Dossiers
David Cronemberg
Solo digo que soy un insecto que soñó con ser humano, y le gustó.
Pero el sueño ha terminado, y ahora el insecto despertó.
Seth Brundle (Jeff Goldblum) a Veronica Quaife (Geena Davis),
en La Mosca (1986), de David Cronenberg.
En el otoño de 1993, el Museo Real de Ontario, en Canadá, ofreció una muestra artística llamada “Los Extraños Objetos del Deseo de David Cronenberg”. La misma consistía en una colección de alrededor de 250 dibujos, objetos y criaturas tomadas de las películas del gran cineasta de Toronto. Una crónica disponible en la web[1] se encarga de señalar que en el ingreso a la galería principal del evento, un letrero advertía al público sobre el carácter perturbador de la exhibición de estos curiosos objetos extraídos “del núcleo de miedos y fantasías” del imaginario cronenberguiano. Hasta aquella fecha, la filmografía de David Cronenberg solo llegaba hasta M. Butterfly (1993), pero ya disponía de un amplio y oscuro catálogo de gadgets lo suficientemente atractivo para dar cuerpo a una poética del horror, que luego continuó expandiéndose como una enfermedad venérea, expulsando los fluidos más fascinantes y complejos del cine contemporáneo.
La nada complaciente reseña del evento citado resalta un aspecto muy llamativo que se desprende de la sola mención de una exhibición pública en tributo al director, organizada por una entidad cultural de tanto prestigio como la del mencionado museo: la entronización del cineasta canadiense a la categoría de autor, despojada de cualquier guiño contracultural y con el claro propósito de elevar el estatus artístico y cultural de la obra del realizador, sirviéndose de su iconografía, obliga a repensar en lo contraproducente que puede resultar una legitimación académica e institucional semejante, teniendo en cuenta la esencia desestabilizadora y subversiva propia del cine de Cronenberg.
David Cronenberg no es un cineasta cuya obra adolezca de falta de reconocimiento crítico. Su trabajo goza de vigencia en la actualidad y supo obtener el privilegio de una valoración, si bien no inmediata, casi a la par del desarrollo de su filmografía, que tiene etapas bien diferenciadas entre sí pero en la que se puede vislumbrar una coherencia temática y estilística extraordinaria que la recorre de principio a fin. La bibliografía en torno a su obra es bastante extensa, y las aproximaciones a sus películas no siempre parten de premisas estrictamente cinematográficas, sino que también suelen ser abordadas desde otros enfoques disciplinarios que expanden sus posibles lecturas e interpretaciones.
El interés prematuro de Cronenberg por la ciencia, en primera instancia, y por la literatura poco tiempo después, sumado a su temprana fascinación por los insectos –sentía una extraña atracción hacia las polillas en su niñez- terminaría desembocando inevitablemente en el cine, donde encontraría el medio adecuado para efectuar esa simbiosis entre el artificio y lo humano, la intersección entre una “verdad artística” y otra “verdad científica” que tiene al cuerpo humano, a lo efímero de su condición terrenal y a todas sus transformaciones y transgresiones posibles como núcleos centrales en su obra.
Cronenberg, alguien que se definió a sí mismo como un humanista existencialista y ateo en una entrevista ofrecida para la televisión española[2] en 2002, declaró que para él el cine representa una fusión entre la tecnología y la mente humana. Partiendo de esta definición resultará mucho más sencillo comprender que nada de lo humano es ajeno a los intereses del director, comúnmente acusado de demostrar cierta gelidez en su pulso narrativo y de exhibir un distanciamiento afectivo hacia la conducta de sus personajes, algo que una mirada mucho más atenta nos permitirá desestimar de lleno. Vale mencionar que el carácter truculento y perverso presente en casi todas sus películas se revela como una consecuencia de la puesta en escena de esta dialéctica, a menudo negativa, entre el cuerpo y la mente, mediada por ese factor tan inestable que representa la tecnología y su manipulación humana. Para tal fin el cineasta canadiense ha logrado contar con una serie de colaboradores habituales en su filmografía, varios de ellos inestimables a la hora de considerar su importancia en la configuración de una estética única e inmediatamente reconocible en sus películas, tales como Carol Spier en el diseño de producción, Ronald Sanders en el montaje, Peter Suschitzky en la dirección de fotografía y Howard Shore en la banda de sonido. Recomiendo, de paso, que se detengan a observar por separado las secuencias de créditos iniciales que preceden a varios de los films de Cronenberg para poder apreciar no solo la discreta y delicada perfección de su factura, sino también su precisión en el seteo del tono que impregnará posteriormente a cada relato (pueden cubrir todo el arco comprendido por el versátil segmento fílmico que va desde Dead Ringers hasta Crash).
