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Actualidad de Fahrenheit 451
No estaban seguros de que lo que llevaban en sus mentes pudiese hacer que todos los futuros amaneceres brillasen con una luz más pura, no estaban seguros de nada, excepto de que los libros estaban bien archivados tras sus tranquilos ojos .
Ray Bradbury, Fahrenheit 451
¿Seríamos más felices sin leer? Si una novela como Fahrenheit 451 está entre los libros que hay que leer (a riesgo de ser menos felices) es porque plantea esa pregunta de forma honesta. Aun convencido de que un mundo sin libros sería una tiranía, Bradbury da voz a los que piensan lo contrario y demuestra con ello el poder de la lectura: si no expongo mi mente al pensamiento de otro ser humano, a ideas que nunca pensaría y mundos que no visitaría (“… he visto cosas que vosotros no creeríais…”) ¿cómo puedo aprender algo sobre mí? Así que hay una pregunta sobre la lectura y una pregunta sobre la felicidad… o varias: ¿hasta qué límites se puede llegar para que la gente sea feliz? ¿quién lo decide? ¿hay formas diferentes de ser feliz? ¿son compatibles? Como si no se diese cuenta de la hondura de esas cuestiones, Bradbury escribe una novela que, en un principio, resulta engañosamente ligera. Para empezar, el único editor dispuesto a publicarla fue Hugh Hefner en tres entregas de la revista que estaba lanzando: los números de Marzo, Abril y Mayo de Playboy de 1954.
Y la publica, además, como una novelita de ciencia ficción. Pero se dirige a un debate intelectual de mucho alcance que se estaba dando en la cultura norteamericana: podemos derrotar a tiranos como los nazis, que intentan imponerse por la fuerza; pero ¿qué pasa cuando la tiranía se preocupa por la comodidad del pueblo, cuando nos hace tan felices que ni siquiera la vemos? Europa estaba aún traumatizada por la Segunda Guerra Mundial y la última de las preocupaciones de los gobiernos europeos era la felicidad de la gente, así que este debate no llegó hasta bien entrados los años 60. Pero Estados Unidos había salido de la guerra más fuerte y con más riqueza, y la idea de que se podía lograr una felicidad “electrodoméstica” a través de un dispositivo –los innovadores aparatos de TV de los años 50– que, sin esfuerzo del usuario, le proporcionase tanto información como entretenimiento, era una idea nueva y potente. Que “información y entretenimiento” pudiesen ser, en realidad, “adoctrinamiento y atontamiento” era un peligro que solo veían los intelectuales radicales. Huxley publica Un mundo feliz en 1932 y Orwell publica 1984 poco antes del libro de Bradbury, en 1949. En 1956 Philip K. Dick publicaría Minority Report y en 1962 aparecería La naranja mecánica, de Anthony Burguess. Y no olvidemos que los teóricos de la Escuela de Frankurt en bloque estaban exiliados y publicando en Estados Unidos. Todos ellos se preguntaban lo mismo: “¿qué pasará cuando los gobiernos se tomen tan en serio su cometido de hacernos felices que nos anulen por completo?”. Bradbury elabora una bella fábula dando a ese problema una respuesta muy simple: quemarán los libros.
