por completo la historia, solo con el pretexto de un bienestar nacional mayor, incluso al margen de la Constitución.

Si bien es cierto que el uso de la inteligencia le ganó al protagonista la posibilidad de resolver el caso del secuestro del bebé Lindbergh, Eastwood expone en el filme a un líder que va conociendo los alcances del poder de la información y su capacidad de abrir puertas. En una secuencia clave, Hoover se regodea frente a Tolson (Geoff Pierson), su segundo al mando, de haber conseguido la libertad de espiar a cualquier individuo, bajo cualquier condición y por cualquier medio, a lo que su colega responde con incertidumbre y señalando su posible ilegalidad. Esta conversación marca en la historia un punto de inflexión, a partir del cual Edgar camina en las movedizas arenas de una breve zona, que en la sombras se esconde de la luz de la Constitución, para así ir ganado mayores libertades, abrir más puertas y poder dirigir el curso de la historia de la gran nación hacia la dirección que, con el consejo constante de su madre, considera el correcto.

Queda claro, entonces, que la historia y los valores del Tío Sam no son universales ni están escritos por alguna divinidad, sino que se escriben en el despacho de un funcionario que, a través de la manipulación de diferentes aspectos de las diferentes “verdades” y del consejo de mamá, construye el relato que servirá de pilar para sentar los valores que él considera óptimos. Aun así, el poderoso guion de Lance Black y la mirada de Eastwood detrás de la cámara no dejan que el espectador caiga en la tentación de señalar críticamente a Hoover como a un funcionario cegado por el poder, sino que, habiendo mostrado poco a poco su vejez, conducen la historia por el sendero que marcan los principios morales y los valores nacionales del funcionario, de manera que sin llegar tampoco a justificar los medios para el fin, cada espectador construirá el personaje de acuerdo a su balance y análisis razonado de los hechos. Nada más posmoderno que mostrar la historia sin prejuicios para que sea construida su versión por cada quien.

En el otro extremo del relato, pero con potentes vasos comunicantes, se encuentra la vida interior del hombre detrás del escritorio, esa historia paralela que se narra y construye en conjunto con el relato del nacimiento del FBI, y es justamente esta “otra” historia, la que, gracias al guion, lleva sobre sus hombros el peso de un personaje polar y controversial consigo mismo. La presentación de Edgar en las secuencias iniciales, como un hombre maduro y ya consolidado con la historia, nos deja saber de entrada que nada de lo que pase lo derrotará, así que resulta por demás lógico que  trate de ganarse la mano de la nueva asistente del Departamento de Justicia, conquistándola con su fluido encanto que derrocha inteligencia. Así, también, resulta lógico ver como Hoover se enfrasca en su trabajo de manera obsesiva y solitaria, en un supuesto refugio al rechazo de la propuesta de matrimonio. Sin embargo, esa introducción a la vida íntima del protagonista no es más que el escenario que nos prepara Eastwood para depositar los reflectores de la pantalla, en la reflexión de dos de los más fuertes conflictos con los constructos sociales de la era moderna, el complejo de Edipo y la homosexualidad reprimida.

En primer lugar, la relación madre-hijo, tan conocida, estudiada y sabida fuente de frustraciones y culpas, es el foco interior que mueve a Hoover. En las secuencias donde conocemos por primera vez a su madre, tal como lo plantea el ojo de Eastwood, resulta evidente la sobreprotección característica de las madres solitarias y de clase media de los años 50, cuyo mayor temor es que sus chicos se queden en las calles y se alejen del buen civismo, pero nada fuera de lo convencional. Sin embargo, los papeles comienzan a revelarse completamente invertidos una vez que la carrera de Edgar va en ascenso. Es evidente la constante necesidad de refuerzo afectivo y de la personalidad, toda esa seguridad que desborda ante su personal en el Buró, que necesita rellenarse con los halagos y el reforzamiento de mamá. Es curiosa pero muy significativa la escena donde la señorita Gandy (Naomi Watts), secretaria personal de Edgar, le coloca una plataforma detrás del escritorio para que puedan sus súbditos verlo a los ojos, debido a la desproporcionada estatura, lo que constrasta enormemente con las secuencias donde lo vemos interactuar con su madre, pues aquí siempre se le ve por encima de ella, como si ella fuera la que lo hiciera crecer.