Los primeros trabajos de Cronenberg incluyen dos largometrajes experimentales de una hora de duración: Stereo (1967) y Crimes of the Future (1969). Estos primeros pasos del director se inscriben muy en los márgenes de una tradición algo desdibujada como lo era la de la cinematografía canadiense de aquel entonces. Ambos representan exploraciones prematuras bastante herméticas sobre cuestiones muy complejas (la telepatía en el primer caso, el desarrollo de búsquedas “alternativas” del placer en el segundo) en las que el director indagaría con mayor fuerza expresiva en sus trabajos posteriores, conforme fuera aceitando (o mejor dicho, lubricando) sus virtudes narrativas y plásticas.
Lo que siguió a este primer periodo fue el intento de adaptación por parte del director dentro del esquema de producción de películas de terror de bajo presupuesto con vistas de inserción en el mercado estadounidense, a través de dos trabajos realizados para la productora canadiense Cinepix. Tanto Shivers/They Came From Within (1975) como Rabid (1977) le brindaron resultados bastante satisfactorios desde lo comercial, y en ambas películas Cronenberg logró plasmar varias de sus constantes temáticas (las dos refieren a experimentos científicos fallidos con vistas a expandir las limitaciones sexuales del cuerpo humano en el caso de Shivers y de suplir tejido humano en un cuerpo accidentado en el caso de Rabid). Este segmento en la obra del director representó su adiestramiento formal dentro de las exigencias y reglas del juego impartidas por una industria más exigente en sus condiciones de producción, experiencia de la cual podría decirse que Cronenberg salió airoso, más allá de la visible desprolijidad con la que están resueltas varias escenas en ambas películas, pero también dejaron un efecto colateral algo indeseado, encasillando prematuramente a Cronenberg en el terreno del gore y el explotaition. La realización de Fast Company en 1979, una de sus películas menos conocidas y, probablemente, la menos revisada de toda su obra, afianzó aún más esta impresión distorsionada, teniendo en cuenta que se trataba de una película anclada en la entonces vigente ola de Drive-In movies, con su trama situada en el mundo de las carreras de autos y su distinción bastante simplista de buenos y malos. Pero es justo en ese mismo año cuando aparece una película clave en la filmografía del realizador, The Brood, un muy perturbador psicodrama basado en hechos que involucraban episodios recientes en la vida de su director, como la separación de su mujer y la disputa legal por la tenencia de su hija. En ella, Cronenberg comienza a imbricar los conflictos emocionales de sus personajes con las técnicas científicas experimentales de su tiempo y la presencia del horror como consecuencia inevitable de ese entretejido. El drama de la familia protagónica empieza cuando Frank Carveth (Art Hindle) descubre que su hija Candice (Cindy Hindis) presenta heridas y rasguños en su cuerpo tras una visita realizada a su madre, Nola Carveth (Samantha Eggar), quien se encuentra recluida en una clínica terapéutica. Frank atribuye los hechos a las consecuencias del tratamiento psiquiátrico que Nola realiza en aquel sitio con un afamado y cuestionado psicoterapeuta, el Dr. Hal Raglan (Oliver Reed). La técnica que el especialista implementa con sus pacientes se denomina “psicoplasmosis” y consiste en un híbrido de elementos de dramatización teatral e intercambio de roles que lleva a los sujetos tratados a somatizar, a veces muy violentamente, varios de los traumas heredados de su niñez. Pero a partir del uso de esta técnica, Nola logra desarrollar la muy perturbadora capacidad de engendrar unas deformes criaturas capaces de agredir violentamente hasta el punto de ocasionar la muerte a todo aquel que sea objeto de su furia, como sus propios padres o una amante ocasional de su marido. Cuando el conflicto con Frank se vaya agravando, las criaturas no tardarán en responder al llamado de su iracunda madre para ir a secuestrar a su hija, en un desenlace shockeante, donde presenciamos la espantosa concepción de uno de los engendros, a través del útero externo de Nola, en la que sin dudas es una de las escenas más repulsivas de la filmografía de Cronenberg.