Creo que no se puede decir que François Truffaut fuese un radical. Fahrenheit 451 es su única película de contenido político. Y en la convulsa Francia de los años 60 no se significó como un artista de izquierdas, aunque sí lo hizo como progresista y defensor de la libertad de expresión. La adaptación de la novela de Bradbury resulta, en su filmografía, un poco incongruente. Es su primera película en color, la que más se aleja del naturalismo de la nouvelle vague, la única rodada en inglés… es una rareza se mire por donde se mire. Se divierte llevando al extremo el planteamiento del libro, una sociedad que odia tanto la palabra escrita que los periódicos solo contienen imágenes sin texto y los dosieres son una suma de fotografías; los botes de píldoras se identifican por el color y un número; cuando preguntan a Montag qué ha tomado su esposa en su intento de suicidio, él contesta: “Amarillas. Del número 8”. Es sorprendente que, aunque con dificultad, Montag pueda leer cuando se encuentra con su primer libro. Truffaut nos hace un guiño y los títulos de crédito no aparecen en pantalla, los recita una voz en off mientras vemos imágenes de antenas de televisión. Todo es como un juego al principio del filme. Su estética futurista es naïf. Y qué decir de la interpretación de Julie Christie. Hace dos papeles: Linda la mujer de Montag, completamente anulada por el sistema, alegre consumidora de calmantes y de telebasura, y Clarisse, la rebelde vecina que milita en la conservación de los libros. Quizá una actriz más capaz habría sabido crear dos personajes diferentes, pero Julie Christie no lo era y el resultado fue como interpretar a dos gemelas, lo que sigue añadiendo capas de ingenuidad al relato. En el futuro las casas no son inflamables así que reciclan a los bomberos para la tarea de quemar los pocos libros que la gente esconde, pero tanto Beatty, el jefe, como Montag, el bombero que olía a keroseno (“la muchacha le olió el uniforme y él le rebeló la espantosa misión de un bombero”), no son malvados al uso. Cumplen alegremente su misión, convencidos de que al liberar a la gente de la funesta manía de imaginar cosas extravagantes, salidas de la caprichosa mente de los escritores, y hacerse preguntas innecesarias están contribuyendo a hacer un mundo mejor. Todo resulta extraño, ¿de verdad estamos viendo un folletín futurista de serie B rodado por el hombre que acaba de grabar la entrevista más importante para la historia del cine, la que hizo con Hitchcock?
Entonces aparecen los libros y la nouvelle vague se cuela en la película. Truffaut dijo muchas veces que eran el verdadero protagonista y es cierto, son los que mejor aguantan los primeros planos. Si una de las señas de identidad de las películas francesas de la época es que los personajes frecuentemente tienen libros en la mano o en la mesilla de noche o junto a la copa, en el bar, cuyo título y autor se ven claramente.
(Antoine Doinel lee a Balzac en Los 400 golpes. Truffaut, 1959)
Truffaut eleva esa sencilla firma tan “godardiana” a la categoría de personaje y paisaje al mismo tiempo, interpretando así un acierto exquisito de la novela: “Con su casco simbólico, en que aparecía grabado el número 451 bien plantado sobre su impasible cabeza y sus ojos convertidos en una llama anaranjada ante el pensamiento de lo que iba a ocurrir, encendió el deflagrador y la casa quedó rodeada por un fuego devorador que inflamó el cielo del atardecer con colores rojos, amarillos y negros. El hombre avanzó entre un enjambre de luciérnagas. Quería, por encima de todo, como en el antiguo juego, acercar un malvavisco a la hoguera, en tanto que los libros, semejantes a palomas aleteantes, morían en el porche y el jardín de la casa…” En el filme de Truffaut, los libros: escondidos, perseguidos, quemados, atesorados, acariciados… tienen la fuerza de un grito.
Los vemos caer, uno tras otro, en los infames montones donde serán destruidos; vemos a Dickens, Defoe, Nietzsche, son como un río, apenas podemos distinguir los títulos. Truffaut se preguntó muchas veces si había sido acertada la forma de rodarlos, si les había dado demasiado protagonismo o demasiado poco. Hoy, parece difícil haberlo hecho de otra forma.
Llega un momento en que la película termina de alzar el vuelo; se acaban los coches de bomberos, los uniformes retrofuturistas, el aroma a filme de serie B. Es cuando Montag llega al bosque de los hombres-libro (y mujeres-libro). Un bosque invernal, también muy nouvelle vague, cuya melancolía nos toma por sorpresa, en el que los rebeldes –de los que no sabemos nada, ni cómo sobreviven ni dónde duermen– simplemente pasean recitando el libro que han decidido memorizar para que, cuando se convierta en ceniza, siga pasando de una memoria a otra. Esta extraña película llena de incongruencias se convierte así, con unas pocas escenas memorables, en un canto al libro y, con él, a otras cosas que importan y que proféticamente presenta como incompatibles con los dispositivos electrónicos: la soledad, el silencio y esa forma única de libertad que consiste en recrear en mi mente, con mis propias imágenes y sentimientos, las fantasías que otra persona, en un tiempo o espacio muy lejanos, codificó en unos signos que llamamos letras.