La relación madre-hijo revela todos los rasgos de insanidad conforme Hoover requiere una estructura exterior más sólida, ya sea por los peligros cada vez más graves a los que se enfrenta o bien porque su estabilidad emocional se vio comprometida cuando una mujer lo invitó a bailar. La interacción entre ambos revela, ante la cámara, una codependencia, donde la madre tiene el dominio absoluto de la entidad afectiva que es Edgar, mientras que este, a su vez, manifiesta una entrega de absoluta abnegación. La escena donde se cuelga el collar y se viste con la ropa de la mamá difunta frente al espejo completa el cuadro del clásico complejo de Edipo, bellamente construido, secuencia tras secuencia, dejando al espectador, por la compleja sensibilidad del personaje, limitado para criticarlo, consiguiendo, así, destruir el constructo tan socorrido en esa época (y aún ahora) de la enfermedad mental y emocional, para solo contemplar la naturaleza pura del ser humano en una condición particular de fragilidad que se ha gestado desde la temprana infancia. Eastwood no enjuicia, eso le toca a cada espectador.

El segundo constructo a derribar en la posmodernidad de la posguerra resulta ser uno de los aspectos más reveladores de la bien escondida fragilidad de J. Edgar, y es sin duda, su reprimida homosexualidad. La madre sabe, lo protege, pero no lo evidencia; eso lo hace más dependiente de ella y más débil ante sí mismo, y ante el amor que siente por Tolson. Es de aplaudir que Black no cayera en la tentación de usar en el guion esta línea narrativa como la principal, pues eso da pie a construir por completo a un hombre en su momento y bajo sus circunstancias particulares, dejando de lado la necesidad de encajarlo forzadamente en los preceptos de los valores ganados por la modernidad. Si bien es una afrenta a la historia mostrar al hombre que condujo la vida secreta del país hacia una de valores nacionales que dieran solidez a la sociedad convulsa de la posguerra, resulta además coherente con el hombre que su vida privada, tan llena de secretos, fuera a su vez tan correcta y tan privada. Prácticamente, el confesionario es solamente la alcoba de mamá.

Es difícil predecir el camino por que andará Hoover desde el momento en que se lo ve galantear con Helen Gandy, hasta que le limpia la boca al viejo y desvalido Tolson, pero es exquisito cómo se construye una entidad afectiva en el hombre de corbata. La secuencia donde conoce a quien será su segundo al mando es reveladora desde el momento en que se liga con aquella, donde elige los candidatos para entrevistar, y para sorpresa de Helen, el inexperto Tolson queda como candidato inmediato, aún sin tener el perfil, ni siquiera el interés genuino por el Fepartamento. Así, y con una solidez genial que aporta el guion a Tolson, se le ve también aceptar y mantenerse en un trabajo que, desde el inicio no le interesaba y que nos lo deja Eastwood claramente expuesto en repetidas escenas, pero que finalmente y, contrario a lo que esperaríamos, sigue al lado del señor Hoover, a pesar de su entrega total y la falta de espacio personal. El amor, a pesar de ser puro y genuino, se vislumbra, como la época lo demandaba, tácito, secreto y por debajo de la mesa. Desde que Tolson toma el puesto, queda sellada una relación que en cada secuencia se irá asentando y consolidando, hasta la escena clímax en el cuarto de hotel, donde ambos se  revelan a sí mismos, resignados, uno a amar en silencio, el otro a negarlo a gritos.

La construcción narrativa de la relación entre Hoover y Tolson permite, por un lado, a exponer las dificultades en los años 50, 60 y 70 (y hasta estos días) para asimilar la homosexualidad como una condición ajena a desviaciones y patologías y en total independencia con la capacidad intelectual y el desempeño laboral, mientras que, por el otro lado, expone que, en efecto, el amor entre dos hombres, en este caso, puede llegar a ser platónico, ajeno a la sensualidad y la sexualidad, abnegado y entregado, incluso sacrificándose a sí mismos. Pero, por sobre todo, propone que puede ser permanente, no ligado a una pasión transitoria, tal como no podía concebirse sin haber superado los conceptos de religión, amor y familia, constructos característicos de la modernidad.

La última propuesta de Eastwood es derrocar la condición de permanencia de las imágenes nacionalistas. Uno de los pilares del constructo histórico que dejó la modernidad es la gloria de los grandes conquistadores de la libertad, lo que da pie a considerar que los valores alcanzados son universales y  permanentes, lo mismo que sus íconos. En este filme, el viejo Hoover resulta evidentemente ajeno a su época, empieza a ver gigantes en los molinos de viento y se niega a replegarse ante la tempestad. Es claro cómo Eastwood no desea pasar por alto esta última etapa, donde, casi a ciegas y usando los recursos del chantaje disfrazado, avanza en un mundo que no entiende y que no lo entiende a él, donde los valores han cambiado, para bien o para mal, pero que lo dejan poco a poco fuera de juego. Sin embargo, las secuencias que aluden a esta última etapa son breves y siempre salpicadas de guiños a un pasado lleno de amor por su colega Tolson y la lealtad de Helen, de manera que el espectador no se lleve a casa al hombre que, aferrado a sus ideas y luchando contra enemigos imaginarios, quedó relegado de su época y dejó sus ideales vacíos. Una vez más, los ideales cambian, los héroes son imágenes ideales que quedan en el marco de su tiempo, no universales ni permanentes, y eso no es malo, tal como nos lo entrega Eastwood, es solo una marca más de la posmodernidad.