Scanners (1981) representa el desembarco del cineasta en los Estados Unidos, llevando al terreno de la ciencia ficción uno de los temas ya expuestos en Stereo: el de la posibilidad de establecer una forma de contacto no solo mental, sino también físico, e incluso también espiritual, a través del uso de capacidades extrasensoriales. Aquí surge la presencia –habitual en el cine de Cronenberg- de una corporación (la Consec Company) que intenta regular y mantener a resguardo de la sociedad estas capacidades extraordinarias que solo algunos pocos seres humanos poseen, incluso varios de ellos sin su conocimiento. Si bien es una película que decae notablemente a partir de su segunda mitad, producto de las desprolijidades presupuestarias de la producción que llevaron a su director a tener que rodar escenas, mientras desarrollaba partes del guión, Scanners incluye la que quizás sea una de las escenas más emblemáticas de la obra de Cronenberg: la explosión de cabeza inducida por Darryl Revok (el siempre inquietante Michael Ironside) a otro scanner en una muestra privada de “exploración” mental en las instalaciones de la Consec Company.
En Videodrome (1982), uno de sus trabajos consagratorios, Cronenberg consigue el equilibrio perfecto entre forma y contenido a través de un relato que fue adecuadamente señalado como una obra “tecno-surrealista” y en la que el realizador plasmó una inquietante experiencia de su infancia, cuando se exponía durante largas horas de la noche a una transmisión proveniente de los Estados Unidos que seguía a continuación de la televisión abierta canadiense. Videodrome describe la influencia mental de una señal clandestina de video capaz de ocasionar tumores cerebrales en todos sus receptores a través de la exhibición de imágenes de violencia real. Como en toda película de Cronenberg, hay varias ideas vertidas de manera lateral a través del relato, pero indispensables para una correcta lectura del film, tales como el morbo y la fascinación, ocasionados por la mediatización de la violencia y lo que interpretamos como real a través de nuestra percepción. Pero también se destaca el potencial subversivo del cine de Cronenberg, revelado a través de la puesta al desnudo de las implicancias políticas que subyacen en cada una de estas afecciones mentales producidas por la manipulación tecnológica. En Videodrome se enuncia uno de los conceptos centrales en la obra de Cronenberg: el de la reivindicación de la Nueva Carne, una transgresión política del cuerpo humano que desbarata las estructuras disciplinarias que rigen la vida en sociedad, procedimiento discursivo y simbólico que permite hacer visibles todas las instituciones que regulan, controlan y también castigan cualquier proceso de transformación del individuo que amenace su hegemonía[3]. La película ofrece también impactantes postales del dolor físico y la repulsión habituales en la iconografía cronenberguiana, como en cada secuencia alucinatoria del protagonista, que incluye insólitas sesiones de sadomasoquismo con un televisor que late y respira, como si se tratara de materia orgánica.
La muy satisfactoria adaptación de una famosa novela de Stephen King, La Zona Muerta (The Dead Zone,1982), bajo la producción de Dino De Laurentiis y con el protagónico de Christopher Walken, muestra a un Cronenberg en excelentes condiciones para jugar con comodidad dentro del mainstream sin obturar por ello sus afinidades hacia lo truculento, a través de la historia de Johnny Smith, el accidentado profesor de escuela que adquiere poderes psíquicos y el don de la clarividencia, luego de salir de un estado de coma de cinco años de duración, tras un accidente automovilístico. Esta estimulante adaptación de Cronenberg a los cánones industriales de Hollywood brindará resultados todavía más gratificantes en La Mosca (The Fly,1986), un relato del que el realizador sabrá reapropiarse con maestría, haciendo olvidar a su predecesora de los años cincuenta y exhibiendo uno de los discursos esenciales para comprender la dimensión política de su obra, aquel que pronuncia Seth Brundle (Jeff Goldblum) frente a su novia Veronica (Geena Davis) en estado avanzado de descomposición orgánica, luego de su fallido experimento de teletransportación, arruinado por la irrupción de una minúscula mosca en su “telecápsula”: el de la ausencia de política en el universo de los insectos, seres brutales en los que nadie puede confiar pero de los que él podría oficiar como mediador con el mundo de los seres humanos, convirtiéndose de ese modo en “Brundle-Fly”, el primer insecto político. Tratándose de una película industrial de alcance masivo, sorprende la audacia, completamente pertinente al desarrollo de la trama, de incluir una escena donde el personaje de Geena Davis sueña que da vida a una larva, fruto de su intercambio sexual con Brundle, lo que la impulsa horrorizada a querer abortar el hijo que espera de él. La Mosca es un exponente del cine de terror y ciencia ficción como ya no se ve en nuestros días, donde un director logra la convivencia transparente entre el clasicismo narrativo y la incomodad y repulsión propias de su universo personal.
El período comprendido entre 1988 y 1993 muestra al director en su mejor forma, con una seguidilla de películas notables que amplían los alcances de su narrativa, empezando por la formidable Dead Ringers (1988), donde un espléndido Jeremy Irons da cuerpo (y alma) a los gemelos ginecólogos Beverly y Elliot Mantle, prestigiosos profesionales médicos especializados en el estudio de la infertilidad femenina, quienes terminarán conformando un bizarro triángulo amoroso junto a Claire Niveau (interpretada por la enigmática Geneviève Bujold), una famosa actriz canadiense con una deformidad genital –un útero de tres cavidades- imposibilitada de concebir un hijo por medios naturales y cuya irrupción en la enfermiza relación de los dos hermanos contribuirá al deterioro físico y mental de Beverly y al posterior sacrificio de Elliot por salvar la vida del primero, una vez que éste caiga en su adicción a las drogas tras el abandono de Claire. Esta fascinante historia de tintes trágicos, inspirada en acontecimientos reales, permite al director exhibir un oscuro refinamiento que no le impide ampliar su galería de gadgets grotescos, tales como el instrumental quirúrgico diseñado por los propios hermanos para sus intervenciones médicas. Otro de los grandes atributos del film recae en la perfecta ejecución de su reposado ritmo narrativo y en la integración orgánica de los efectos especiales que se evidencia en la naturalidad y transparencia con la que aceptamos visualmente la convivencia en un mismo cuadro de Jeremy Irons interpretando a ambos hermanos, hecho al que contribuye también su impresionante pero delicado tour-de-force actoral que permite reconocer inmediatamente a cada gemelo con su sola aparición en pantalla, sin necesidad de confirmación de identidades a través de otros medios de enunciación.