 

La forma fílmica

J Edgar es una obra inusualmente creativa por varios aspectos. En primer lugar, y de acuerdo con los medios de lo que ha de denominarse hipercine, la línea temporal carece de la lógica continuidad del cine clásico. Para Eastwood, el pasado y el presente conviven igualmente en una misma habitación que en un hipódromo, no hay diferencia entre el Hoover de los 50 o el de los 70, el autor bien sabe llenar esa brecha temporal con el contenido de su narrativa. El protagonista es presentado como un hombre en la vejez, pero exitoso y fuerte, narrando a un escribano los hechos que lo llevaron a donde está. En la siguiente secuencia, el mismo hombre (literalmente) muy joven empieza su carrera con un aire completamente distinto. A partir de este momento, ambos irán desfilando en el cuadro, indistintamente, en su juventud o en su vejez. Aunque ambas líneas temporales corren hacia delante, la brecha se acorta conforme la carrera y la vida privada de Edgar la van propulsando en la historia de Norteamérica.

Para Eastwood, el tempo en su concepto de dimensión es innecesario, él nos cuenta la historia de tal forma que las decisiones del hombre que formó al FBI no sean cuestionadas acorde a resultados como éxitos o fracasos, sino que estas decisiones sirvan para estructurar a un personaje en su totalidad, en la cumbre y en el valle, en la multitud y en la soledad. El juego del tiempo, con sus bellísimas caracterizaciones, invita al espectador a evitar el juicio para dar paso a la empatía, es decir, deja en sus manos la decisión de juzgar, de aprobar o desaprobar, o quizás, de dar coherencia a la obra en su conjunto y solamente entender que la historia es contada y conducida no por máquinas, sino por hombres, con sentimientos y circunstancias.

Reafirmando más el concepto de hipercine, cabe mencionar la saturación no solo de imágenes, sino de eventos, nombres, lugares y fechas, casi al borde de la congestión excesiva de información, aludiendo a la cajonera del mismo Edgar con tantas vidas y tantos momentos en un solo lugar. El universo de imagen-profusión desborda cada secuencia, dando una sensación de vertiginosa realidad, tal y como la mente del protagonista se inunda de datos y mantiene la estabilidad para navegar por la historia.

Finalmente, no puede dejar de anotarse la importancia que se otorga al momento de la vejez como desenlace de las decisiones tomadas y como prueba final del trabajo hecho. A diferencia del cine clásico, que busca enaltecer los detalles del hombre conforme se convierte en héroe, en esta película, el verdadero protagonista es el viejo Hoover, pues es quien muestra las cicatrices de su vida y las verdaderas marcas de las batallas sufridas. La reflexión es, desde los ojos de la vejez de los tres protagonistas, abrumadora, incluso el mismo Tolson plantea a su platónico amor la posibilidad de un autojuicio, revelando al verdadero Hoover, lleno de temores y de inseguridad. Esta, una de las últimas secuencias, inunda la película de empatía y coherencia con el camino andado, dando así el valor supremo a la reflexión desde la última edad.

La película de Clint Eastwood es una obra completa, madura en su mensaje y en su forma fílmica. Su arquitectura narrativa distemporal redondea al personaje y completa cualquier vacío ontológico, al mismo tiempo que su forma, recargada de complejos diálogos, introduce al espectador al mundo de la paranoia social de la posguerra. En su contenido, la obra manifiesta la superación de conceptos dados como ideales en el contexto sociocultural, pone en duda la objetividad de la historia y la subjetividad de los valores, además cuestiona la necesidad de una vida privada tradicional para poder ser funcional y objetivo en la vida pública, pero sobre todo, la mayor fortaleza del filme es poder poner en manos del espectador la decisión de juzgar o empatizar con los protagonistas y con la historia, el guion y el acto cinematográfico evitan desacreditar la veracidad o bondad de los valores nacionales, dejando abierta la posibilidad del diálogo entre los individuos y sus circunstancias sociales y culturales. En general, más que una obra biográfica, es una película reflexiva que funge como espejo, donde cada quien encontrará tantas respuestas como busque.

 

Lipovetsky, Gilles y Jean Serroy: La pantalla global. Cultura mediática y cine en la era hipermoderna, Barcelona, Anagrama, 2009. pp. 73-123.

 

 

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