En 1991 Cronenberg lleva a la pantalla grande su adaptación de la novela autobiográfica de William S. Burroughs, Naked Lunch, en la que logra traducir audiovisualmente el lisérgico y violento mundo del escritor, a través de una trama de espionaje de estética neo–noir que involucra la escritura como medio de expiación de culpas, la drogadicción a través de polvo insecticida, máquinas de escribir con forma de insectos, las célebres criaturas denominadas Mugwumps y los crispados solos de saxo de Ornette Coleman fusionados con los arreglos orquestales de Howard Shore. Dos años después, Cronenberg filma la fascinante y muy subvalorada M. Butterfly, tomando como base una obra teatral (lo que demuestra el eclecticismo de sus fuentes de inspiración, que pueden partir de obras literarias populares hasta novelas gráficas, pasando por remakes de clásicos de la ciencia ficción, hechos reales o hasta piezas teatrales) para dar vida a un oscuro cristal refractario[4] en forma de melodrama. La verídica historia de Bernard Boursicot lo vuelve a asociar creativamente con Jeremy Irons, quien en esta ocasión interpreta el papel de René Gallimard, un funcionario de la embajada francesa en China durante los agitados tiempos de la revolución maoísta, quien se enamora perdidamente de Song Liling (John Lone), “una” cantante de ópera de Pekín, que en realidad no es más que un hombre que se desempeña como espía al servicio del gobierno revolucionario chino. Con la ambigüedad de su propio nombre a cuestas (René), que se presta a la falta de distinción de género y que funciona como marca de predestinación, Gallimard asiste a su lenta y gradual perdición desde el enamoramiento hacia un ideal de mujer que lo llevará a ser enjuiciado por traición a la patria y encarcelado por las autoridades gubernamentales de su país. Todos los interrogantes en torno al supuesto conocimiento que René Gallimard pudiera haber tenido sobre la verdadera condición sexual de Song Liling se ven disipados ante la noción de una relación desprovista de cualquier contacto físico, construida sobre el más estricto pudor amoroso a lo largo de veinte años. El fatal desenlace, de altísimo vuelo poético, nos muestra a Gallimard representando en escena su tragedia amorosa con una personificación de la desdichada Madame Butterfly, manifestando su “visión de Oriente”, la de “una mujer de ojos almendrados dispuesta a morir por el amor de indignos demonios extranjeros”, semejante en su imposible aprehensión a la de aquella libélula que se posa solo por unos segundos en la palma de la mano de Gallimard, en una escena magnífica que se ve en un tramo previo de la película.
Con Crash (1996), el director canadiense incursiona en el terreno de las controversias, en el que se volvería a situar cuando asumiera la presidencia del jurado en el Festival de Cannes de 1999, donde su criterio de elección, fiel a la displicencia total hacia los gustos establecidos que caracteriza a su obra, permitió consagrar a otros cineastas tan poco afectos a las concesiones con el público como los hermanos Dardenne o Bruno Dumont, desatando la indignación del establishment crítico que lo cuestionó duramente por su veredicto. Su adaptación de la novela homónima de J.G. Ballard le permitió indagar en las experiencias de una serie de personajes drenados emocionalmente tras haber agotado todas las formas posibles del placer sexual, encontrando en los accidentes automovilísticos un nuevo estándar del goce físico, donde hasta las cicatrices y heridas pueden representar nuevas manifestaciones del deseo. Crash resulta más desafiante, no tanto por su erotismo sádico (cortesía de las presencias de Deborah Kara Unger, Elias Koteas, Holly Hunter y Rosanna Arquette) ni por su fetichismo mórbido, sino por su visión del sexo como una instancia de satisfacción cíclica, reglamentada y permeable al agotamiento, un conformismo que requiere ser transgredido a través de nuevas políticas del cuerpo y su satisfacción.
En 1999 llega eXistenZ, la puesta en escena más orgánica y visceral alguna vez filmada sobre el concepto de realidad virtual, representada a través de una trama de conspiración contra una vanguardista diseñadora de videojuegos que logra implementar un módulo de conexión hacia un nivel de existencia alternativo e hiperrealista al que los jugadores se integran por medio de los “bio-ports”, puertos provistos de cordones umbilicales ajustados a la espina dorsal y conectados al sistema nervioso de los participantes. Todo el desarrollo del relato se revela, finalmente, como una representación del juego llevada a cabo por una célula guerrillera dispuesta a acabar con esta “realidad deformada y efectiva”. Y Spider (2002) es la inmersión más profunda que Cronenberg haya llevado a cabo alguna vez en la mente de un esquizofrénico que reconstruye episodios de su infancia, en una de las películas más ascéticas del realizador y que fue financiada por sus propios medios.
El último y muy celebrado período del director lo encuentra más anclado a la tradición del cine clásico e indagando ya no tanto en ese doloroso diálogo entre el cuerpo y la tecnología, sino enfatizando en la construcción y preservación de la identidad con la violencia como único medio de resguardo, de acuerdo a los más variados propósitos, sean el de la preservación de una apacible vida familiar que se desentienda de un pasado comprometedor (la excelente Una Historia de Violencia/A History of Violence, 2005) o el del intento por desbaratar a una red de corrupción organizada (el oscuro cuento de Navidad que es Promesas del Este/Eastern Promises, 2007), un díptico en el que se impone con autoridad la presencia corporal de Viggo Mortensen y su deliberada inexpresividad, muy en sintonía con el registro casi bressoniano de actuación al que es tan afecto el director canadiense.
En la reciente edición del Festival de Cannes y con motivo de la presentación oficial de su último film, Cosmopolis, David Cronenberg realizó declaraciones donde expuso su impresión de que la esencia del cine se reduce a la imagen de un rostro que habla. Y si hay un trabajo donde el genial cineasta canadiense llevó a fondo ese postulado, ese se trató de Camera(2000), el cortometraje realizado en conmemoración del 25 aniversario del Festival de Toronto, en el que el actor Les Carlson, ya retirado del oficio, brinda un inquietante monólogo interior sobre sus impresiones respecto a la cámara de cine (“la fotografía es muerte, memoria y deseo”), invocando un sueño que el director tuvo en algún momento de su vida, donde se veía envejecer prematuramente tras el visionado de una película en el cine. Verdadera declaración de principios temática y formal, Cameraes la síntesis absoluta del pensamiento y la forma cronenberguiana, alternando entre un inquieto registro en formato de video fragmentado con múltiples cortes de plano (el monólogo del protagonista) y una única toma final en 35mm, un elegante travelling que se acerca hacia el rostro del actor en primer plano escorzado, ahora registrado por una cámara operada por un grupo de niños que parece haberle sustraído el alma al reducir todo el parlamento previo a una línea de diálogo de un conformismo y satisfacción engañosos.
Cosmopolis, la adaptación de la novela escrita en 2003 por Don DeLillo y exhibida en la última edición del Festival de Cannes, promete una visión “privilegiada” desde la cual asistimos al colapso social de una era que nos toca demasiado de cerca, un eclipse moral encuadrado desde el interior de una limusina de vidrios polarizados y atravesado por la mirada de un joven y millonario empresario (el vampiro teenager Robert Pattinson) que atestigua todo ese caos con el mero deseo de transgredir todo lo conocido y explorar nuevos horizontes de libertad, dando rienda suelta a la concreción de sus deseos, por más inquietantes que estos pudieran resultar.
Se le atribuye a Jean-Luc Godard una frase presuntamente enunciada en uno de sus films-ensayo del último período, que dice algo así como “mientras la palabra salga de la boca del poeta, yo viviré”. Es probable (muy) que David Cronenberg no haya agotado aún la puesta en escena de los miedos y fantasías que le ameritaron ese lugar único que ocupa en el cine. Y eso nos permite diagnosticar que mientras su palabra siga siendo ya no pronunciada, sino vomitada desde lo más profundo de su mente e imaginación, los insectos podrán seguir soñando, y nosotros seguir viviendo.
[1] http://www.davidcronenberg.de/underglass.html
[2] La entrevista fue realizada por Eduardo Punset Casals en diciembre del 2002 para su programa de televisión Redes, y puede leerse una transcripción completa de la misma en el sitio web http://www.eduardpunset.es/422/charlas-con/cine-y-ciencia-en-busca-de-la-condicion-humana
[3] El concepto de estructuras disciplinarias y la teoría de la puesta en evidencia de las instituciones que las regulan en el cine de David Cronenberg está tomada del libro The Politics Of Insects: David Cronenberg’s Cinema of Confrontation (ed. Continuum, 2011), de Scott Wilson, que no se encuentra disponible en traducción al castellano.
[4] El concepto de “cristales refractarios” fue expuesto previamente en el Investigamos del mes pasado de esta publicación: https://www.elespectadorimaginario.com/cristales-refractarios-de-los-noventa/